XVIII Al teléfono

 

 

«¿Está el enemigo? ¡Que se ponga!»
Miguel Gila

 

Isabel Sampedro abrió el ojo derecho con cierta dificultad y después el izquierdo, aún medio amodorrada. La dichosa persiana de la habitación no cerraba bien y entraba una considerable cantidad de luz que hacía difícil permanecer en la cama hasta las tantas si no se tenía un sueño muy pesado. De todos modos, debía ser ya muy tarde así que rodó sobre la cama hacia la mesita de noche, encendió la lámpara y miró el reloj. Las once y cuarto. Decidió que ya era hora de levantarse; no había pegado ojo durante la mayor parte de la noche y justo ahora, cuando disfrutaba de unos minutos de paz, los malditos rayos del sol la despertaban para descubrir que ya se le había hecho tarde y tendría que ponerse a hacer las cosas de la casa, una casa que le parecía muy grande desde que Ricardo no estaba. ¿Qué día era hoy? ¿Sábado? No, domingo ya, porque el día anterior se había cumplido la primera semana. Tras la muerte de su marido, todos los días parecían iguales. ¿Quién se lo iba a decir a ella? Pese a que le resultaba odioso reconocerlo, en su fuero interno sabía que lo echaba de menos. Le mortificaba que ya no estuviese allí, que ya no estuviese en absoluto. Qué paradójico le resultaba tener que admitirlo.
Afortunadamente, su vecina Margarita Morán estaba resultando un gran apoyo y la ayudaba a sobrellevar algunas de las horas del día con continuas visitas, o saliendo ambas a dar un paseo o a tomar un café a cualquier sitio cercano, sólo por el hecho de salir de casa y hacer vida normal. Por desconectar un poco de todo. Ésa era la palabra, desconectar. ¿Pero cómo podía desconectar después de lo que había ocurrido? Además, era aún muy pronto, apenas habían pasado ocho días desde el suceso. Eso le hizo acordarse de Lorenzo. ¿Qué habría averiguado el joven detective hasta el momento? Necesitaba hablar con él, tenía que saberlo. Decidió que, si él no se ponía en contacto con ella en el transcurso del día, ella misma lo llamaría al caer la noche. Sí, eso haría. Quizá no supiese nada aún pero bueno, le vendría bien hablar con él en cualquier caso. Se desperezó brevemente, se despojó del camisón, salió de la habitación y se metió en la ducha.

 

Lorenzo había pasado gran parte del día anterior tachando «sudes»1 de su lista hasta limitar ésta a la mínima expresión. Quería tener algo que poder contarle a Isabel lo antes posible, para que ésta no recelase de su inexperiencia y viese que el caso iba avanzando, pero lo cierto es que era difícil confeccionar una lista fidedigna, habida cuenta de la ingente cantidad de personas que frecuentaban el parque de Moreda, máxime en la época estival en la que se encontraban inmersos. Con todo, había conseguido reducir enormemente su abultada lista inicial en base a eliminar a todos aquellos sujetos que no cumplían a rajatabla la vaga descripción dada por la testigo y, a partir del día siguiente, comenzaría a trazar un plan para realizar pesquisas a ese respecto. Pero ahora tenía una segunda tarea que podía perfectamente, y de hecho debía, comenzar a ejecutar en paralelo.
Miró el reloj para comprobar que no fuese demasiado temprano y comprobó satisfactoriamente que ya pasaba de la una del mediodía, de modo que llamó a Roberto. Informático de profesión, Roberto Pardo ya hacía tiempo que había dejado atrás los cuarenta pero se mantenía en buena forma física, lo que le hacía parecer bastante más joven. Sólo las abundantes canas de su cabello, ondulado y algo más largo de lo habitual para hombre pero sin llegar al calificativo de melena, daban una idea aproximada de su verdadera edad. Sus ojos, grandes y de color mostaza, parecían siempre contemplar con sumo interés todo cuanto acontecía a su alrededor.
La historia de la amistad entre Lorenzo y Roberto era, cuando menos, curiosa. Se habían conocido a través de Miguel, quien había coincidido con Roberto durante su primera experiencia laboral, una beca de mala muerte en una empresa del tan en boga sector TIC2 y por la que realizaba tareas de ingeniero, con horario de ingeniero, responsabilidad de ingeniero... y sueldo de becario precario. Presentados por Miguel, Lorenzo y Roberto habían congeniado desde el primer momento hasta el punto de que ahora rara vez hacían mención a su amigo común, si bien Miguel aún seguía manteniendo el contacto con Roberto, aunque no tanto como Lorenzo. Si por algo se caracterizaba el informático, aparte de por sus vastos conocimientos técnicos, era por su afabilidad en el trato, lo que le granjeaba muchas amistades, en algunos casos interesadas, contradiciendo la queja popular que afirmaba que tener un amigo informático no significaba que el servicio técnico fuese a ser gratis. Con Roberto sí lo era.
A diferencia de Lorenzo o Miguel, los deportes no eran su punto fuerte, pero entre sus numerosas aficiones sí se encontraban el senderismo, la fotografía o el coleccionar todo tipo de objetos, desde relojes hasta radios, pasando por sellos o marcalibros. En este último aspecto, Lorenzo resultaba de gran ayuda, contribuyendo a engrosar sus extensas colecciones, en especial de marcalibros, pasión común de ambos. El teléfono sonó tres veces antes de que Roberto descolgase el auricular.
—¿Diga?
—Hola Roberto, soy Lorenzo.
—Hombre, cuánto tiempo, ¿qué tal te va?
—Bien, bien, no puedo quejarme.
—Eso está bien. ¿Me llamabas para...?
—Necesitaba que me echases un cable con unos números de teléfono que no sé a quién pertenecen...
Una breve pausa en la línea. Sin duda, Roberto se estaba preguntando de qué iba todo aquello. Lorenzo esperó unos segundos antes de continuar.
—No es nada ilegal, no te preocupes.
—¿Sigues con aquella idea tuya de currar de detective?
—De hecho, estoy currando de detective.
—En ese caso tendré que andarme con ojo con lo que digo.
Ambos se rieron.
—Mira, verás, se trata de averiguar a quién pertenecen un par de números de teléfono; son móviles los dos y obviamente no figuran en ninguna guía.
—Mmmm, ¿sabes la compañía a la que pertenecen?
—No, lo cierto es que no sé nada más que los números, y que ambos llamaron a... Digamos, por simplificar la cosa, que tengo un cliente que quiere averiguar algo sobre un familiar suyo que está desaparecido y nos consta que desde esos dos números se llamó al familiar de mi cliente.
—Ayudaría bastante saber a qué compañía pertenecen...
—Sí, ayudaría, pero no tenemos ese dato, aunque...
Ambos pensaron lo mismo.
—¿Ensayo y error?
Equilicuá.
—Vale, si te consigo o, mejor dicho, una vez que consiga saber a qué compañía pertenecen, ¿podrás averiguar de forma discreta el titular de la línea? Porque eso sí que no voy a poder conseguirlo yo con mi táctica de ensayo y error...
—Veré qué puedo hacer.
—Muy bien. Te llamo más tarde o mañana, en cuanto tenga los datos de las compañías, ¿vale?
—De acuerdo.
—Como siempre, mil gracias.
—Para eso estamos.
—Venga, nos vemos.
—A ver si es verdad, que hace siglos...
—Tienes toda la razón del mundo. Habrá que solucionarlo. Venga, ya hablaremos.
—OK. Dale saludos a Sara.
—De tu parte.

 

—¿Diga?
—Hola Loren. —La voz de Miguel sonaba triunfal. Sin duda debía estar de buen humor—. ¿Cómo te va?
—Bien, tirando... —¿Había cierta suspicacia en el tono del joven detective?—. ¿Tú qué tal? ¿Cómo van esos torneos?
—Bastante bien. De momento no me puedo quejar. Bueno, en el de fútbol americano perdí, claro, pero en motos y en Fórmula me fue muy bien.
—¿Con quién corrías en motos? ¿Dovizioso?
—De Puniet.
—¿Y qué tal? Venga, que por la voz se nota que estás deseando contármelo. —El tono de Lorenzo se había suavizado considerablemente.
—Pues... salía octavo, en Assen... y quedé ¡cuarto!
—Guau, ¿con una Honda satélite? Eso está genial. Como te den una moto buena, arrasas...
—Sí, la verdad es que se me dio muy bien esa carrera. Y luego en Fórmula bueno, salía desde bastante atrás, el decimosegundo...
—¿Circuito?
—El Gran Premio de Australia, en Albert Park. Corría con Rosberg.
—Es buen piloto pero su Williams no corre demasiado...
—Sí, no demasiado.
—Y además es un circuito urbano, es jodido adelantar... —reflexionó Lorenzo en voz alta—. No te hagas de rogar, entraste en los puntos, ¿eh?
—Exacto, quedé octavo, tío. Pero flipas con la salida que me marqué. —Se la contó con todo lujo de detalles.
—Eso te deja en un noveno puesto...
—Con las paradas en boxes adelanté a Trulli.
—Veo que he hecho un buen trabajo contigo, hijo mío.
—Sí, papá, estoy orgulloso de ti.
—Bueno, tonterías aparte, ¿para qué me llamabas? ¿O era sólo para contarme lo de los torneos?
—Ya decía yo que te notaba un poco suspicaz...
—Piensa mal y acertarás...
—Pues que sepas que esta vez no te llamaba para pedirte nada. Aunque tampoco era sólo por los torneos...
—¿Quieres saber cómo va el caso, no?
—¿A ti qué te parece? No tengo muchos amigos que estén investigando un caso criminal acaecido en nuestra ilustrísima villa —satirizó Miguel.
—Vale, está bien, está bien... No te puedo decir gran cosa. Ayer estuve toda la mañana en el parque de Moreda, donde apareció el cuerpo de Ricardo, ya sabes. De momento no saqué nada en claro. Tomé nota de la gente que frecuentaba el parque, porque hay una testigo que dijo que vio a un tío, de los que hacen footing, merodear por allí ese día. Pero había muuuucha gente haciendo footing, sacando a pasear al perro, dando una vuelta ... No tengo nada útil de momento.
—Si puedo ayudar en algo...
—No, gracias, de momento no tengo nada para ti. Llamé antes a Roberto para que me eche un cable con unos teléfonos.
—Te recuerdo que yo también soy ingeniero... —dijo ligeramente ofendido.
—Ya, pero era un asunto más de... hacker, digamos; aparte, pensé que estarías ocupado entre los juegos, tu libro y demás. A propósito, ¿algún avance con el libro?
Se oyó un ligero resoplido al otro lado de la línea.
—¡Qué va! Estoy más en punto muerto que tú con tu caso. No logro hacer arrancar la historia. A ver si cuando tú averigües alguna cosa sobre el cadáver de Moreda, me viene la inspiración.
—Muy bien.
—Ah, y otra cosa.
—Dime.
—¿A que no sabes qué estoy leyendo ahora mismo?
—Sorpréndeme.
—¡El martillo azul!
—Guay. ¿Y qué tal?
—Cojonudo. Tenías razón, Lew Archer es el puto jefe.
—¿Viste? Si es que el que sabe... ¿El martillo azul cuál es, el del cuadro robado? Es que los argumentos de Macdonald y esta clase de autores los lío bastante...
—Sí, ése. Es en el que le contratan para encontrar un cuadro de una tía pintado aparentemente por un pavo que desapareció hace más de veinticinco años...
—... y empieza a morir gente.
—Exacto. Y empieza a morir gente. No me lo destripes, ¿eh?, que aún no lo he acabado.
—Descuida, ya sabes que nunca lo hago. Además, aunque quisiera, tampoco me acuerdo bien. Suelen estar bastante enmarañados los argumentos de las novelas de este tipo de escritores. Es difícil recordarlas en detalle.
—Ya.
—Me alegro de que te esté gustando.
—Sí, sí, mola, tío. Muchas gracias por la recomendación.
—Muchas de nadas.
—Bueno, te dejo, que voy a ver si me preparo algo de cenar.
—Vale, nosotros también cenaremos en breve.
—Manténme al tanto de tus progresos con el caso.
—Y tú con el libro.
—Muy bien. Taluego.
—Taluego.

 

Aún no habían terminado de cenar cuando sonó de nuevo el teléfono. Sara estaba más cerca así que fue ella quien descolgó.
—¿Dígame?
—Buenas noches. —La voz de la mujer sonaba serena y educada—. ¿Podría hablar con Lorenzo, por favor?
—Sí, un segundo, ahora se lo paso. Loren, es para ti. Creo que es Isabel.
—¿Diga?
—Buenas noches, Lorenzo. Soy Isabel. Espero que no sea mal momento...
—No, no, tranquila. Precisamente tenía pensado llamarla yo mañana o pasado, pero dígame, ¿quería algo en concreto?
—No, bueno, sólo... quería saber cómo iba la investigación, si habías averiguado ya alguna cosa...
—Pues, como le decía, pensaba llamarla mañana o pasado, cuando hubiese podido comprobar algunos indicios que tengo. Eeeeh... —dudó brevemente pero decidió poner las cartas sobre la mesa. Mejor contarle algo, por poco que fuese, que dar la sensación de no haber hecho nada en absoluto— ... ayer estuve en el parque de Moreda, estuve tomando nota de la gente que pasaba por allí porque he recibido un... soplo... acerca de un sujeto sospechoso que fue visto en las proximidades del parque el día que mata... el día de autos. Tendré que interrogar a varias personas así que aún no puedo decirle más en este sentido. —Tomó algo de aire y continuó—: Por otro lado, estoy tratando de averiguar los nombres de un par de personas que llamaron al teléfono móvil de su marido la noche en cuestión.
—¿Lo llamaron por teléfono esa noche? —preguntó notablemente sorprendida.
—Sí, hay alguna llamada perdida sin identificar que la policía parece no haber investigado...
—Eso no tiene mucho sentido, ¿no?
—No, no lo tiene. Por eso yo sí voy a tratar de averiguar quién le llamó...
Mientras decía eso, se dio cuenta de que quizá la viuda conociese esos números, así que le preguntó. Ella consultó la agenda de su móvil pero no hubo éxito en ninguno de los dos casos.
—¿Y lograron hablar con él? —cuestionó Isabel.
—No, son llamadas perdidas, posiblemente fueron hechas a posteriori... Aunque quizá eso es conjeturar en exceso. No puedo decirle nada en firme por el momento. Por eso no me había puesto aún en contacto con usted, estaba tratando de recabar más datos y realizar algunas pesquisas para poder darle información más exacta.
—Ya, claro, entiendo...
Se hizo un pequeño silencio que a Lorenzo le resultó desagradable. Fingiendo seguridad en su tono, dijo:
—Durante el transcurso de esta semana espero poder tener disponible ésta y quizá alguna otra información que pueda serle de interés, así que, si le parece, me pondré en contacto con usted dentro de unos días para ir contándole los avances que se vayan produciendo.
—Bien, me parece perfecto.
Estuvo tentado de añadir que no iba a ser tan fácil ni rápido el proceso como Isabel utópicamente podría demandar, pero supuso que ella sería consciente de ello.
—Lamento no tener nada más concreto ahora mismo...
—No, no, si está bien. Yo... siento haberte llamado tan pronto, era sólo que... Era mi marido, ¿entiendes?, y aunque la relación no era todo lo buena que podría desearse...
—Quiere que se haga justicia y encontremos al culpable.
Se oyó un discreto suspiro antes de que la viuda contestase.
—Sí, así es.
—De acuerdo, la mantendré informada en cuanto tenga algún dato más esclarecedor.
—Gracias. Espero tu llamada en ese caso.
—Sí, en unos días espero poder decirle algo.
—Buenas noches y disculpa las molestias.
—No es ninguna molestia, es mi trabajo. Buenas noches.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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