XXIX Filólogo por un día
«A veces, las preguntas son más importantes
que las respuestas. ¿Por qué ocurre esto? ¿Qué son ellos? ¿Por qué
ellos y no otros? ¿Por qué ahora? ¿Qué significa todo?»
Héroes (serie de
televisión)
—Y por eso la estrategia que debemos aplicar
no puede ser continuista sino innovadora. Eso es lo que demanda el
mercado y eso es lo que nosotros podemos aportar. Y ahora le cedo
la palabra a mi compañera Diana, que les explicará las medidas
concretas que se pueden llevar a cabo.
María Jesús regresó a su silla en la mesa de
la sala de reuniones y dejó en la pantalla del ordenador la
presentación de diapositivas abierta por el apartado por el que
debía comenzar Diana Zamora. Ésta necesitó unos cuantos segundos
para percatarse de que todas las miradas se habían posado sobre
ella. Se puso en pie, se atusó levemente su media melena castaño
claro y trató de concentrarse en las diapositivas.
Desde la llamada telefónica de Lorenzo dos
días antes, haciéndose pasar por policía, no dejaba de darle
vueltas a la muerte de Ricardo. Pese a que inicialmente habían
dicho lo contrario, parecía que ahora la policía estaba interesada
en investigar si su ¿amante? —no sabía muy bien qué palabra
emplear— había sido asesinado o no. Y el remover ese asunto sólo le
traía dolor, y sufrimiento, y malos recuerdos. Además, ella lo
había llamado aquel fatídico día, y le había enviado varios
mensajes (qué curioso, pensó, el agente no conocía el contenido o
incluso la existencia de aquellos mensajes). Iba a ser una semana
dura.
Llevaba un rato exponiendo sus ideas con el
piloto automático y no se había dado cuenta de que uno de sus
potenciales socios tenía la mano levantada, demandando la vez para
hacer una pregunta. Se recompuso y le cedió el turno. Tenía que
centrarse en el trabajo. Al menos hasta que volviese a llamarla
aquel policía. Que lo haría. No le cabía ninguna duda.
Lorenzo ojeaba la carta del local mientras
esperaba la llegada de Sandra Moreno y su marido. Se había citado
con ellos en el Ébano Café, una cafetería-restaurante situada en la
calle Matemático Pedrayes, en las proximidades de la estación de
ferrocarril. El local, especialmente reconocido por la calidad y
originalidad de sus pinchos, además de por ofrecer cocina
tradicional asturiana, había cambiado recientemente de
instalaciones, abandonando su antigua ubicación en la avenida de
Portugal, por esta otra, un poco menos céntrica aunque decorada con
mucho gusto y estilo. Seguramente había salido ganando con el
cambio.
Cuando Lorenzo llegó, había una única mesa
libre en lo que él consideraba una buena zona, de cara al resto de
mesas para poder observarlo todo, así que no lo dudó y se sentó en
ella. Uno de los camareros, elegantemente uniformado con chaleco
gris, camisa blanca y corbata roja, se le aproximó de
inmediato.
—Un Nestea.
Una mujer delgada y menuda, de unos treinta
y muchos y apariencia frágil entró en el Ébano acompañada de un
hombre alto, robusto, de frente ancha y mandíbula fuerte. Se
quedaron en la barra sin prestar atención a las mesas. Lorenzo los
observó en silencio durante un par de minutos. No parecían estar
buscando a nadie, así que optó por permanecer en su sitio. Una
nueva pareja, esta vez de parecida estatura y complexión y de
mediana edad, fueron los siguientes en aparecer. Culebrearon entre
las mesas hasta encontrar una libre y allí se quedaron, tomándose
un descafeinado ella y un café con leche él. Falsa alarma
nuevamente. Lorenzo repasaba mentalmente qué preguntas quería
efectuarles al corredor y su mujer cuando viniesen. Tan absorto
estaba en sus meditaciones que tardó unos segundos en darse cuenta
de que una mujer de escasa estatura y curvas generosas se dirigía
hacia su mesa.
—¿Es usted Iván Muelas?
—Sí, soy yo. —El detective se levantó y le
tendió la mano a la mujer. Ésta se la estrechó con suavidad. ¿Por
qué casi todas las mujeres daban la mano con tan poca firmeza, como
si deseasen un beso en vez de un apretón?—. Usted debe ser Sandra.
Siéntese por favor. —La mujer, que representaba unos treinta y
pocos años, escogió la silla en diagonal a Lorenzo—. Y me puede
tutear, por cierto.
—De acuerdo. Tú a mí también. Bueno, lo
primero de todo disculpa el retraso —Lorenzo no le dio importancia,
apenas pasaban cinco minutos de la hora—, pero es que finalmente,
como puedes ver, mi marido no ha podido venir.
—No pasa nada. Además, yo también acabo de
llegar.
—La verdad es que no me ha sido fácil
venir... Mi marido piensa que...
Un camarero, diferente al primero pero
vestido de idéntica forma, se acercó para ver qué quería Sandra. La
frase quedó suspendida en el aire hasta que estuvieron solos de
nuevo.
—Me estabas diciendo que tu marido... —instó
Lorenzo.
—Mi marido está un poco raro desde hace unos
días. —Parecía querer decir algo más pero se detuvo. Respiró hondo
y continuó—: Bueno, eso no importa. El caso es que está algo
irritable y no le apetecía mucho reunirse con nadie, no te
ofendas.
—Descuida.
—De todos modos he hablado con él. Ya te
digo que no estaba muy receptivo, bueno, no sé por qué te estoy
contando esto... —Se medio sonrojó. Lorenzo hizo gestos de que no
pasaba nada. El camarero llegó al rescate, trayendo una Coca-Cola
para Sandra. Ésta, al fin, retomó la palabra—: Como te decía, hablé
con mi marido porque él siempre sale a correr por el parque de
Moreda los fines de semana por la mañana. Bueno, antes de nada,
¿tendrías una foto de tu mascota? Es que a ver si estoy metiendo la
pata pero creo que es de ésos pequeñitos, blancos, tan monos,
¿no?
El detective sacó una fotografía de un sobre
de su cazadora y se la mostró. Ella asintió al verla.
—Sí, a esa raza me refería. Le pregunté a
Jorge, mi marido, hace un par de días, cuando vi el anuncio en el
periódico, que si había visto algún perro así aquel día y primero
me dijo que no pero al final, a regañadientes, me dijo que creía
que sí, pero que no estaba totalmente seguro. Sé que no es mucho
pero...
No era mucho, no. Lorenzo se preguntaba qué
quería decirle realmente aquella
mujer.
—Al menos sabemos que es posible que se lo
llevase alguien allí mismo en el parque. Es que ni siquiera sabemos
eso a ciencia cierta —respondió Lorenzo, más que nada por mantener
el diálogo abierto, por no dejar que el silencio se impusiese como
barrera.
—Es que aquel día... aquel sábado fue un día
extraño.
—¿Sí?
—Supongo que sabes lo del cadáver que
encontraron bajo el puente.
Acabáramos. Vaya que si lo sabía.
—Sí, le dieron bastante bombo en la prensa
los primeros días, aunque ahora parece que se hayan olvidado del
tema.
—Pues lo cierto es que aquel día también fue
extraño para mí, para nosotros. Resulta que Jorge regresó a casa
mucho antes de lo habitual. Me contó que se había torcido un
tobillo y que por eso había dejado de correr. Pero su
comportamiento era muy atípico. Al llegar de hacer deporte, lo
primero que hace siempre es ducharse, y ese día me lo encontré
sentado en el sofá, con la ropa de correr aún puesta.
—Quizá le dolía el pie.
—No importa... se hubiese duchado
igualmente. Es un poco... maniático de la higiene, por decirlo
así.
—Ya.
—Y además cuando le pregunté por el perro,
por tu anuncio, se mostró muy esquivo. Me oculta algo. Lo sé, pero
no sé qué es.
Lorenzo se le quedó mirando sin saber muy
bien qué decir.
—Supongo que te preguntarás por qué te estoy
contando todo esto. —Lorenzo hizo un gesto neutro, que podría ser
interpretado como asentimiento—. Es que creo que, por absurdo que
resulte, puede tener que ver con tu perro. Eso o... —Se mordió el
labio inferior y elevó la mirada al techo. El detective estaba
completamente desconcertado pero atinó a preguntar:
—¿Crees... no sé... que puede haber visto a
quienes se llevaron a Sprocket?
—Sí, podría ser. O incluso puede que él haya
tenido algo que ver en la operación, aunque no concuerda con su
forma de ser habitual... pero es que lleva un par de semanas
comportándose de forma tan extraña que no sé qué pensar.
—¿Y eso otro que has dicho sobre el cuerpo
que encontraron en Moreda, bajo el puente? ¿Crees que puede haber
visto algo relacionado con ese asunto y de ahí su extraño
comportamiento?
Un tiro al aire. Una de sus
especialidades.
—Diríase que me lees la mente —respondió
asombrada Sandra.
Un pensamiento algo alocado pasó por la
cabeza del detective. Decidió posponerlo y preguntó:
—¿Te comentó algo sobre ese asunto?
—No, al contrario. No quiso, no quiere hablar de nada que tenga que ver con ese
tema.
—¿Conocíais al muerto?
—De nada.
—¿Podría conocerlo tu marido tal vez?
—No, no, ninguno de los dos. Vamos, me lo
hubiese dicho. —Su voz se mostró dubitativa. Luego se reafirmó en
su opinión—: Si fuese amigo o conocido suyo, me lo hubiese dicho.
Con toda seguridad.
—No sé, es un poco raro todo esto. —Se
produjo un breve silencio—. ¿Se te ocurre entonces por qué estaría
tan agitado?
—Agitado. Ésa es la palabra correcta. Otra
vez me has leído la mente. —Lorenzo sonrió con calidez—. Hace días
que está agitado; no todo el tiempo, sólo a ratos. En particular
cuando sale el tema de Moreda, de tu perro o del cadáver.
—¿Ha vuelto a ir por el parque desde el
suceso?
—Sí, fue a la semana siguiente como si nada.
Y no parecía especialmente preocupado.
Lorenzo cambió de estrategia. No parecía que
por ahí fuesen a llegar a ningún lado.
—Puede que sea un poco absurdo preguntar
esto pero... ¿crees factible que tenga en su poder a Sprocket? ¿Que
de alguna manera lo tenga «secuestrado» digamos?
Sandra respondió sin dudar ni un
instante.
—No, imposible. Si lo tuviese encerrado en
algún lado, tendría que ir a verlo, a darle de comer, habría
modificado sus hábitos, algo. Al margen de la especie de paranoia
que le da cuando sale el tema de Moreda, por lo demás se comporta
normal. No sale ni más ni menos que antes, no se ausenta de casa,
no viene oliendo a perro ni trae pelos en la ropa. Si estuviese
escondiendo a algún animal, yo lo habría notado. No tiene a
Sprocket, eso seguro.
—¿A qué os dedicáis, si no es
indiscreción?
—Yo estudié Empresariales, y trabajo
llevando la contabilidad de una pequeña empresa familiar, Fermari,
no creo que la conozcas. —A Lorenzo no le sonaba de nada—. Mi
marido hizo Magisterio y trabaja como profesor de primaria en el
colegio público Asturias.
—Yo estudié Filología inglesa —se adelantó
Lorenzo, antes de que la mujer preguntase—. Doy clases de inglés, a
veces en alguna academia y otras veces, como ahora con la crisis,
por cuenta propia.
—El inglés nunca ha sido mi fuerte. Quizá en
algún momento tengas que darme clases.
Ambos sonrieron. Lorenzo terminó de beberse
su refresco. Sandra hizo lo propio. No había nada más que contar.
El detective sacó su cartera e impidió que la mujer sacase la suya.
Dejó el dinero sobre el platito con la cuenta.
—Yo invito. Es lo menos que puedo
hacer.
—Siento no haber sido de más ayuda.
—No te preocupes; en realidad, me has dado
algunas ideas sobre cómo continuar la búsqueda.
—Espero que puedes encontrarlo.
—Dicen que la esperanza es lo último que se
pierde... Bueno, muchas gracias por tu intención y por tu tiempo.
Ya tienes mi número —ella asintió mientras ambos se levantaban—, y
yo también tengo el tuyo en el móvil, así que quizá volvamos a
hablar. Espero que no te importe si te llamo en unos días si se me
ocurre alguna pregunta...
—No hay problema.
Caminaron hasta la salida y Lorenzo le cedió
caballerosamente el paso en la puerta. Se despidieron y cada uno
fue en una dirección. Necesitaba averiguar unos datos urgentemente.
Tenía que contactar con Miguel y con su amigo común, Roberto el
informático.
La tarde-noche del viernes era uno de los
momentos preferidos de la semana para Miguel Canales. No sólo podía
comenzar a disfrutar de un merecido descanso tras cinco días de
trabajo abstracto, complejo y mal remunerado, sino que podía
dedicarse de pleno a sus numerosos hobbies, tales como la lectura, la escritura, los
deportes por televisión, la música, el cine y, cómo no, los
múltiples torneos de videojuegos online,
cuyas partidas se concentraban especialmente a lo largo del fin de
semana. En concreto, ese viernes tenía por delante dos: una carrera
de MotoGP y el cuarto partido de la NFL de fútbol americano.
Tras engullir un sabroso cruasán a la
plancha relleno de todo lo que encontró a mano, se metió en su
habitación, con un par de botes de Coca-Cola, presto y dispuesto
para la quinta carrera del mundial de motociclismo: el Gran Premio
de Italia, con sede en Mugello donde, en la vida real, Valentino
Rossi había establecido un récord difícilmente superable: siete
victorias consecutivas, superando así la marca del australiano Mick
Doohan. Manejando los imaginarios hilos de Randy de Puniet, esta
vez Miguel lo tendría difícil, pues partía desde un discreto
undécimo puesto en la cuarta fila de la parrilla. Tras la vuelta de
calentamiento, los pilotos se situaron en sus puestos, concentrados
en la luz roja de los semáforos para salir abriendo gas a
tope.
Ana Parra aparcó el coche en el garaje. Se
entretuvo unos instantes en salir del vehículo mientras respondía a
un mensaje de móvil de una de sus amigas, que le preguntaba si
estaba libre para salir ese fin de semana. La tarde-noche del
viernes, al igual que la del sábado, solía ser el mejor momento
para reunirse con ellas, aunque lo cierto es que esa semana había
tenido bastante trabajo y tenía más ganas de quedarse en casa
tirada en el sofá que de otra cosa. Accedió, vía SMS, a salir con
ellas el día siguiente por la noche.
Se bajó del coche y salió del garaje. Una
vez en la calle, encaminó sus pasos hacia la casa de su madre, a un
par de bloques de distancia. Los fines de semana que no salía por
ahí de marcha acostumbraba a acercarse a verla, y la ayudaba con
alguna tarea de la casa, o simplemente a preparar la cena, y
charlaban de cualquier cosa. Desde la muerte del padre de Ana,
Margarita se sentía un poco sola y realmente agradecía la compañía
de su hija. Llegó al que durante muchos años había sido su portal y
sacó la llave, que aún conservaba. A una cierta distancia, un par
de ojos castaños no perdían detalle de los movimientos de la amiga
del detective privado.