L Los problemas crecen

 

 

«I said yeah, oh yeah, oh yeah. You'll never make a saint of me»
Saint of me (The Rolling Stones)

 

Diana Zamora, algo nerviosa, respondía a las preguntas de los policías. Apenas había tenido tiempo de acomodarse en el hotel cuando su teléfono móvil comenzó a sonar una y otra vez hasta que, finalmente, accedió a responder y a acudir a la comisaría para ser sometida a un interrogatorio «voluntario».
—¿Qué clase de relación mantenía con el señor Castillo? —preguntó Daniel.
—Como ya les dije en su momento...
—¿Cuándo? Si ayer apenas hablamos... —le cortó Maxi.
—No, ayer no. La otra vez que me llamaron. Hará... no sé, unos diez días.
—Bueno, repítanoslo en cualquier caso —intercedió Daniel, no sin antes dirigir una mirada cómplice a Maxi.
—Manteníamos... una relación —confesó con algo de dificultad—. A espaldas de su esposa, sí. —Y suspiró, aparentemente aliviada.
—¿Desde cuándo?
—Hace algo más de seis meses.
Le tocaba el turno al «poli malo». Daniel se quedó callado y dejó a Maxi continuar.
—¿Conoce usted a Patricia Cornejo?
—No me suena, no.
—Se parece un poco a usted —dijo maliciosamente el policía—. De su edad, su estatura y complexión, con una profesión parecida...
—No sé a dónde quiere ir a parar.
—Ha estado aquí ayer, declarando.
Diana se estremeció.
—¿Declarando el qué?
—¿No decía que no la conoce?
—Por favor, déjese de juegos y dígame quién es esa mujer y qué relación guarda con todo esto.
—Es otra mujer que también confesó que mantenía una relación con el señor Castillo.
—¿Qué?
—Nos dijo que eran amantes. La viuda también lo sabía.
—No, no... —comenzó a balbucear—, no puede ser cierto. Yo... sabía lo de su esposa, iban a divorciarse pero...
—¿Ah sí? Pues su esposa no nos dijo nada al respecto. De hecho, no sabe quién es usted. Usted sí sabe quién es ella, ¿no es cierto?
—No. Yo sólo... sólo sé que existe. La he visto en foto, pero nunca en persona.
—Ajá. —Maxi estaba llevando muy bien el interrogatorio. Daniel se alegraba cada vez más de que estuviesen al frente de aquel caso; había servido para despertar al policía que su veterano compañero llevaba dentro—. Bien, tenemos que hacerle un par de preguntas más... Daniel.
El «poli bueno» volvió a tomar el relevo para preguntar:
—¿Dónde estaba usted la noche del viernes 9 al sábado 10 de julio?
—Esto... es ridículo. ¡Yo no maté a Ricardo! ¡Íbamos a casarnos! —dijo casi sollozando—. Estaba... estaba en el hotel Ciudad Gijón. Me alojé en la habitación 504, pueden comprobarlo.
—¿No salió de allí en toda la noche?
—No, pensaba... —ahogó un nuevo sollozo— ... pensaba haber quedado con él, ya se lo he dicho. Como no contestó ni a mis llamadas ni a mis mensajes, me quedé en el hotel. No salí en toda la noche.
—Está bien. Sólo una cosa para terminar... ¿Recuerda el nombre del agente que la llamó por teléfono hace unos diez días?
La mujer hizo memoria durante unos segundos.
—Claudio Serrano. Creo que dijo que se llamaba Claudio Serrano.
—No tenemos... —comenzó Maxi, pero él mismo se autointerrumpió. No merecía la pena.
—Muchas gracias por su tiempo y su sinceridad —dijo Daniel, levantándose mientras ella hacía lo propio—. ¿Hasta cuándo va a estar en Gijón?
—Me marcho mañana por la tarde.
—Posiblemente tengamos que volver a hablar.
—Ya saben mi número.
Tras interrogar a las tres mujeres, la viuda y las dos amantes, Maxi y Daniel sólo tenían un par de cosas claras: Ricardo Castillo era un mujeriego infiel y alguien iba por ahí fingiendo ser policía y haciendo preguntas a sus sospechosas. Una combinación explosiva.

 

La temperatura era agradable, aunque soplaba un poco de brisa. La plaza del Marqués estaba abarrotada de gente, como cualquier sábado-noche, en especial en pleno verano. En las terrazas no cabía un alma más, aunque de todas maneras muchos preferían quedarse de pie a la puerta del chigre con la consumición en la mano, charlando y riendo. Cada poco, algún camarero escanciaba sidra. Otros tomaban cervezas o copas. Guillermo Rabanal, cacharro en mano, bebía, cantaba y gritaba como uno más. Sólo que no era uno más, era el primo descarriado del jefe de policía.
Un grupo de veinteañeros llegó armando revuelo. Bajaban de la Cuesta del Cholo, pasaron junto a la Colegiata de San Juan Bautista y comenzaron a alborotar frente a la fachada del Palacio de Revillagigedo, saltando, dando voces y sacándose fotos. Después se acercaron a uno de los bares de la plaza del Marqués, de donde salieron con un vaso por barba.
—¿Eh, tú, qué miras? —preguntó uno de los cabecillas del grupo.
Guillermo, en realidad, no miraba nada, simplemente tenía la vista perdida en el infinito, y el infinito en aquel momento estaba en aquella dirección. Craso error.
—Te digo que qué miras —repitió envalentonado el veinteañero.
—Miro lo que me sale de los cojones.
—¿Ah, sí?
Comenzaron los empujones. La mayoría de la gente no les prestaba demasiada atención, pero la pandilla rodeó a su líder y a Guillermo, empujándolos y alentándolos para que se enzarzasen en una pelea.
El primo del comisario no estaba precisamente muy sobrio y entró al trapo. Nuevo y fatídico error. El cabecilla era más joven y estaba menos borracho, o al menos aguantaba mejor el alcohol. Le arreó un par de golpes que le hicieron perder la verticalidad. La cosa se salió de madre y vinieron los puñetazos, por ambas partes, aunque Guillermo llevaba todas las de perder. Se trastabilló y acabó cayéndose en la fuente bajo la estatua del Rey Pelayo. La bronca alertó a varios viandantes y algunos camareros de los bares cercanos. La pandilla, con su líder al frente, se fue con la música a otra parte antes de que llegase la policía. Guillermo yacía dentro del agua, medio inconsciente, con numerosas contusiones y una melopea de aquí te espero. Menudo regreso triunfal acababa de marcarse.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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