XLV Isabel al cuadrado
«El genio es un uno por ciento de
inspiración y un noventa y nueve por ciento de sudor»
Thomas Alva
Edison
Tan sólo dos días después de que el jefe de
policía hubiese demandado la difusión de la reapertura del caso de
Moreda, la noticia abría la primera plana de los principales
diarios y las cadenas de televisión locales se hacían igualmente
eco del asunto. «La policía descubre nuevas pistas para esclarecer
el crimen de Moreda»; «el suicidio de Moreda en entredicho: se
especula con la posibilidad de asesinato»; «fuentes fidedignas
informan de nuevas pistas sobre el cadáver encontrado bajo el
puente de Moreda»; «el caso del crimen de Moreda reabierto: la
policía investiga nuevas pistas»; «nuevas pruebas sobre el caso de
Moreda: podría tratarse de un homicidio».
Joserra había hecho bien su trabajo,
removiendo Roma con Santiago para que el asunto tuviese la mayor
repercusión posible y que ningún medio se adueñase de la noticia
como primicia. Maxi y Daniel también habían colaborado aunque,
evidentemente, eso no lo sabía Joserra ni el resto de
policías.
—Dos putos días. —El alcalde estaba que
trinaba y no se esforzaba lo más mínimo en disimular—. Dos putos
días ha sido lo que ha durado la paz y tranquilidad en este
puñetero Gobierno de mierda.
Pedro Mata escuchaba en silencio. Sabía que
cuando Jacobo entraba en aquella especie de trance era mejor
dejarle hablar y no decir nada hasta ser preguntado. Sabía, además,
de lo que hablaba su jefe: el lunes se había reunido con David
Braña y le había ofrecido un trato. El martes se habían vuelto a
reunir, luego parecía obvio que dicho trato había llegado a buen
puerto. Nadie sabía las condiciones exactas pero todos sospechaban
que era ser su mano derecha, con voz y voto, no como hasta ahora.
Pedro era el máximo perjudicado y por eso había filtrado aquella
información a la prensa. Aún no había tenido oportunidad de leer
los periódicos, mas se imaginaba lo que pondrían. Era un suicidio
político, pero ¿qué narices? Total, iban a perder las elecciones de
todas formas. El alcalde continuó diciendo:
—Ese puto comisario se cree muy listo.
—¿Comisario? ¿Qué pintaba el jefe de la policía en todo aquello?—.
Piensa que puede joderme reabriendo el caso de Moreda. —¿Moreda?
Pedro no entendía nada—. «Nuevas pistas» dicen todos los putos
periódicos... ha salido hasta en Internet. Se han encontrado nuevas
pistas, la policía reabre la investigación, no es un suicidio sino
un homicidio. Bla bla bla. Chuminadas. Paparruchas que no hacen
sino alimentar al vulgo, para que se vea que el Gobierno es aún más
inútil y corrupto de lo que podría parecer ya de por sí. Menos mal
que los magnánimos policías se encargan de poner las cosas en su
sitio —rugió sardónicamente—. ¿Qué sería de nosotros sin
ellos?
Pedro seguía sin entender. ¿Y su filtración?
¿Aún no se había publicado nada sobre los múltiples fraudes de la
Junta de Gobierno?
—Como supongo ya sabes —bajó dos octavas el
tono y entró en modo serpiente, taimado pero letal—, el martes
llegué a un acuerdo con David en el desempeño de sus nuevas
funciones. Eso, evidentemente, no es óbice para que tú sigas siendo
el portavoz de la junta. —Primera noticia, pensó Pedro—. Vete
pensando cómo podemos contraatacar a ese hijoputa de sabueso que
tenemos al frente de la policía. Quiero que hables con el resto,
excepto con David, claro, y entre todos escarbéis de nuevo en el
presente, pasado y futuro de Candela. Cualquier asunto turbio que
encontréis quiero verlo en portada, igual que ahora es portada esto
de la reapertura del caso de Moreda. ¿Dudas, preguntas,
comentarios?
—Ninguna.
—Eso pensaba. —Jacobo se sumió en sus
pensamientos sin ni siquiera darse cuenta de que el portavoz se le
había quedado mirando, expectante por si tenía algo más que decir.
Al cabo de casi medio minuto, Pedro optó por marcharse, cabizbajo y
meditabundo. Las cosas nunca salen como uno prevé.
Isabel Sampedro también había leído la
noticia en los periódicos y se encontraba en un estado de
excitación considerable. Se disponía a tomarse una copa para tratar
de calmar sus nervios cuando sonó el teléfono.
—¿Diga?
—Buenos días, señora Sampedro. Soy
Lorenzo.
—Buenos días.
—Espero no haberla despertado.
—No, no, tranquilo.
—Verá, sé que es un poco precipitado pero...
¿cree que podríamos vernos hoy en algún momento de la mañana? O de
la tarde, si no puede antes.
—¿Es por lo que han publicado hoy?
Lorenzo, ojeroso, tras apenas haber
conseguido conciliar el sueño la noche anterior, dándole vueltas y
más vueltas al caso, estaba completamente en fuera de juego. ¿De
qué hablaba Isabel?
—Me temo que hoy aún no he tenido
oportunidad de mirar las noticias.
Isabel tardó un breve lapso de tiempo en
responder. Parecía que ella también estaba extrañada, aunque por
diferente motivo.
—Pensé que llamabas por lo del periódico.
Van a reabrir el caso de Ricardo. Dicen que han encontrado nuevas
pistas.
—¿La ha llamado la policía para
comunicárselo?
—No han tenido esa delicadeza, no. Me he
enterado por la prensa.
Nota mental: leer la prensa en cuanto
colgase el teléfono.
—Ya veo. En cualquier caso, yo quería que
nos viésemos porque estos últimos días he estado hablando con
algunas personas del entorno de su marido y quería compartir con
usted la información.
—De acuerdo. ¿Quieres pasarte por aquí a
mediodía?
—Preferiría que nos viésemos en algún lugar
público, si no tiene inconveniente. En el parque Isabel la Católica
por ejemplo.
No quería hablar de Margarita. Ignoraba si
ésta había hablado con Isabel desde la amenaza y, desde luego, no
quería pronunciar su nombre por vía telefónica. Más vale prevenir,
como decía aquel médico de la tele.
—Bien, como quieras. ¿En qué parte
exactamente? El parque es muy grande...
—¿Se da cuenta de dónde queda el monumento a
Isabel la Católica? Hay varios bancos para sentarse
alrededor.
—Sí, sé dónde dices. Cerca, bueno en frente,
de donde va la gente a correr al parquecillo ese...
—El Kilometrín.
Sí, ahí en frente. ¿A las doce le parece bien?
—Sí, de acuerdo.
—Perfecto, pues allí nos vemos.
En comisaría se habían tomado muy en serio
la reapertura del caso de Moreda. Alejandro y Joserra se estaban
mostrando especialmente entusiastas a la hora de colaborar con Maxi
y Daniel. Daniel se había encargado de releer toda la información
que tenían y había encargado a sus compañeros —ahora, en cierto
modo, subordinados— que se entrevistasen con los colegas de trabajo
de Ricardo a ver si podían sacar algo en limpio. Maxi, por su
parte, seguía pugnando por encontrar la manera de echarle el guante
a los dos periodistas a quienes consideraba principales sospechosos
del otro caso, el de la Semana Negra. Ahora estaban reunidos, ellos
dos solos, decidiendo el siguiente paso a dar en ambas
investigaciones.
—Yo creo que ahora mismo quizá deberíamos
centrarnos un poco más en lo de Moreda que en lo de la Semana Negra
—expresó Daniel—. Lo que ha publicado la prensa podría haber puesto
nervioso al asesino. He observado un par de datos muy interesantes
en el informe que teníamos. —Maxi no lo había leído aún, así que
dejó que Daniel continuase—. Lo primero es lo que dijo la testigo
aquella.
—¿Qué testigo? Pensaba que el abuelo y el
nieto eran lo más parecido que teníamos a un testigo.
—Vino una señora un día, después de ver la
noticia en la tele. Le tomó declaración Pablo.
—Ah. No me acuerdo en este momento, pero
vale. ¿Y qué dijo?
—Según apuntó Pablo, dijo que vio a un
hombre sospechoso alejarse de la escena del crimen.
—Joder, ¿y sabemos quién es ese tío?
—No, porque Pablo estimó, por su cuenta y
riesgo, que la declaración de esta paisana no tenía mayor
importancia, y luego fue cuando nos mandaron cerrar el caso, así
que quedó en el olvido.
—Habrá que volver a hablar con ella
entonces. —Daniel seguía alucinando con la evolución de Maxi, de su
apatía inicial cuando descubrieron el cuerpo al, si no
apasionamiento, sí al menos pragmatismo con el que enfocaba las
cosas. Su veterano compañero parecía mejor policía ahora que hace
apenas veinte días.
—Eso mismo pensaba yo.
—¿Y el otro dato?
—El teléfono móvil de la víctima. Según el
informe, tiene llamadas perdidas y algún mensaje de la mismísima
noche de autos y de la madrugada siguiente. De un par de mujeres
diferentes.
—No me jodas. Y ahora me dirás que ninguna
es la esposa.
—Exacto.
—¿Has leído los mensajes?
—Aún no. Esperaba a contarte esto para que
fuésemos los dos.
—No perdamos más tiempo. —Decididamente,
aquél no era el mismo Maxi que al principio del verano. Para
deleite de Daniel.
Desde la llamada, Lorenzo no había parado un
segundo. Primero se dedicó a leerse de arriba abajo toda la prensa
digital relacionada con las «nuevas pistas» que permitían a la
policía reabrir el caso. Le había sonado francamente raro. Estaba
seguro de que allí había gato encerrado pero no había tenido tiempo
de elaborar teorías al respecto, porque después había pasado un
gran rato ordenando sus ideas de cara a la entrevista con la
«desconsolada viuda», quién sabe si ahora menos desconsolada... o
más. A la vista de la tabla de sospechosos-móviles-oportunidades
elaborada la víspera en su sesión nocturna con Miguel, se le había
ocurrido una nueva combinación que ahora tenía que intentar poner a
prueba. Y luego estaba lo de la madre de Ana. Habría que tener
tacto con todos los temas para no quemarse con ninguno.
Lorenzo accedió al parque desde la avenida
de Castilla. El parque de Isabel La Católica, con unas quince
hectáreas de extensión, era el espacio verde más grande de la
ciudad y sin duda uno de los más conocidos y apreciados por los
gijoneses. Situado junto al estadio de fútbol de El Molinón, en el
margen derecho del paseo fluvial del río Piles, contaba con gran
cantidad de zonas verdes, rosaledas y parterres de flores, un
circuito para hacer footing, varias zonas
de juegos infantiles y un enorme estanque constituido por dos lagos
separados por un riachuelo. Pero sin duda su mayor atractivo era la
ingente cantidad de especies de aves que deambulaban por el parque,
muchas de ellas en total libertad.
Lorenzo pasó junto al monumento a Alexander
Fleming, constituido por un busto del científico y una fuente con
tres estatuas: una de un niño tocando una especie de arpa y dos
idénticas, colocadas simétricamente a ambos lados del niño músico,
de sendos peces que echaban agua por la boca. Como le sobraba
tiempo, siguió caminando, dejando a su izquierda la zona donde se
encontraba la estatua de Isabel la Católica, futuro punto de
encuentro con la viuda, y se acercó a las jaulas en las que se
encontraban protegidas las especies de aves más pequeñas o
vulnerables: múltiples variedades de loros, cacatúas, periquitos,
gorriones de Java, perdices... haciendo un ruido más que notable
con sus trinos y cánticos entrecruzados. A Lorenzo le hacían
especial gracia las cacatúas ninfas, también llamadas carolinas,
con su pronunciada cresta y sus coloretes rojos a lo Heidi.
Limitando con las jaulas, se encontraba otra
zona vallada por el exterior aunque abierta por arriba, en la que
se hallaban aves más grandes. Se quedó observando un colorido
faisán, que coexistía pacíficamente con unos patos de una especie
que no conocía y unas palomas torcaces, que picoteaban el suelo
posiblemente en busca de insectos. Una niña pequeña, acompañada por
sus padres, se empeñaba en ofrecerle gusanitos a una pareja de
emúes, unas de las más recientes y exóticas especies que habían
sido incorporadas al parque. Los emúes, sin embargo, observaban a
la pequeña con recelo, en apariencia poco interesados en la comida.
Entre tanto, fue un pato criollo, con su característica máscara
facial de color rojo y sus torpes andares, el que acabó engullendo
con deleite los gusanitos que ofrecía la niña. Lorenzo había visto
en más de una ocasión a las crías de los patos criollos, de tonos
amarillo y negro, con la misma apariencia entrañable que los
patitos de cualquier otra especie, y no se explicaba por qué al
crecer les salía aquella fea mancha roja en la cara. Miró el reloj
y vio que era hora de regresar. De haber tenido más tiempo, se
hubiese acercado a la zona de los estanques para ver a las
múltiples aves acuáticas que vivían en libertad: cisnes, fochas,
ánades reales, tarros y un sinfín de otras especies. Siempre le
habían gustado especialmente las barnaclas canadienses, con su
porte elegante, su cara bicolor, negra y blanca, y sus andares
aristocráticos.
No tuvo más remedio que regresar sobre sus
pasos y volver al punto de encuentro, una especie de plazoleta
cuadrada en torno al monumento a Isabel la Católica, que daba
nombre al parque, y que estaba flanqueada por vegetación y un par
de bancos por cada uno de los cuatro costados. Isabel aún no había
llegado, así que se sentó a esperarla en uno de los dos bancos en
los que daba la sombra, ambos sin ocupantes. En uno de los dos
bancos que quedaban en diagonal, en el costado derecho, un par de
mujeres más cercanas a los ochenta que a los setenta años tenían
desplegado un paraguas a modo de sombrilla, para resguardarse de
los rayos del sol. Lorenzo pensó que hubiese sido más sencillo
hacer como él, y sentarse directamente en la zona de sombra. En el
banco de al lado de las ancianas, una pareja de adolescentes
parecían discutir sobre algún tema importante, a juzgar por el
mohín en la cara de la chica, y las largas explicaciones,
acompañadas de aspavientos con las manos, de su adorado Romeo. Un
grupo de pavas pasaron velozmente por el medio de la plazoleta,
perseguidas por un pavo real macho, que iba con la cola
ostentosamente desplegada a modo de cortejo, aunque con escaso
éxito. Entretenido con el paisaje, apenas se dio cuenta de que la
llegada de Isabel hasta que se presentó justo delante de su
banco:
—Buenos días.
—Hola, buenos días. —Lorenzo se levantó y le
tendió la mano a la viuda. Ésta se la apretó, ni muy suave, ni muy
fuerte.
—¿Quieres que hablemos aquí? —Él asintió y
ambos se sentaron en el banco—. ¿Así que no me habías llamado por
lo de la prensa? —Isabel casi siempre iba al grano. Era una cosa
que le gustaba de ella.
—Lo cierto es que la he leído después de que
hablásemos por teléfono. Es verdaderamente sorprendente que
ahora la policía haya encontrado «nuevas
pistas», veinte días después, y habiendo abandonado la
investigación en el minuto uno.
—Y sin ni siquiera contactar conmigo
—apostilló Isabel.
—En fin. Yo la llamaba porque he tenido la
oportunidad de entrevistarme con algunos excompañeros de su marido.
—Si Isabel estaba extrañada por la noticia, desde luego no lo
manifestó—. Primero he hablado con Felipe Pastor —iba a ir
diciéndoselos de uno en uno; le interesaba mucho observar su
reacción en cada caso—, uno de los que trabajaba codo con codo con
su marido. ¿Lo conoce?
—Sí, de vista. Es uno con un bigote muy
grande, ¿no?
—Sí, ése es.
—¿Y has sacado algo en limpio?
Siempre directa, sin concesiones, práctica y
resuelta. Volvió a marcar mentalmente la X en la casilla de
«Oportunidad-veneno».
—No mucho. Él también piensa que sería muy
raro que se hubiese suicidado, pero no me pareció que supiese mucho
más.
—¿Lo descartas como sospechoso?
—No descarto a nadie por el momento. —Acto
seguido, soltó la primera bomba—: También he hablado con Luis
Carrera, su jefe. Se mostró muy nervioso, se notaba que le
desagradaba mucho mi presencia. ¿Lo conoce?
—Igual que al otro, sólo de vista. No me
sorprende lo de sus nervios, es un hombre muy... no sabría cómo
catalogarlo, muy... peripuesto.
Peripuesto, curioso vocablo. Pero encajaba
perfectamente como descripción del sujeto.
—Parece ser que de momento está desempeñando
algunas de las funciones que llevaba a cabo su marido, vamos, que
está haciendo parte de su trabajo. Eso le da un móvil. ¿Lo ve capaz
de matar a Ricardo?
La viuda le clavó la mirada,
impasible.
—No. No lo creo.
—Bien. El caso es que, cuando hablamos, se
puso tan nervioso, tan agitado, que apenas pudo responderme. Sí me
dijo una cosa a última hora, y me resultó muy curiosa: «ojalá
encuentren a quien lo hizo».
—¿Así que él tampoco se traga lo del
suicidio?
—Eso mismo saqué yo en conclusión.
Isabel seguía aparentando indiferencia. No,
no era exactamente indiferencia, pero parecía tener la cabeza en
otra parte. Lorenzo prosiguió, aún faltaba lo mejor.
—Por último, también me he entrevistado con
Esteban Zúñiga. ¿Le dice algo ese nombre?
—No, nunca lo había oído.
«Así que dice no conocer al conspiranoico. Anotado».
—También trabajaba con su marido.
—La empresa es grande.
—Es cierto, pero tenían bastante relación...
—Se lo describió físicamente de forma breve y concisa.
—Ni idea, no caigo.
Lorenzo soltó su segunda bomba.
—Bueno, es un hombre peculiar, aunque de una
manera muy diferente a Luis. Está totalmente convencido de que su
marido fue asesinado.
—¿Tiene alguna prueba?
—No. O, si las tiene, no ha querido
compartirlas conmigo. Pero sostiene una teoría interesante —la
tercera bomba estaba preparada—: piensa que su muerte está
relacionada con un lío de faldas.
—¿Me estás acusando de algo?
La tensión era palpable.
—Mire, señora Sampedro, mientras no se
demuestre lo contrario, usted es mi cliente e intento averiguar
cómo y por qué murió su marido. Y quién lo hizo.
—Para eso te he contratado.
—Pero todas mis indagaciones me llevan a un
mismo sitio: todo el mundo sabía, siento decírselo con esta dureza
pero es la realidad, todos sabían que su marido era un
mujeriego.
Isabel asintió. Ahora sí parecía
afectada.
—Y hay bastantes indicios de que su
asesinato, porque estoy seguro al 97% de que es lo que es, tiene
algo que ver con sus escarceos amorosos.
El detective se quedó callado. Un grupo de
gallinas de Guinea, con sus simpáticos «pijamas» grises con lunares
blancos, cruzó por entre los bancos corriendo estrepitosamente.
Lorenzo evocó su niñez, cuando corría, en ocasiones detrás y, otras
veces, delante de ellas por entre los parterres del parque. La
viuda suspiró. Después comenzó a hablar:
—Mira, Lorenzo, hay una cosa que no te he
dicho y, puesto que parece que tanto tú como la policía tenéis
pistas, prefiero confesártelo a ti que a ellos.
¿Qué le iba a confesar aquella mujer: su
culpabilidad en el asesinato, una aventura extraconyugal, algún
oscuro secreto? Justo en aquel instante comenzó a sonar una melodía
que Lorenzo conocía muy bien. I'm your biggest
fan, I'll follow you until you love me, papa-paparazzi. Qué
oportuna.
—Un segundo. —Tuvo que pelearse con la
cazadora para localizar en qué bolsillo había guardado el móvil.
Baby there's no other superstar, you know that
I'll be, papa-paparazzi. Maldita cremallera, siempre se
atascaba. Promise I'll be kind, but I won't
stop until that girl is mine. Finalmente logró sacar el
teléfono y responder. Al otro lado, la dulce voz de Carolina
preguntó:
—Hola, Loren. ¿Te pillo en mal
momento?
—Hola. La verdad es que sí.
—Ah, vaya, lo siento.
—No te preocupes. ¿Qué querías?
—Era sólo por saber cómo iba la
investigación. Es que he visto hoy en la prensa que la policía
reabre el caso y era por saber cómo lo llevabas tú, si ibas a
seguir por tu cuenta o si te habían puesto alguna pega...
—Voy a seguir. Mira, ahora mismo estoy
reunido con una cliente, una cliente muy
importante —aclaró—. Ya te llamo yo más tarde y hablamos,
¿vale?
—Claro, vale. Y siento haber sido tan
inoportuna.
—No te preocupes, no pasa nada.
Colgó y puso cara de circunstancias.
—Sonaba bien la canción... Parecía una
versión moderna de Elvis.
—Son los Baseballs, un grupo alemán que se
dedica a versionar canciones modernas bastante conocidas con un
ritmo a lo Elvis, efectivamente.
Un breve silencio.
—Sara, imagino.
—No. Era una amiga con la que hace tiempo
que no hablaba... ¿Qué me estaba empezando a decir?
—Te decía que tenía algo importante que
contarte, algo relacionado con mi marido y que no le había contado
nunca a nadie. —Lorenzo aguardó, prefería escuchar a arriesgarse a
atosigarla con preguntas y que no dijera nada—. Ya te he dicho que
sabía que me engañaba, con esa... —reprimió sus deseos de
insultarla y continuó, con voz sosegada pese a la gravedad del
asunto— ... con Patricia al menos. Por lo que has contado, parece
que no era la única. El caso es que me había planteado acabar con
esa situación. —Lorenzo seguía esperando una confesión que no
acababa de producirse—. Por supuesto, la opción más sencilla sería
el divorcio... La idea rondaba por mi cabeza pero no había llegado
a decírselo a él, ni a hablar con ningún abogado. Simplemente
estaba ahí. Para serte sincera, no era la única idea que tenía ni
la que más me gustase.
Lorenzo arqueó las cejas en señal de
pregunta.
—Ricardo y yo teníamos separación de bienes,
así que el divorcio no me dejaba en buena posición económica
—confesó la viuda, algo pesarosa—. Así que pensé que quizá... quizá
si... —¿Si qué? Por Dios santo, esta mujer iba a acabar con sus
nervios—. Quizá si reuniese valor, podría urdir un plan para acabar
con él, y con todos sus líos de faldas, de una vez por todas.
—¿Me está diciendo lo que creo que me está
diciendo?
—No. Espera, no te impacientes. Me está
costando mucho confesarte esto, pero si se lo digo a la policía sé
que será peor. Quiero contártelo a ti, ya que soy tu cliente, y que
me aconsejes.
El detective tragó saliva antes de
decir:
—Disculpe. Siga, por favor.
—Ya te dije en más de una ocasión que yo no
maté a mi marido. Lo que te estoy diciendo es que sí llegué a
planteármelo. Pensé en hacerlo. —No pudo reprimir un sollozo. Sacó
un pañuelo del bolso y lo empleó con discreción, muy digna ella,
para enjuagar una solitaria lágrima que empezaba a resbalarle por
la mejilla.
—Pero no lo hizo.
Se recompuso y contestó:
—No tuve valor. Valoré los pros y los
contras, no sabía cómo hacerlo ni cómo hacer para que no me
descubriesen. Así que pensé en otras alternativas.
La opción del sicario ganaba enteros en la
mente de Lorenzo, pero siguió fiel al tipo de interrogatorio que se
había fijado: nada de concesiones ni de sugerencias. Esperaría a
que ella dijese cosas concretas antes de confundirla con preguntas
e interrupciones.
—Ricardo ganaba bastante dinero, más que de
sobra, pero lo dilapidaba con esas... mujeres. No era justo que yo
no me llevase nada y ellas todo, así que me informé un poco sobre
pólizas de seguros. Pregunté aquí y allá y pensé en... pensé en
estafarle. Ésa es la palabra. Ir adueñándome de parte de su dinero,
con seguros y cosas así. Por extraño que resulte de creer, pese a
su profesión, mi marido no se interesaba en absoluto por los gastos
domésticos ni controlaba el dinero que yo utilizaba o dejaba de
utilizar.
En casa del herrero, cuchillo de palo.
Lorenzo le concedió el beneficio de la duda. Resultaba bastante
creíble. Cosas más raras se habían visto.
—¿Contrató algún seguro, entonces?
—No, no tuve tiempo. En realidad, había otra
idea que me gustaba aún más que la de los seguros.
Y que la del asesinato, pensó Lorenzo.
—Pensé en buscar a alguien para que le diese
una paliza y, de paso, tal vez robarle algo de dinero.
Joder con la «desconsolada viuda». La cara
de Lorenzo debió ser bastante expresiva porque Isabel se apresuró a
aclarar:
—Sí, ya sé que suena horrible estar diciendo
esto, pero lo que más me reconfortaba era que alguien le pegase una
paliza a mi marido, que él sintiese un dolor físico proporcional al
dolor psíquico al que me llevaba él sometiendo a mí todos estos
años.
—Y de paso sacarle algo de dinero.
—Ya puestos... Sé que parezco una persona
horrible —repitió y ahogó otro sollozo, aunque ahora parecía más
tranquila, diríase que aliviada—, pero tenía que contárselo a
alguien. Puedes decirme lo que piensas. Sinceramente.
¿Eso era todo? No es que fuese moco de pavo,
pero...
—Necesito saber una cosa antes: ¿llegó a
pensar de qué manera asesinarle?
—Asesinarle... es una palabra horrorosa.
—Dudó unos instantes, parecía experimentar una dolorosa lucha
interna. Al fin se decidió—: Sí, me imaginé su muerte de varias
maneras, pero te puedo asegurar que ninguna incluía tirarlo desde
un puente.
Lorenzo tenía un as bajo la manga y lo
pensaba sacar en breve, pero aún no.
—¿Y qué métodos se le habían ocurrido?
—¿De verdad es necesario que te lo
diga?
—Es muy necesario, créame. Mejor a mí que a
la policía, usted misma lo ha dicho.
—Pues... no sé, pensé muchas cosas. Clavarle
un cuchillo de cocina, darle con un martillo en la cabeza, pegarle
un tiro... aunque ya te adelanto que en mi vida he empuñado un
arma.
—¿Empujarlo por una ventana tal vez?
—sugirió sibilinamente Lorenzo.
—No lo sé... supongo que sí. Muchas veces,
cuando no conseguía conciliar el sueño, tenía esos pensamientos.
Pero nunca me creí con fuerzas para ponerlos realmente en práctica,
si es que puedes creerme.
—Señora Sampedro, hay una cosa que yo
tampoco le he confesado a usted: su marido no murió al caer del
puente.
Los ojos de la mujer experimentaron un
súbito cambio. No parecía alerta, sino genuinamente sorprendida. Al
menos, eso le pareció a Lorenzo.
—¿Cómo? No entiendo... ¿quieres decir que no
murió en el acto?
—No. Quiero decir que no murió al caer del puente. Cuando cayó, ya estaba muerto.
Alguien lo arrojó desde allí arriba.
La confusión en su rostro era aún más
palpable que antes.
—¿Cómo murió entonces?
—Envenenado.
—¿Envenenado?
—Así es.
—Entonces no hay duda alguna de que fue un
asesinato —razonó Isabel.
—No necesariamente. Podría haber sido un
suicidio. Aunque luego alguien se tuvo que tomar la molestia de
tirarlo desde el puente.
—¿Sigo siendo sospechosa?
—No he venido aquí a acusarla de nada, sólo
le expongo los datos que he podido descubrir.
—¿Y cómo lo has sabido?
—He conseguido una copia del informe
policial. El que habían hecho antes de dar el caso por cerrado.
Tengo mis fuentes.
—¿No hay duda, entonces?
—El informe incluye el análisis forense.
Causa de la muerte: envenenamiento —recitó.
—¿En la comida?
—Es de suponer. En la comida o en la bebida.
El informe no lo especificaba y luego fue cuando zanjaron el asunto
con la teoría del suicidio.
—¿Crees que la policía está implicada?
El cerebro de la viuda trabajaba
rápido.
—Podría ser... pero no lo creo. En ese caso,
no lo hubiesen reabierto ahora.
—No me han llamado. Puede ser sólo
fachada.
—Puede ser. Pero yo me inclino más por otra
opción.
—¿Cuál?
—Motivos políticos, conflicto de intereses,
algo así. A alguien, por lo que sea, no le interesaba que se
investigase y decidieron cerrarlo. A otro alguien, por otros
motivos diferentes, sí le interesa volver a sacarlo a la luz, y ahí
está.
—¿Crees que la policía se pondrá en contacto
conmigo?
—Si lo hacen, sabremos que realmente es
cierto que han reabierto la investigación y que no ha sido sólo de
cara a la galería.
—¿Tengo que decirles...?
—¿Lo que me ha dicho a mí? Sólo si quiere
tener problemas. Si usted no hizo
—subrayó esa palabra— nada, no importa lo que haya pensado. El
pensamiento es libre.
—¿Aunque uno especule con matar a su
marido?
—Aunque uno especule con matar al presidente
de Gobierno.
—Ya... No me has contestado a la pregunta
que te hice antes. ¿Qué piensas de mí ahora que sabes lo que pasaba
por mi cabeza antes de su muerte?
—Me pone en un compromiso... Entiendo su
postura. A nivel ético, obviamente, no puedo aprobar su conducta...
pero tampoco soy quién para juzgarla. Mejor será que no le diga
nada de esto a la policía si no quiere meterse en problemas.
—Gracias por tu sinceridad.
Comenzaba a levantarse. Lorenzo la
retuvo:
—Espere. Hay otra cosa más: ¿ha hablado
recientemente con Margarita?
—Nos vimos hace unos días, el lunes o el
martes de noche. Vino a mi casa y estuvimos charlando un
rato.
—¿Qué día?
—Pues... el lunes debió ser, porque recuerdo
que estuvimos viendo un programa que le gusta a ella en la tele.
¿Por qué lo preguntas?
Decidió jugar limpio.
—Ayer recibió una amenaza. Le dejaron una
carta en el buzón exigiéndole que yo dejase el caso o si no que
ella y su hija se atuviesen a las consecuencias.
—¡Dios mío! Es horrible. Tendré que ir a
verla.
—No, no. Precisamente se lo estoy contando
porque eso es justo lo que no quiero que haga... De momento,
preferiría que no se pusiese en contacto con ella, ni en persona
por teléfono. Estoy encargándome del asunto a mi manera, y si ambas
colaboran, creo que podremos avanzar más rápido.
—¿Piensas seguir investigando?
—Por descontado. Para eso me ha
contratado.
—Pero no quiero que le pase nada a nadie por
mi culpa.
—Eso déjelo en mis manos.
—Si necesitas más dinero...
—De momento estoy servido. Ya la avisaré
cuando descubra más cosas.
Ambos se levantaron.
—Llámeme si la policía contacta con
usted.
—De acuerdo.
Se marcharon en direcciones opuestas: Isabel
abandonó el parque en dirección a la zona de El Molinón, mientras
Lorenzo lo atravesaba en dirección a la avenida de Castilla, por
donde había llegado. Fue entonces, y sólo entonces, cuando reparó
en la ironía: se había citado con su cliente Isabel en el parque
Isabel la Católica, frente a la estatua de ésta para más inri.
Isabel al cuadrado. Qué cosas.
En el almacén de pruebas, Maxi y Daniel no
tardaron mucho en dar con el teléfono móvil de Ricardo. Sin duda,
dicho número debía hacer las veces tanto de teléfono personal como
de empresa, pues tenía gran cantidad de llamadas, la inmensa
mayoría contestadas, y un número nada despreciable de contactos en
la agenda. Todos esos datos tendrían que ser debidamente
comprobados y cotejados, pero lo que ahora más les interesaba eran
las llamadas y mensajes recibidos la noche fatídica en la que
abandonó el mundo de los vivos. Como ya había visto Daniel en el
informe, dos números sobresalían por encima del resto: según la
agenda, los de unas tales Patricia y Diana, las únicas que le
habían llamado el día D sin obtener respuesta. De las dos, Patricia
había sido la más insistente telefoneando, aunque no había mandado
ningún mensaje; Diana, en cambio, le había mandado tres.
Mandado el viernes 9 de
julio, 19:23.
Hola!! Ya estoy en Gijón, tengo muchas ganas
de verte. Llámame cuando puedas a ver si podemos vernos esta noche.
Besos.
Mandado el viernes 9 de
julio, 22:09.
Llevo llamándote varias horas y no consigo
dar contigo. ¿Tan ocupado estás un viernes-noche que ni siquiera
puedes mandarme un mensajito o hablar conmigo dos minutos? Venga,
no te hagas de rogar. Llámame en cuanto leas esto por favor.
Mandado el sábado 10 de
julio, 1:05.
Te llamo y tu móvil dice que está apagado o
fuera de cobertura. Es muy tarde, me voy a dormir. Mándame un
mensaje cuando leas esto, estoy preocupada. Besos.
—¡Joder! Material de primera, ¿eh? —Maxi
parecía eufórico.
—Ya te digo —corroboró Daniel—. Bueno, está
claro que nuestro muerto tenía una aventura con Diana, quien quiera
que sea. Tendremos que hablar con ella.
—Y también con la otra, la... Patricia en
cuestión que tanto le llamaba.
—Y con la viuda.
—Nuestro hombre-volador era un fenómeno al
parecer —sonrió Maxi, mostrando sus amarillentos dientes—. Una
esposa y dos amantes nada menos...
—Bien, tenemos que organizarnos. ¿Nos
reunimos con Alejandro y Joserra y decidimos quién se entrevista
con quién?
—Claro, chico. La
cosa está que arde.