XXXIV Un nuevo enfoque
«Si siempre haces lo mismo, no esperes
resultados diferentes»
Albert
Einstein
Fue más temprano que tarde cuando volvieron
a encontrarse. Jorge Martín vestía muy parecido a la víspera: había
cambiado la camiseta azul claro por una verde oscuro, y el pantalón
corto seguía siendo negro, no el mismo aunque muy parecido. La
sudadera gris con capucha, atada a la cintura, sí que era la
misma.
Quien había cambiado por completo su atuendo
había sido Lorenzo. Esta vez lucía su camisa de cuadros
«sportinguista» y un cómodo vaquero azul oscuro. Se había molestado
en madrugar para llegar al parque de Moreda antes que Jorge,
contando con que éste se atreviese a volver a aparecer por allí
tras su breve charla del día anterior. El sábado le había servido
de lección de lo que no debía hacer, es decir, ponerse a correr
dando vueltas al parque, bajo un sol de justicia, y con la vida
sedentaria que llevaba desde hacía varios años. Esta vez se limitó
a resguardarse a la sombra, bajo uno de los kioscos de música, y
esperar a que Jorge pasase por aquella zona, y abordarle sobre la
marcha.
La temperatura había bajado un par de grados
pero seguía haciendo calor y el sol lucía radiante. No tuvo que
esperar demasiado. Fiel a su costumbre, llevaba los auriculares
puestos y la mirada fija en el infinito, corriendo como un
autómata, sin inmutarse aparentemente ni por el calor ni por el
cansancio.
—¡Jorge! ¡Jorge, tenemos que hablar!
Éste dirigió la mirada hacia donde estaba el
detective, unos cuantos metros más adelante. Resopló con visible
cara de contrariedad.
—No tengo tiempo —dijo, sin aminorar la
marcha.
Lorenzo se plantó en medio del camino y le
dio el alto con la mano izquierda, mientras con la derecha se
sacaba del bolsillo trasero de los pantalones la cartera. La
desdobló rápidamente, mostrando una placa de policía en un gesto
muy teatral al más puro estilo CSI. Algunos viandantes miraron con
extrañeza la escena. Jorge paró en seco, se quitó los cascos, apagó
su MP3 y decidió colaborar con la justicia.
—¿Entonces es verdad que eres poli?
—preguntó desconfiado.
—Ya te lo dije ayer, pero no me quisiste
hacer caso.
Se apartaron de la senda y se refugiaron del
calor y de miradas ajenas bajo unos árboles.
—No me has dicho tu nombre.
—Miguel Zúñiga. —Le volvió a decir también
el nombre de sus superiores y el teléfono de Jefatura, es decir, el
de la abuela de Sara. Lo dijo todo muy rápido—. Podemos hacer esto
por las buenas o por las malas, como tú quieras. Si prefieres que
vayamos a comisaría...
Jorge se sintió acorralado.
—Está bien. ¿Qué quieres saber?
—Tenemos bastantes indicios para pensar que
tú eres uno de los principales testigos en el caso del cadáver que
se encontró bajo el puente, aquí en el parque.
—Pero no lo sabéis a ciencia cierta.
—Hasta ahora no lo sabíamos, no. Ahora que ya lo tenemos claro —Jorge
enrojeció—, necesito que me digas qué fue lo que viste. Cualquier
cosa, por insignificante que sea, puede sernos de gran
utilidad.
Jorge efectuó un último intento de librarse
del tema.
—Pero los periódicos han publicado que fue
un suicidio, que el caso estaba resuelto.
—Es cierto. Eso es lo que han publicado. A veces la policía tiene que tomar
decisiones que contradicen lo que se publica en los medios de
comunicación, de lo contrario sería más difícil aún atrapar a
determinados criminales.
—¿Me estás diciendo que los medios de
comunicación publican mentiras a sabiendas?
—¿Y tú me estás diciendo que te
sorprende?
Los dos sonrieron. Parecían que empezaban a
llegar a un entendimiento.
—Mira, los medios de comunicación hacen lo
que quieren con las noticias. En ocasiones se limitan a falsearlas
o darlas sesgadas porque al partido o personas que están detrás de
ese medio así les conviene. Otras veces, se les... —reflexionó
ligeramente antes de encontrar la palabra— ...sugiere que publiquen algo erróneo deliberadamente
con algún propósito concreto que pueda redundar en un beneficio
mayor. Éste es el caso. Creo que todos preferimos que nuestra
ciudad esté limpia de maleantes, asesinos, violadores o
terroristas, a sembrar el caos con complejas maquinaciones de redes
criminales o tarados que van por ahí matando a gente y tirándola
desde un puente. A veces, en mi profesión, es mejor que el
ciudadano de a pie no sepa todos los datos para que nosotros, la
policía, podamos apresar a los delincuentes.
—O sea que el caso sigue abierto.
—Más abierto que nunca.
—¿Y lo de la Semana Negra? ¿El tío al que
dispararon?
—Ése es otro caso del que se ocupan otros
compañeros. Desde Jefatura se prefirió no silenciar lo de la Semana
Negra para que el asesino de Moreda se sienta más seguro y nos
resulte más fácil darle caza.
—Eso contradice lo que me acabas de decir de
salvaguardar la sensación de paz y armonía entre la gente de a pie.
—Touché. Como
comprenderás, no es habitual que tengamos dos crímenes en la ciudad
en apenas quince días. No se puede silenciar todo.
—Está bien. ¿Qué es lo que quieres?
—Que me digas qué fue lo que viste aquella
mañana.
Los nervios volvieron a aflorar en el
profesor de primaria.
—Yo... ¿no voy a tener que ir a declarar al
juzgado ni nada de eso, no?
—En principio, y si todo sale como tenemos
previsto, dudo mucho que sea necesario. Siempre y cuando ahora
colabores.
—Yo en realidad... no vi nada. Es decir,
cuando llegué ya había pasado todo, lo que quiera que fuese que
pasó.
—Necesito que seas más preciso. Relájate y
piensa lo que hiciste aquel día.
Jorge tragó saliva.
—Vine al parque a correr, como todos los
fines de semana. Como siempre, llevaba puestos los cascos, porque
si no me resulta muy aburrido. —Lorenzo asentía en silencio—.
Recuerdo que estaba escuchando una canción y de repente el MP3 dejó
de sonar. Se le había acabado la batería. Total, que como no tenía
música que escuchar, me entretuve mirando el paisaje. Llegué al
puente y, mientras lo cruzaba, me pareció ver algo raro entre los
matorrales. El césped estaba aún sin segar, no como ahora. Después
de bajar el puente, me acerqué a mirar y vi que había un
zapato.
—¿Un zapato suelto?
—Eso pensé, pero estaba en una postura rara,
como si hubiese un pie dentro. Y lo había. Y otro zapato con otro
pie. Y un... hombre, un hombre entero allí tirado, con la cara
magullada, muy blanco y con muy mala pinta. Lo toqué
ligeramente...
—¿Lo tocaste?
—¡Yo qué sé! Nunca había visto un muerto
antes, lo toqué a ver si se movía. Espero no haber dejado
huellas...
Interesante pregunta. Lorenzo ignoraba la
respuesta. Lo dejó estar.
—Tranquilízate. Si pasó tal y como me estás
contando, no tienes por qué tener ningún miedo.
—Sí, fue así.
—¿Y luego qué hiciste?
—Nada, salí corriendo. Estaba asustado, no
sé, pensé que si alguien me veía por allí tendría problemas. ¡Todo
por culpa del puto MP3! Si no se hubiese acabado la batería, no
hubiese mirado el paisaje y no me habría dado cuenta...
—No te preocupes. —Lorenzo ordenaba sus
pensamientos mentalmente al tiempo que trataba de tranquilizarle—.
¿Había alguien más por la zona, te vio alguien?
—Alguien me tuvo que ver, si no no
estaríamos teniendo esta conversación, ¿no?
—Tienes razón. Pero tú, ¿viste a
alguien?
—No. No me doy cuenta, quizá... —vaciló—.
Quizá había alguien a lo lejos, una paisana mayor o algo así. No
sé, no me acuerdo, no tenía la mente muy lúcida en aquel
momento.
—Ya, es normal. No te preocupes. Creo que
con esto es suficiente.
—¿Puedo irme?
—Puedes irte.
—¿Qué le vas a decir a tus superiores?
—Que has colaborado, pero que no viste nada
sospechoso, sólo el cuerpo ya sin vida.
—Gracias.
—A ti por tu tiempo y tu sinceridad.
Se estrecharon la mano y cada uno se fue por
su lado, Jorge corriendo y Lorenzo andando. Los dos tenían en qué
pensar.
El Café del Sol estaba situado en el centro
de Gijón, en la calle San Bernardo, haciendo esquina con la calle
Dindurra, justo en frente de la zona verde del paseo de Begoña. El
local estaba dividido en dos zonas: en la principal, más
tradicional y de forma rectangular, se encontraban la inmensa
mayoría de las mesas, con una gran barra que ocupaba toda la pared
del fondo. Las mesas más próximas a los ventanales eran las más
demandadas, ya que poseían unos sofás muy cómodos, y algunos
incluso tenían cojines.
La otra zona, a la que se accedía por un
estrecho pasillo, tenía únicamente un par de mesas con un sofá
enorme y algún que otro asiento vanguardista con forma de huevo.
Mucha gente ni siquiera se percataba de su existencia salvo que
fuese a los servicios, que se encontraban al final de ese pasillo
por el que se accedía, subiendo unos escalones. Esta pequeña zona
solía estar casi siempre ocupada por gente muy joven: chavales de
14-16 años, que disfrutaban así de ese ambiente más íntimo y ese
diseño vanguardista.
De todos modos, su céntrico emplazamiento le
permitía gozar de gran aceptación entre gente de todas las edades,
si bien la media del local generalmente rondaba los treinta o
treinta y pocos años. En todo el local la decoración estaba muy
cuidada, los sillones, el suelo transparente, la iluminación
anaranjada... Por las tardes era una cafetería al uso, pero por las
noches se retiraban las mesas del centro y se transformaba en
pub, con música (pop casi siempre) y
pista de baile. Aquella tarde de domingo Lorenzo, Sara y Miguel
habían conseguido ocupar una de las mesas junto a las ventanas y se
hallaban cómodamente sentados en un sofá, los dos primeros de
espaldas a la calle, y Miguel de cara, esperando a que algún
camarero se dignase a acercarse a atenderles.
—Hay algo que nunca me ha acabado de
convencer de este sitio —rezongaba Miguel—, y el caso es que
siempre está hasta arriba de gente.
—Es céntrico, está de moda; si te tocan
estas mesas, los sofás son cómodos... —empezó a replicar
Lorenzo.
—Ya, pero los refrescos están igual de
precio o más caros que en otros sitios.
—Y las copas creo que también. Pero bueno,
puestos a decir, cualquier cafetería por esta zona es más bien
cara.
—Sí, realmente el principal problema que le
veo no es el precio —razonó Miguel—. Es más bien...
Se giró y echó una ojeada a la gente que
ocupaba el resto de mesas. Una pareja de treintañeros, ambos
teñidos de rubio y los dos con gafas de pasta, y cuya vestimenta
combinaba a la perfección en color y estilo, con sendas copas de
vino sobre la mesa; un grupo de cuarentones, tres hombres y tres
mujeres, ellos vestidos con polos o camisas de marca, ellas con
blusas o tops de rabiosa actualidad, tomando unas cervezas; un
grupo de chavales, seguramente menores de dieciocho, que hablaban a
voz en grito sobre la última película que habían visto en el cine y
cuya mesa aún estaba vacía; cinco veinteañeros con ropa cómoda e
informal, donde uno hablaba, otro parecía escuchar y los otros tres
estaban muy ocupados leyendo y escribiendo en sus teléfonos
móviles; un matrimonio sesentón, ambos con el pelo cano, él con
jersey de punto azul marino y camisa de cuadros, demasiado abrigado
para el calor que hacía, ella con una chaqueta ligera sobre una
blusa amarillo pálido, tomando un café; en la mesa más cercana,
tres hombres de treinta y tantos, con ropa de marca de la cabeza a
los pies y gesto de superioridad, escuchaban a un cuarto que, de
forma bastante grandilocuente, parecía explicarles algo muy
interesante sobre literatura rusa y francesa...
—... que hay mucho snob, mucho gafapasta5,
mucho postureo...
—¿Que lo dices, por Guti y Arancha de
Benito? —replicó Lorenzo sonriente, señalando discretamente a la
pareja de rubios de bote.
Los tres se rieron.
—Sí, o por —bajó la voz ligeramente—
nuestros amigos, los amantes de Tolstói y Dostoyevski.
—Estoy contigo. —Lorenzo mantuvo el tono
bajo que había impuesto Miguel—. La verdad que yo tampoco trago a
esta gente que va por la vida presumiendo de ver únicamente cine
independiente o, en su defecto, cine francés, en versión original
por descontado, escuchando sólo música indie de grupos que nadie en la vida oyó hablar de
ellos, leyendo exclusivamente a los clásicos griegos, rusos y
franceses y ese tipo de gente...
—Ya te digo. Pero se creen muy guays así,
muy cool. A mí más que por el cine o la
música, me ofende especialmente por el tema de la literatura.
—Sí, y además si les discutes los gustos, te
ponen a caer de un burro —apuntó Sara.
En la barra, en la lejanía, una camarera
rubia y mal encarada conversaba con otro compañero, sin prestar
atención a los clientes desatendidos.
—Es que vosotros no lo entendéis —retomó
Lorenzo, con su mordacidad habitual—. Lo que pasa es que nosotros
tres no tenemos ni pajolera idea de nada. Por ejemplo, en
cuestiones literarias, lo único que es válido, digno y merecedor de
ser leído es lo que lleva la etiqueta de «narrativa», sin
apellidos. La literatura de género, que tantas horas de placer y
diversión nos proporciona a nosotros tres, y a muchos otros
humildes mortales, no vale para nada. Para nada en absoluto. ¿Por
qué perder el tiempo leyendo a Agatha Christie, a Michael Crichton,
a Isaac Asimov o a John Grisham pudiendo leer a Dostoyevski, James
Joyce, Voltaire o Pérez Galdós? ¿Que lo que escribían esos tíos no
nos interesa lo más mínimo? Da igual. ¿Que mucha gente, que sí que
ha leído algunas de sus obras, no como nosotros, las tildan de
tostones infumables y soporíferos? No importa. Porque ésa, amigos
míos, y no otra, es la Literatura, con mayúsculas, la única que
merece la pena, y todo lo demás es bazofia.
—Como queríamos
demostrar —apostilló Sara.
—Lleváis muchos años juntos —dijo sonriente
Miguel—. Se te está pegando su ironía.
—¿Mi qué? ¿Acaso insinúas que yo soy irónico? —replicó Lorenzo con gesto muy
serio mientras aguantaba la risa a duras penas—. Ahora, como señal
de protesta, pienso hacer un sin-pa6.
En el caso de que en algún momento de la vida vengan a tomar nota
de lo que queremos.
—E incluso nos lo traigan.
—Correcto.
La camarera rubia seguía de cháchara con su
colega, pero un tercer camarero apareció de pronto en la mesa del
ruidoso grupo de adolescentes. Justo después, se dirigió a la mesa
de la ventana. Su semblante era serio, parecía enfadado con el
mundo. Ni se molestó en preguntarles nada, sólo se quedó de pie al
lado de la mesa, mirándoles con aires de superioridad.
—Una Coca-Cola light.
—Un Biosolán multifrutas.
—Una Fanta naranja.
El camarero se fue por donde había
venido.
—Diríase que nos está haciendo un favor con
tomarnos nota.
—Sí, ahora lo recuerdo —comentó Miguel—. Ésa
era la otra cosa que no me gustaba de este local: los
camareros.
—¿Sólo porque sean secos, bordes y
antipáticos? —replicó Lorenzo con solemnidad.
—Sólo.
—Desde luego, el caso es quejarse...
La charla quedó momentáneamente
interrumpida, pues el camarero, extrañamente rápido esta vez, ya
estaba de vuelta con los refrescos. Los dejó sobre la mesa sin
mediar palabra y se marchó de nuevo.
—Gracias, salao.
—Bueno, lo dicho, que muy majos. A ver,
cuéntanos, ¿cómo va el caso?
—Veamos. Desde que quedamos el ¿jueves?, sí,
el jueves, e hicimos aquel maravilloso brainstorming, me he reunido con la viuda, como ya
sabéis, también con la mujer del corredor del parque de Moreda,
como también sabéis, y he hablado dos veces con el susodicho
corredor, Jorge.
—¿Y qué te ha dicho?
—Me ha hecho una revelación importante,
aunque totalmente inútil.
—Venga, hombre, no te hagas de rogar.
—Él fue el que descubrió el cuerpo.
—¿Antes que el abuelo y el nieto?
—Antes que todo el mundo, supongo. El
primero de todos, o al menos eso cree él. Fue al parque a correr,
como hace todos los fines de semana, y vio algo entre los arbustos.
Al bajar el puente, encontró primero los zapatos y luego el
cadáver. Marchó escopetado, por si se metía en problemas...
—... y se ha metido en más problemas
precisamente por haberlo hecho.
—Norma número uno: nunca huyas de la escena
del crimen.
—Norma número dos: y si lo haces, nunca
dejes que alguien te vea hacerlo.
Sara intervino para preguntar:
—¿Nunca os habéis parado a pensar que quizá
veamos demasiadas series
policiacas?
Los dos amigos se miraron con complicidad y
luego miraron de nuevo a la chica.
—No, nunca —dijeron al unísono.
—Sea como fuere, alguien, en concreto mi
querida amiga Luisa, fue testigo de cómo
Jorge abandonaba la escena del crimen, y esto acabó reflejado en el
informe policial.
—Vale, ¿qué más te contó Jorge? —preguntó el
ingeniero con avidez.
—Nada más. Su trabajo me costó que me
confesase esto...
—Concuerda con lo que te había dicho su
mujer.
—Sí, más o menos. Ella había notado que le
ocultaba algo, pero no sabía el qué. Sin duda era eso.
—¿Con lo cual?
—Con lo cual volvemos a estar en punto
muerto. Sigo teniendo los mismos sospechosos y las mismas
incógnitas, así que no creo que hayamos avanzado gran cosa.
—¿Y con Isabel qué tal?
—Ah, es verdad, que no te conté los
detalles. Pues... cuando le hablé de la segunda amante, reaccionó
de una forma bastante peculiar.
—¿Sí?
—Se marchó de la sala de estar y volvió con
una copa. Se la veía... fastidiada. Como si no quisiese hacerse a
la idea de que la engañase con más de una.
—Tiene que ser un golpe duro enterarte de
que tu marido te la pega con varias mujeres justo después de que
haya muerto de forma violenta.
—Sigo pensando —apuntó Miguel— que no hay
que descartarla.
—Para reforzar tu teoría —repuso Lorenzo—,
ella misma me dijo que se imaginaba que yo la tenía como
sospechosa. Dijo que era la que más se beneficiaba con la muerte de
Ricardo, con el tema de la herencia y demás.
—¿Lo ves? Tienes casi una confesión.
—Me temo que no. Me miró a los ojos y me
dijo que no lo había matado.
—Y tú la creíste.
—Lo dijo con convicción, sin
pestañear.
—Y ya está.
—Qué obstinado eres —intervino Sara.
—No, no, no la he descartado aún, pero me
parece la opción más improbable. De todos modos, tengo al menos
cuatro sospechosos (Jorge, las dos amantes y la posibilidad del
suicidio con un cómplice que lo arrojase desde el puente) y las
mismas pocas pistas que antes.
—Al menos ahora ya conoces la identidad del
primer sospechoso. Aunque personalmente no creo que fuese
él...
—¿Intuición femenina?
—No sé, llámalo como quieras, pero por lo
que me has contado no creo que haya sido él.
Miguel escuchaba en silencio sin meter
baza.
—¿Y tú qué opinas? —le preguntó
Lorenzo.
—¿Quieres que te diga quién es el asesino?
No tengo ni idea...
—Pero...
—Pero tengo algunas teorías que me gustaría
compartir con vosotros.
—Adelante.
—Estos últimos días he estado pensando
bastante en el asunto —comenzó— y he llegado a la conclusión de que
nos estamos equivocando en el
planteamiento, al menos a mi modo de ver.
—Explícate.
—¿Qué es lo que has hecho desde que te han
asignado el caso? Entrevistarte con la viuda, tratar de averiguar
qué testigos hay y hablar con ellos, hacerte pasar por poli para
obtener datos... pero siempre considerando a toda la gente como
potenciales sospechosos.
—Sí, claro. No te entiendo.
—¿Y el muerto? ¿Qué sabemos de él? ¿Tenía
motivos para suicidarse?
Lorenzo hizo un gesto como pidiendo permiso
para intervenir. Su amigo le cedió la palabra.
—Según su mujer, no. Y te recuerdo que le
hice esta pregunta el primer día que me entrevisté con ella.
—Vale. ¿Y según la gente de su trabajo? ¿Su
amante o amantes? Sus amigos o la gente con la que se reuniese
fuera del trabajo... ¿Sabemos si tenía enemigos, gente que se la
tuviese jurada?
—Según la viuda, su trabajo consumía casi
todo su tiempo. Y ella no conocía ningún enemigo, o nadie que
pudiese querer perjudicarle hasta el punto de cargárselo. Esto
también se lo pregunté el primer día.
—No estoy criticando tu trabajo —se defendió
Miguel—. Sólo digo que creo que has pasado por alto una cosa muy
importante: averiguar exactamente quién era Ricardo Castillo, qué
tipo de vida llevaba, qué sitios frecuentaba, qué amistades tenía y
todo eso, pero tú lo has planteado siempre desde el punto de vista
de la viuda...
—Y tú me planteas que cambie de
prisma.
—Exacto. Creo que deberías obtener
información no sobre quién pudo matarle, sino sobre quién era ese
tío antes de que se lo cargasen. Y, partiendo de ahí, tratar de
inferir el sospechoso más probable.
—Vamos, aplicar la navaja de Ockham7.
—Eso es.
—Suena muy razonable.
—Es sólo una sugerencia.
—Creo que la intentaré poner en práctica.
Muchas gracias, Migue.
—Para eso están los amigos.