II Pura rutina

 

 

«Acá hay tres clases de gente: las que se matan trabajando, las que deberían trabajar y las que tendrían que matarse»
Mario Benedetti

 

—Abran Paso, por favor. —Maximiliano se aproximó a la zona, abriéndose camino entre la muchedumbre—. Apártense, por favor —repitió, mientras se acercaba al cuerpo.
Se habían personado en el lugar de los hechos en cuanto fueron informados del descubrimiento del cadáver. Maximiliano Colina, alias Maxi, era un experimentado policía, un sesentón de escaso pelo y voluminoso abdomen que había hecho de la apatía una forma de vida. Su exasperante falta de ambición y su más que notable pereza le habían impedido escalar en el Cuerpo, en el que había entrado hacía ya casi treinta años tras haber ejercido numerosos oficios antes. Por su parte, Daniel Jarillo, de pelo rubio y grandes y curiosos ojos marrones, era un joven agente con escasa experiencia pero con gran interés por el cumplimiento de la ley y por contribuir a la romántica a la par que utópica idea de hacer de éste un mundo mejor.
La ambulancia también se encontraba allí; había llegado escasos minutos antes, aunque poco podía hacer ya por aquel hombre ensangrentado que yacía inerte en el suelo bajo el puente de Moreda. Federico Polo, el forense, también estaba presente y se arrodilló junto al cuerpo para hacer un examen preliminar. Entre tanto, los policías se apartaron para dejarle hacer su trabajo.
—Deberíamos hablar con quienes le encontraron —sugirió Daniel.
—A ver —alzó la voz Maxi para que la multitud, que no quitaba el ojo de encima a los policías y a los servicios médicos, le pudiese oír con claridad—. ¿Quién de todos ustedes descubrió el cuerpo?
Juan Granda y su nieto se acercaron.
—Verá, agente —comenzó el anciano—, yo sólo...
—Aquí el que hago las preguntas soy yo —le cortó Maxi. Daniel, situado algo más atrás, puso cara de circunstancias como queriendo disculparse con el anciano por los modales de su compañero—. Mire, siento si no soy muy agradable pero no me interesa nada más que solucionar esto lo más rápido posible así que sea breve.
—Bueno, yo... en realidad fue Gonzalo quien vio el cuerpo. —Tomó aire y continuó—: Yo... siempre vengo aquí con él los sábados por la mañana, para que los padres de Gonzalo puedan descansar un poco y...
—Sí, sí, eso está muy bien —le cortó nuevamente Maxi, aunque en esta ocasión hizo una mueca que pretendía parecerse a una sonrisa—. Así que fuiste tú el que vio el cadá... —Daniel le dio un pequeño codazo. Maxi le fulminó con una mirada asesina, aunque cambió su discurso—: Cuéntame, pequeño, ¿qué fue lo que viste?
Gonzalo tenía cara de haber estado llorando y se agarraba con fuerza a la mano de su abuelo. Éste le miró con compasión y trató una vez más de interceder inútilmente.
—Agente, lo que vimos fue un zapato y...
Maxi ignoró el comentario de Juan y repitió la pregunta al pequeño:
—¿Qué fue lo que viste, lo recuerdas?
Gonzalo asintió con la cabeza, aunque estaba claro que no le hacía mucha gracia tener que recordarles a los agentes qué había descubierto.
—Déjame, Maxi —tomó la palabra Daniel. Maxi no estaba muy conforme pero le dejó seguir—. Así que hoy has venido al parque con tu abuelo como todos los sábados, ¿no?
—Sí.
—¿Y según pasabais por aquí has visto algo? ¿El zapato de un hombre?
—Sí.
—¿Y cómo estaba colocado?
—Así... —dijo el crío, girando su cuerpo para indicar que el cadáver estaba de lado—. ¿Se va a poner bien? —preguntó con un hilillo de voz.
—Eh, bueno... —Daniel no sabía qué decir. Miró al abuelo para ver hasta qué punto podía informar al niño—. Esto, los médicos van a hacer lo que puedan, intentarán curarle, no te preocupes —respondió al fin, haciéndole una carantoña en el pelo.
—¿Entonces no se va a morir? —dijo ahogando un sollozo.
—Mira, lo importante ahora es que nos digas si viste alguna cosa más que te llamase la atención. Así podremos pillar a los malos y que no le hagan daño a nadie más, ¿vale? Piénsalo un poco. ¿Aparte del zapato viste alguna otra cosa?
El crío se quedó pensando por un instante y luego negó con la cabeza.
—Bien, por ahora es todo —terminó Daniel.
—¿Podemos irnos ya? —preguntó esperanzado el abuelo.
—Sí, aunque les tendremos que tomar los datos por si tenemos que volvernos a poner en contacto con ustedes.
—De acuerdo.
Maxi se adelantó, malhumorado por no haber podido hacer él las preguntas, y se aproximó al forense.
—¿Tú qué opinas, Federico? —le preguntó—. ¿Se ha echado a volar o le han echado una manita? —Y sonrió enseñando su amarillenta dentadura como si hubiese hecho un chiste realmente gracioso.
—Es pronto para hacer conjeturas pero, teniendo en cuenta las contusiones, la posición en la que dicen que lo encontraron y —alzó la vista hacia el puente— la indiscutible dificultad de hacer pie en la barandilla de ahí arriba, yo diría que es muy complicado que se haya caído él solo.
—Sugieres, por tanto, que lo han asesinado —intervino Daniel, que fue de inmediato reprendido por Maxi.
—¿Quieres dejar que los mayores hagamos nuestro trabajo, chico?
A Daniel le sacaba de sus casillas que su veterano compañero le llamase «chico» pero se abstuvo de hacer ningún comentario. Maxi continuó hablando con el forense:
—Entonces, ¿de verdad crees que no es un suicidio?
Federico puso los ojos en blanco por un momento, mientras se desprendía de los guantes de goma y se ponía en pie.
—A falta de un análisis más detallado, yo apostaría cuatro contra uno a que no lo es.
—Bueno, ya veremos —graznó Maxi, sin duda molesto por verse ante la tesitura de iniciar una compleja investigación y todo lo que ella podía conllevar.
—En fin, si me disculpáis... —Federico Polo terminó de recoger su instrumental y se marchó.
Maxi se quedó pensativo durante unos instantes, frotándose el mentón con la mano derecha. Daniel le sacó de su ensimismamiento.
—Parece que al fin vamos a tener un caso interesante.
—Que sea la última vez —bramó Maxi—, la última vez —remarcó— que me quitas la palabra de la boca para interrogar a alguien.
Su joven colega estuvo tentado de contestarle algo pero en última instancia se mordió la lengua y tragó saliva.
—¿Te ha quedado claro, chico?
—Sí —fue su lacónica respuesta.
—Es posible que este verano se presente movidito... pero no será por andar investigando a gilipollas que deciden intentar volar —concluyó con voz áspera y se dirigieron al coche mientras observaban cómo los servicios médicos se hacían cargo del cuerpo y lo metían en la ambulancia.

 

—Bueno, pues no ha estado mal. La verdad es que al principio fue duro, pero finalmente ha salido todo a pedir de boca. —Se mostraba muy confiado en aquellos momentos. Fue a la nevera y sacó un tetrabrik de litro de zumo de naranja. Cogió un vaso y lo llenó—. Eso sí —continuó su monólogo, mientras alzaba el vaso triunfante, brindando consigo mismo— la próxima vez será más difícil, así que tendré que hacerlo mejor. Como dijo Cicerón —concluyó visiblemente satisfecho—, «cuanto mayor es la dificultad, mayor es la gloria» —y vació de un solo trago el vaso.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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