VII Punto muerto
«La vida es muy peligrosa. No por las
personas que hacen el mal, sino por las que se sientan a ver lo que
pasa»
Albert
Einstein
Federico Polo estaba reunido con Maxi Colina
y Daniel Jarillo. Llevaba puesta una camisa verde fosforito con las
mangas enrolladas hasta los codos y un pantalón vaquero de un color
indefinido e indescriptible que no combinaba en absoluto con la
camisa. Pese al informal atuendo, en su rostro la preocupación era
evidente.
—¿Qué tienes? —Maxi no se caracterizaba
precisamente por su paciencia.
—Lo que tengo no os va a gustar mucho... —Se
aclaró la voz y continuó—: No cabe duda de que se trata de un
asesinato.
—Eso ya lo decidiremos nosotros. Tú haz tu
trabajo y nosotros haremos el nuestro. ¿Cómo murió el
hombre-volador? Y en palabras llanas, que lo entendamos a la
primera.
Federico esbozó una casi inapreciable mueca
irónica y contestó a la pregunta.
—Envenenado. Le administraron una gran
cantidad de... —rehusó utilizar términos técnicos— bueno, un
derivado de la morfina; suficiente cantidad como para haberse
cargado a un caballo. Disuelto con la bebida el sabor es
inapreciable. Teniendo en cuenta la hora a la que se encontró el
cuerpo, el rígor mortis y lo poco que tarda en hacer efecto tal
cantidad de veneno, el momento de la muerte se sitúa cuando menos
media hora o tres cuartos de hora antes de ser arrojado desde el
puente. Cuando le tiraron al vacío, indudablemente ya estaba
muerto. Las contusiones y fracturas que se produjo son post mortem. Como veis —dirigió la mirada
principalmente a Daniel, que asentía con la cabeza—, no hay ninguna
duda de que no pudo ser accidental ni voluntario.
Maxi no estaba muy conforme con lo que
estaba oyendo.
—¿Me estás diciendo que lo liquidaron
dándole de beber un veneno? Como en las novelas de la paisana
ésa... ¿cómo se llama, chico?
—Agatha Christie —apuntó Daniel.
—¿Cómo en las novelas de la Agatha esa?
Venga ya, que estamos en el siglo XXI.
—Podrá ser un método anticuado, no lo niego,
pero las pruebas son irrefutables.
—¿O sea que lo mataron, lo subieron al
puente y lo tiraron desde allí en un torpe intento por obstruir las
investigaciones?
—Ése es vuestro trabajo.
—Bueno, no fastidies y contesta. ¿Qué
puñetero sentido tiene todo esto? ¿El criminal puede ser tan
imbécil como para creer que no nos íbamos a dar cuenta de la
verdadera causa de la muerte?
Daniel intervino para preguntarle al
forense:
—¿Qué posibilidades habría de que vuestro
examen médico no hubiese detectado el veneno?
—Creo que no es muy habitual decir esto, en
mi campo no hay nada exacto al cien por cien pero... Yo diría que
ninguna.
—¿Y si no hubiésemos dado con el cuerpo
hasta dentro de un tiempo?
Federico se rascó la barbilla con
parsimonia.
—Tendrían que pasar muchos días para que no
detectásemos nada.
—Así que podríamos decir —concluyó Maxi— que
o el asesino es tonto del culo, o le importaba un bledo que
supiésemos que no había sido un suicidio.
—Yo tengo otra teoría. —Daniel se adelantó a
la respuesta de Federico—. ¿Y si es un asesino en serie? El típico
al que le gusta la notoriedad, que juega con sus víctimas, que mata
dejando pistas para que los polis le persigamos...
—Joder, estamos aviados. Tenemos un asesino
que mata inspirándose en novelas policiacas y un poli que tiene
pájaros en la cabeza de tanto ver series por televisión. Menudo
panorama.
—Hablaba en serio —protestó Daniel—. Si no,
¿qué sentido tiene?
—Si me permitís la opinión —participó
Federico—, yo creo que no responde al perfil de asesino en serie...
Al menos de momento.
—Ábrenos los ojos, oh, maestro —se burló
Maxi.
Federico pasó por alto la socarronería del
policía.
—En primer lugar sólo hay una víctima, ¿no?
—Ambos policías asintieron—. Y además parece un crimen muy
chapucero. Los psicópatas suelen ser gente inteligente,
trastornada, pero con cierta capacidad e ingenio. Este crimen no
parece algo pasional sino más bien un sinsentido, una chiquillada,
algo absurdo y pueril.
—En fin, supongo que tendremos que ponernos
manos a la obra —sentenció quejumbroso Maxi—. Federico.
—Maxi.
—Vamos, chico,
tenemos trabajo que hacer.
Luisa Marqués-Bayón se había presentado en
comisaría luciendo una chaqueta de un azul muy pálido y una falda
de un gris muy oscuro que no acababan de conjuntar. En la chaqueta
tenía prendido un broche en forma de flor y debajo llevaba una
blusa rosa salmón que alguna vez había estado de moda. Se había
perfumado con excesiva generosidad, e iba dejando un tufo a colonia
rancia allí por donde pasaba. Todo esto lo completaba, además, con
no menos de medio kilo de maquillaje. Pablo, el policía que se
había encargado de tomarle declaración, no había podido evitar
resoplar al verla aparecer.
—Aquí llega Blanche Devereaux —le había
dicho con sorna un compañero mientras lo abandonaba para ir a
comprar una caja de donuts—. Toda tuya.
—¿Es usted la señora Marqués? ¿La que ha
llamado por teléfono para hablar sobre el caso del puente de
Moreda?
Ella asintió con un teatral movimiento de
cabeza.
—Pase por aquí, por favor. —Y le abrió la
puerta de un despacho mientras ella entraba dejando a su paso una
bocanada de perfume—. Yo le tomaré declaración. Siéntese, por
favor.
Luisa se sentó, alisando la falda sobre sus
rodillas.
—Antes de nada, necesito comprobar algunos
datos, si no le importa. Mmm —consultó sus apuntes— según me dijo
por teléfono, se llama usted Luisa Marqués Bayón y vive en la calle
Puerto de San Isidro, ¿correcto?
—Así es.
—Bien, ¿me puede decir cuántos años
tiene?
—Yo... —El rubor sin duda hubiese teñido sus
mejillas si no fuese por la copiosa capa de maquillaje que llevaba
encima—. Cuarenta y ocho...
Pablo la miró con cierta incredulidad.
—Cincuenta y cuatro —se corrigió a sí misma,
visiblemente contrariada por tener que confesar tan vergonzoso
dato.
—De acuerdo. ¿Marido, hijos?
—No. Nada de eso.
—Es usted soltera, entonces.
—Así es.
—Muy bien. Cuénteme entonces, ¿qué fue lo
que vio en el parque?
—Verá —comenzó, juntando las manos
beatíficamente sobre el regazo—, yo había salido de casa temprano
porque ahora en verano los sábados me gusta madrugar un poco para
ir a pasear y aprovechar el buen tiempo, ¿sabe?
Pablo murmuró interiormente «menuda chapa me
va a soltar ésta», aunque no emitió ningún comentario.
—No siempre hago la misma ruta, unas veces
camino por mi barrio, otras veces...
—Sí, me hago cargo. En esta ocasión, ¿a
dónde fue?
—Fui en dirección al parque de Moreda
—suspiró, como si le supusiese un esfuerzo recordar—. Ustedes los
policías lo conocerán bien también, les queda casi al lado de
aquí.
Pablo no contestó ante la obviedad del
comentario y se limitó a asentir con la cabeza.
—Ahora en verano es un lugar agradable para
pasear, salvo cuando está por allí alguno de esos chavalillos con
perros enormes, de ésos a los que les gusta azuzarlos para que
ladren y armen follón y todo eso. —El policía mantenía la mirada
fija en la señora, aunque por su imaginación pasaban imágenes de
islas tropicales con bellas chicas en bikini, cocoteros, hamacas y
bebidas con sombrillitas—. Yo voy a menudo por allí; además ahora
—hizo una pausa dramática para decir en un susurro— como se acercan
las elecciones, lo han arreglado bastante: cada poco cortan el
césped, hay más gente limpiando las papeleras, recogiendo basura y
todo eso.
Pablo dejó evaporarse su sueño a tiempo para
preguntarle:
—Sí, pero lo que realmente nos interesa
saber es qué fue lo que vio allí, señora.
—Está siendo un tanto grosero, jovencito
—dijo con afectada irritación.
El agente se abstuvo de entrar al trapo y
moderó su tono para decirle:
—Por favor, señora, lo único que trato de
decirle es que estamos llevando a cabo una investigación
importante, tenemos un hombre muerto y queremos encontrar al
responsable... si es que lo hay, así que sería muy valioso para
nosotros si no se anduviese tanto por las ramas y pudiese decirnos
exacta y concretamente qué vio cerca del parque de Moreda.
—Pero pensé que les sería de ayuda que les
explicase cómo llegué a ello.
—Sí, señora, lo es, su testimonio es
importante. —«Madre mía, lo que hay que aguantar»—. Por favor,
continúe.
—Pues, como le decía —se recompuso en su
asiento y empezó a gesticular melodramáticamente con las manos—, de
la que me dirigía al parque vi a lo lejos a un hombre revolviendo
entre los matorrales.
—¿A lo lejos? ¿No le vio la cara?
—Le vi lo suficiente como para saber que
aquello que hacía no era normal.
—Bien. ¿Puede describirme a ese hombre? ¿Qué
aspecto tenía?
—Bueno, no le vi la cara —el policía se
mordió los labios, poniendo los ojos en blanco y meneando la cabeza
para los lados aunque Luisa no se percató pues estaba muy ocupada
en gesticular y mirar al techo, como si allí se encontrase la
inspiración que necesitaba para recrear la escena—, pero yo diría
que era joven. Treinta y pocos seguramente, y parecía estar en
forma.
—¿Recuerda qué llevaba puesto?
—Sí, recuerdo perfectamente cómo iba
vestido. —Paró unos segundos, quizá en parte para hacer memoria,
quizá únicamente por darle un mayor dramatismo—. Llevaba una
camiseta roja o rosa o de algún tono parecido, y un pantaloncito
negro o muy oscuro, de esos cortos, para hacer deporte, ya
sabe.
—¿Alto/bajo, gordo/delgado,
melenudo/calvo?
—Estatura media, complexión normal, tirando
a delgado quizá. Tenía el pelo más bien corto, pero no
rapado.
El policía tomó algunas notas y siguió
preguntando:
—¿Y qué fue lo que hizo en los
matorrales?
—En ese momento no lo entendí bien. Me
pareció —nueva pausa dramática—, me pareció como si estuviese
ocultando algo, escondiendo algo para que nadie más lo pudiese ver;
además miraba de forma muy sospechosa para los lados, como si
temiese que alguien le viese.
—¿Y no la vio a usted?
—No, no. Vamos... —la duda se apoderó de
ella durante unos instantes—, no lo creo, no. Aunque no puedo estar
segura al cien por cien, claro —admitió.
—¿A qué distancia se encontraba usted?
—No sabría precisar... Nunca fue mi fuerte
calcular distancias —se excusó.
«Pues con el cuento que le echas, quién lo
diría».
—¿Lo suficiente para verle de cuerpo entero
pero no su cara?
—Sí, eso es.
—Bien. ¿Había alguna otra persona por
allí?
—No, nadie más. Sólo él y yo. Bueno, y el
cadáver, supongo, aunque yo aún no lo sabía.
—¿Y qué hizo luego él?
—Cuando estuvo conforme con lo que había
ocultado allí, se marchó corriendo.
—¿Rápido o en plan footing?
—Rápido, a toda prisa.
—¿Pasó a su lado?
—No, qué va. Fue en dirección opuesta.
Pablo fingió tomar alguna nota más, aunque
hacía rato que había decidido que todo lo que contaba aquella mujer
era bastante insustancial.
—Bien, ¿alguna otra cosa?
—¿No le resulta muy sospechosa su
actitud?
Pablo suspiró antes de decir:
—Desde luego, muy normal no parece —«señora,
no nos maree con chorradas»—, pero de momento no podemos hacer
mucho sólo con esto.
—Siento no poder decirles más, es que es
todo lo que vi y cuando me enteré del crimen en las noticias, pensé
que debía contarles lo que había visto.
—Sí, sí, ha hecho usted muy bien en
avisarnos, sólo le digo que tenemos que seguir investigando otras
pistas. Si no tiene nada más que añadir... —Y se levantó, para que
ella hiciera lo propio.
—No, supongo que eso es todo.
«Sí, yo también lo supongo». La acompañó
hasta la puerta y se despidió de ella con engañosa educación.
Después, sus tripas rugieron fugazmente, lo que le hizo recordar
que su compañero estaría a punto de volver con los donuts. Mientras
lo esperaba, se volvió a dejar llevar mentalmente por la visión de
islas tropicales, chicas en bañador y refrescantes bebidas
adornadas con alegres a la par que ridículas sombrillitas.
—¿Tú crees que me quedan bien?
Sara aún albergaba dudas sobre las compras
realizadas. Lorenzo, sin embargo, lo tenía bastante más
claro.
—Te quedan genial, las dos. —Sara se había
comprado un par de camisetas veraniegas, una de un vistoso tono
fucsia con mariposas blancas en el centro, y otra en color azul
oscuro con unos pequeños dibujos abstractos en amarillo—. ¿A dónde
vamos ahora?
—A donde quieras tú, yo ya he terminado lo
que tenía que hacer.
Él se quedó pensativo durantes unos segundos
y luego propuso:
—Con este calor... ¿qué te parece un
granizado? Podíamos ir a Roma.
—Vale, perfecto.
Lorenzo y Sara caminaban por la calle
Menéndez Valdés en dirección a la plaza de San Miguel, conocida
vox populi como «la Plazuela San Miguel»
o simplemente «la Plazuela», una plaza o glorieta ovalada de unos
cien metros, con un pasillo central con numerosos árboles y bancos
de madera dispuestos a la sombra, y un par de pasillos laterales
con una zona ajardinada con abundantes flores y más árboles. Una
madre, acompañada por sus dos hijos pequeños, se acercó al kiosco
ubicado en la zona central para comprarles golosinas. Un poco más
allá, un grupo de músicos amateur
afinaban sus instrumentos sobre un entarimado ante la atenta mirada
de un nutrido grupo de viandantes, que se había detenido delante de
los jóvenes para escucharles tocar. Lorenzo y Sara bordearon la
Plazuela por su lado izquierdo y cruzaron la calle hasta llegar a
Il Caffe di Roma, una cafetería de gran solera en la ciudad, dada
su céntrica ubicación y su amplia oferta de cafés, tés, refrescos y
helados. Como era habitual en verano, el local estaba a rebosar y
la terraza estaba completamente llena, pero lograron encontrar una
mesa libre en el interior.
—Un granizado de limón —pidió ella.
—Yo uno de naranja.
Sara cogió la carta de cafés para
abanicarse.
—¿Entonces qué día vamos a la Semana
Negra?
—Estuve ojeando antes el programa en la
web... Mañana viene el griego, Márkaris, así que podía estar bien
ir.
—¿Vas a hablar con él?
La conversación fue temporalmente
interrumpida por la camarera, que cada día aparecía con un peinado
diferente, quien trajo los granizados y dejó además un platillo con
la cuenta. En cuanto se fue, Lorenzo contestó a la pregunta.
—No sé... Por una parte me gustaría, pero me
da palo. Aparte, tendría que ser en inglés, y no estoy muy seguro
de si nos entenderíamos. Jaritos, el prota de sus novelas, sólo lo
chapurrea y yo me imagino que es su álter ego así que...
—Ya, bueno, como quieras.
—Lo que no sé es si llevar algún libro para
que me lo firme... En fin —tomó un sorbo de su granizado—, mmm, qué
rico —exclamó—, no sé lo qué haré, supongo que lo tendré que
consultar con la almohada.
En la cafetería no paraba de entrar y salir
gente. De la mesa de al lado se acababa de marchar una pareja joven
con un crío en carricoche y había sido rápidamente ocupada por un
matrimonio de la tercera edad con pinta de extranjeros. Él, de
escaso pelo blanquecino, llevaba una estrambótica camisa hawaiana
con todos los colores conocidos y algún otro por descubrir, un
pantalón blanco a la altura de la rodilla y los clásicos calcetines
blancos bien subidos y felizmente conjuntados con chanclas. Ella,
de largo y estropajoso cabello grisáceo y gafas transparentes, con
un aire a lo Donna Leon pero entrada en kilos, llevaba una blusa
blanca con rayas rosas, un pantalón largo negro y unas sandalias
marrones. Miraron con cierta curiosidad hacia los granizados de
Lorenzo y Sara, aunque cuando fueron atendidos pidieron sendos
helados de cucurucho, ella de nata y fresa, él de chocolate y
vainilla.
—¿Y qué peli vamos a ver hoy? —retomó la
conversación Sara.
—¿Hoy?
—Sí, es lunes... es «noche de cine»,
¿no?
—Pensaba que era «noche de Halo». —Ambos se
rieron con la alusión a la comedia televisiva The Big Bang
Theory.
—¿No te acordabas?
—Sí, sí, que aún esté con resaca metafórica
por ser campeones del mundo no quiere decir que no sepa en qué día
vivo. Para hoy tenía pensado... Pensaba darte tres opciones, una de
CiFi, una policiaca y una comedia.
—¿Concretamente?
—Pues... —Lorenzo hizo memoria—. Por un
lado, tenemos Whiteout, la policiaca. La
prota es Kate Beckinsale y va de que encuentran un cadáver en medio
de la nieve, presuntamente víctima de asesinato, y tienen que
investigarlo mientras se aproxima una gran tormenta de nieve. La de
CiFi es El sonido del trueno, no sale
ninguno muy conocido salvo Edward Burns y Ben Kingsley y, por la
pinta, debe ser un poco una mezcla entre Parque Jurásico y Regreso al
futuro, pero no tan guay, claro. Estamos en no sé qué año del
futuro y un «millonetis», americano por supuesto, tiene una empresa
que ofrece viajes en el tiempo a la época de los dinosaurios, pero
en uno de los viajes, como no podía ser de otra manera, alguno la
arma y cambian algo del pasado que, cómo no, tiene repercusiones en
el futuro. Y hasta ahí puedo leer, entre otras cosas porque no sé
más.
—Tienen muy buena pinta las dos.
—Y todavía falta la otra, la cómica. Se
llama Locos de remate y actúan Gene
Wilder y Richard Pryor, o sea, el rubio y el negro de No me chilles, que no te veo y todas ésas. No sé
muy bien el argumento, creo que es algo de que les confunden con
delincuentes o algo así.
—Pues podemos ver la que quieras, me gustan
las tres.
—No, no hagas como siempre. Si te pido que
escojas, escoge, que a mí también me da igual.
Sara hizo una mueca simpática mientras
pensaba la respuesta.
—No sé... —dijo al fin—, ¿la de los viajes
en el tiempo?
—Perfecto. Adjudicado. Ya tenemos peli para
esta noche.
Tomás Lobo había concertado una cita
pseudo-informal con Ramón Candela, el jefe de la Policía Local de
Gijón, con el pretexto de retomar el contacto y, de paso, hablarle
de ciertos asuntos «un tanto delicados» como para ser tratados por
teléfono. Se habían citado en una sidrería que había abierto hacía
unos meses en el barrio de Viesques y en la que, presumiblemente,
habría bastante gente a la hora del vermut. El segundo teniente de
alcalde fue el primero en llegar al local. Pese a que contaba ya
cuarenta y seis primaveras, su vigoroso pelo moreno, sin apenas
entradas, y su rostro jovial, de mirada algo distraída, mentón
redondeado y apurado siempre perfecto le hacían representar menos
años. Llevaba puesta una veraniega americana gris, una camisa
blanca sin adornos y un pantalón de un gris algo más oscuro que la
americana, pero que combinaba bien con ésta. Entró en la sidrería
con gesto decidido y echó una rápida ojeada a su alrededor. El
local estaba casi lleno, pero nadie parecía fijarse en nadie, lo
que le venía estupendamente para sus propósitos. Se acercó a la
barra y pidió una cerveza, mientras consultaba su reloj. Tuvo que
esperar siete minutos hasta que vio aparecer a Ramón, un cincuentón
que vestía de manera bastante más informal que su amigo. Llevaba
una camisa de manga corta de cuadros rojos y blancos y un pantalón
vaquero azul. En seguida divisó a Tomás y se le acercó.
—Espero que no lleves mucho
esperando...
—No, qué va, acabo de llegar. ¿Cómo lo
llevas, Ramón, qué tal te trata la vida?
—No me puedo quejar —confesó el policía—.
Desde que he vuelto a Gijón, todo me va de maravilla.
—Claro, es el influjo de la Tierrina.
Ambos sonrieron. El camarero se acercó y
Ramón observó el vaso de Tomás.
—¿Qué tomas, una caña? —Éste asintió—. Otra
para mí, por favor.
—Así que contento de haber vuelto...
—Hombre, eso ni se duda. En León no estaba
mal pero bueno... no era lo mismo, ya me entiendes. Bueno, ¿y tú
qué tal por el Ayuntamiento?
—Bien, como siempre, aunque ya sabes... En
estas épocas siempre hay asuntos que pulir, problemas que resolver,
la gestión es complicada.
—Sí, me imagino. Por eso nunca me metí en
política, en la policía es todo mucho más fácil, detienes a los
malos, ayudas a los buenos, y no tienes que preocuparte de
conseguir votos.
Ambos se rieron, aunque Tomás no tenía ni la
menor intención de hacerlo.
—¿Qué tal tus hijas?
—Bien... La mayor está acabando la carrera,
le quedan siete u ocho asignaturas, creo.
—Estaba haciendo Derecho, ¿no?
—Sí. Además, cuando acabe, dice que quiere
opositar para juez... A lo mejor todavía trabajamos juntos y todo.
—Sonrió de nuevo, enseñando sus dientes amarillentos por el
tabaco—. Y la pequeña empieza este año el último curso de
instituto. No sabe qué va a estudiar luego aunque, con la mierda de
la crisis y todo eso, casi da igual que estudien una cosa u otra,
¿no?
Tomás trató de suavizar su respuesta.
—Hombre, la cosa está complicada ahora mismo
pero tiene que faltar poco para que empiece a repuntar. Nosotros
hacemos lo que podemos.
—Sí, sí, si no lo dudo. —Había cierto brillo
malicioso en sus ojos pero no añadió nada más a ese respecto—. ¿Qué
tal Bea?
—Bien, sigue currando en lo mismo. Lo malo
es que, desde que estamos en el Gobierno,
se ha acostumbrado a ciertos caprichos y, como no salgamos elegidos
en las próximas elecciones, creo que vamos a tener que volver a una
vida más austera.
—Bueno, hombre, no creo que paséis hambre,
¿eh?
—No, de momento no. —Nueva risotada
compartida—. Y hablando del trabajo —introdujo, con toda la
intención del mundo—, ¿cómo va la cosa con lo del fia... el muerto
de Moreda?
—Ah, sí, ese muerto va a traer cola. Aún no
he hablado personalmente con los agentes que llevan el caso, pero
han tenido una reunión con el forense. Creo que de suicidio
nanay.
Tomás estaba visiblemente contrariado,
aunque trató de disimularlo.
—De eso quería hablarte.
—¿Sí? —El jefe de policía enarcó las cejas
interrogativamente mientras se tomaba otro trago de cerveza.
—Verás, no te pediría esto si no fuese
estrictamente necesario pero... tenemos fuertes razones para creer
que ese asesi... suicidio, o lo que sea, forma parte de una
maniobra para desacreditar a nuestro gobierno.
—No me jodas. —El tono no era tanto de
cabreo como de escepticismo.
—No te lo tomes a broma. Te estoy hablando
muy en serio. Fíjate que casualmente coincidió con el anuncio de
que nuestro equipo, con el alcalde al frente, se presenta a las
próximas elecciones.
—Claro, y hay por ahí algún hijoputa que ha
decidido haceros la puñeta matando a un tío. Sí, hombre, lo veo muy
lógico, faltaría más.
El teniente de alcalde bajó el tono al
aproximarse una pareja a la barra.
—En serio, sea como fuere, nos perjudicaría
mucho una larga investigación sobre ese suicidio...
—Asesinato.
—Lo que sea. Nos resultaría muy poco
conveniente, no sé si me entiendes.
—¡Venga, hombre, no fastidies! —Ramón subió
el tono algo más de la cuenta para bajarlo acto seguido—. Así que
ésos eran los asuntos delicados... Que nos conocemos de hace muchos
años, ¿me estás pidiendo lo que creo que me estás pidiendo?
—Hombre, no sería tan malo como tú lo
pintas. Sería una especie de quid pro quo, seguro que habrá otras
ocasiones en las que estés en la otra parte. Ya nos hemos hecho
favores mutuamente otras veces, ¿no?
—Pero es que...
Ramón, que acababa de terminarse la cerveza,
dejó la frase a medias y se frotó la barbilla con indecisión.
Tomás, gran observador de las personalidades ajenas, optó por no
presionar a su interlocutor y esperó pacientemente a que continuase
la frase cuando estuviese seguro de lo que iba a decir.
—Joder... ¿Y si hay más cosas detrás? ¿Y si
esta muerte es sólo la punta del iceberg de algo más gordo? Tengo
una reputación que mantener, mis hombres también...
—No pasará nada, Ramón. La gente se suicida,
¿no? Por los motivos más variopintos, qué más dará uno más que uno
menos. —Lamentó haber dicho eso. Se autocorrigió—: No quería decir
eso, lo que quería decir es que no sabemos exactamente qué motivó
esa acción, pero sí sabemos a ciencia cierta qué repercusiones
puede tener para la ciudad, para nuestra
ciudad, que la cosa trascienda, que los medios le den bombo, que el
Gobierno sea puesto en entredicho.
Ramón seguía sin estar convencido.
—Pero lo que me pides es muy gordo.
—No querría tener que recordarte lo de
Astorga.
—Eso es un golpe bajo. Además no era ilegal,
no sé, es distinto.
—¡Pero te eché un cable!
—Sí, es cierto... Vale, está bien. Supongo
que podré pedirles a mis chicos que... no hagan demasiado caso al
forense.
—Sabía que podíamos contar contigo.
—Sólo espero —murmuró entre dientes— que
sepáis lo que hacéis.
Tomás le dio una palmadita en la espalda y
se fue.