XIII Un comunicado y una de cerveza

 

 

«Brindo por las mujeres que derrochan simpatía»
Salud, dinero y amor (Los Rodríguez)

 

Tomás Lobo, luciendo una sobria americana azul combinada con una camisa azul pálido y unos pantalones beige, desfiló con precipitación a través del pasillo de la casa consistorial. Picó en la puerta del despacho del alcalde y esperó pacientemente. Jacobo, imperturbable, terminó de firmar unos papeles que tenía sobre la mesa antes de responder.
—Adelante.
—Hola, traigo buenas noticias —se precipitó a decir el segundo teniente de alcalde, captando de inmediato la mirada furibunda de su superior.
—Ya era hora —repuso éste con un deje de escepticismo. Acto seguido, soltó el bolígrafo sobre la mesa y se quedó mirando fijamente a su interlocutor—. ¿Y bien?
—Bueno, de momento te he conseguido una entrevista personal con Ramón Candela.
Jacobo suspiró con escaso entusiasmo.
—¿Eso es todo?
—Bueno, yo... no creas que ha sido sencillo convencerle para que os reunieseis. Parece que está un tanto receloso después de lo de Moreda y...
—Me refiero, pedazo de inútil, a que si aún no tenéis nada sobre la vida personal de ese tipo.
—Es que de ese tema se encargaban Carlos y Julio —se excusó Tomás—. Pero creo que sí, que algo tienen, por lo que comentaban, pero no sé nada concreto, lo siento.
Jacobo elevó la vista al techo, meneando la cabeza para los lados, en un gesto muy significativo de desesperación ante la imprecisión de su, por otra parte, «perro» más fiel. Cuando Tomás ya tenía el pomo de la puerta en la mano y se disponía a salir del despacho, fue nuevamente requerido por el alcalde.
—¿Pedro ya ha hecho el anuncio oficial?
Tomás consultó su reloj. Faltaban casi diez minutos y así se lo hizo constar.
—Vale, gracias. Y diles a Carlos y Julio que se den prisa. Sería bastante interesante tener algún as en la manga antes de mi reunión con el Candela ese.
Tomás abandonó finalmente el despacho. Jacobo echó instintivamente la vista hacia los papeles sobre su mesa. Después se lo pensó mejor, sacó del primer cajón del escritorio el mando a distancia y lo dirigió hacia la moderna televisión de pantalla plana incrustada en el estante central del armario caoba que tenía en frente. Una vez encendida, pulsó el botón del número 7 donde tenía sintonizada la TPA, la cadena de televisión autonómica asturiana. La TPA era una cadena reciente: sus emisiones habían comenzado a finales del año 2005, estabilizándose a partir del año siguiente. Pese a ser de carácter generalista, parte de sus contenidos se centraban en la cultura y costumbres asturianas aunque recientemente había adquirido los derechos para emitir los partidos de la Liga española de fútbol y la Liga de Campeones, así como las carreras de Fórmula 1, gracias a lo cual había visto incrementarse notablemente su audiencia.
Pero la razón por la que el alcalde había encendido la televisión en aquella ocasión distaba mucho de tener que ver con ningún tipo de acontecimiento deportivo. Pedro Mata, el portavoz de su Junta de Gobierno, iba a emitir un comunicado ante las cámaras a fin de tranquilizar a la ciudadanía con respecto a la presunta criminalidad potencial de la Semana Negra. Tras unos breves minutos de publicidad que a Jacobo se le hicieron eternos, dio comienzo el especial informativo.
—Buenos días a todos —saludó la presentadora desde el estudio de los informativos de la TPA. Se trataba de una mujer que frisaba la treintena, de media melena castaño claro y con un flequillo que le cubría por completo la frente—. Bienvenidos a esta edición especial de TPA Noticias en la que vamos a tener la oportunidad de oír de boca de un representante de la Junta de Gobierno del Ayuntamiento de Gijón las últimas novedades en lo referente al crimen perpetrado en la playa del Arbeyal, en las instalaciones de la Semana Negra donde, les recuerdo, un hombre fue presuntamente asesinado, recibiendo a bocajarro tres disparos de arma de fuego que acabaron en el acto con su vida. Nos acompaña, como decía, Pedro Mata, el portavoz de la Junta de Gobierno. —La cámara abrió el plano para mostrar que junto a la mujer se encontraba el aludido, un individuo de unos cuarenta y pocos años, de camisa clara y pelo castaño oscuro, peinado hacia atrás—. Buenos días, Pedro.
—Buenos días.
—El Ayuntamiento quería hacer un anuncio oficial en relación con este presunto aumento de criminalidad en la ciudad, a tenor de los últimos acontecimientos, ¿no es así?
—En efecto —comenzó el portavoz—, en representación del Ayuntamiento, quería transmitir a nuestros queridos ciudadanos un mensaje de tranquilidad, de tranquilidad absoluta y de confianza en nuestro equipo de gobierno, así como en las fuerzas del orden y la ley, dado que la situación en la que nos encontramos dista mucho de poder ser tildada de crítica o alarmante.
—¿Debe, por tanto, el pueblo estar tranquilo y esperanzado por que este tipo de noticias no se vayan a repetir en el futuro? —planteó con gran cautela la periodista.
El alcalde escuchaba en silencio desde su despacho, sin prestar demasiada atención a las palabras de la entrevistadora pero sí a las del miembro de su junta.
—Por descontado —contestó con una amplia sonrisa, que primero dirigió hacia la cámara y después hacia la presentadora, un gesto que se repetiría asiduamente durante todo el programa—. Nuestro Gobierno —comenzó nuevamente otra disertación. Como todo personaje vinculado al mundo de la política que se preciase, hablaba sin apenas titubear y gesticulando sobre manera, como si así el pueblo llano fuese incapaz de detectar la sarta de mentiras y falsedades que, políticos de unos u otros partidos, vertían constantemente— está llevando a cabo toda las diligencias precisas y pertinentes en aras de preservar la paz y tranquilidad en nuestra ciudad. Pero por supuesto, no estamos solos en esta tarea —se quedó petrificado durante unos estudiados segundos para luego continuar con firmeza en la voz y una leve sonrisa en la cara—: las fuerzas y cuerpos de seguridad también están adoptando las medidas oportunas y me consta que están muy cerca de obtener los resultados por todos esperados. Es, por consiguiente, cuestión de tiempo que estos esfuerzos que se están realizando se vean recompensados con resultados —concluyó.
La misma palabrería hueca y barata de siempre cuando había algún tipo de problema al que los políticos no sabían cómo hacer frente. La periodista lo miraba, sin embargo, con expresión de respeto, como si realmente le concediese el beneficio de la duda a aquel subalterno del alcalde. Su pregunta, no obstante, fue directa y muy similar a la que podría haber formulado cualquier persona anónima.
—¿Quiere esto decir que ya tienen algún sospechoso del presunto homicidio de la Semana Negra?
Pedro sonrió como una hiena. Esa pregunta también se la había estudiado.
—Por el momento, el Ayuntamiento declina hacer valoraciones sobre asuntos que le conciernen de un modo más directo a las fuerzas policiales. Lo que sí puedo prometer es que, en cuanto estemos en disposición de hacer un anuncio oficial, los medios de comunicación, y, por descontado, la TPA, seréis los primeros en conocer todos los datos.
La joven presentadora puso cara de poker; en realidad, la misma que llevaba poniendo durante toda la entrevista. Nadie podría decir que no creía en la palabra del representante gubernamental. Nadie podría decir lo contrario tampoco.
—Un último asunto —la cosa, al parecer, no daba para más—: ¿podemos descartar un caso de asesinatos en serie? ¿La ciudadanía puede, en definitiva, acercarse con tranquilidad a la Semana Negra o, simplemente, salir por la calle sin miedo a recibir un disparo? —La chica sabía disparar sus balas. Pero el portavoz tenía todas las respuestas, insulsas y vacías de contenido, sí, pero políticamente correctas y del gusto de la clase política, acostumbrada a las medias verdades y a echar balones fuera.
—La ciudadanía puede estar perfectamente tranquila —Pedro hablaba y braceaba en su justa medida, siempre con mucho aplomo—, puede acercarse a disfrutar de esa fantástica feria literaria, gastronómica y cultural que constituye la Semana Negra, puede pasear por cualquiera de los maravillosos rincones de Gijón sin miedo ni temor ninguno. No hay de qué preocuparse. El desgraciado episodio acontecido en la Semana Negra ha sido, sin ningún género de dudas, un suceso aislado, pero nada hace indicar la existencia de un asesino en serie, o de ningún tipo de maníaco homicida. Como le he dicho con anterioridad —y se enderezó inconscientemente en la silla; se notaba que se crecía ante las cámaras—, no hay el menor indicio en ese sentido, y pueden estar seguros —volvió a intercambiar miradas, primero hacia la cámara y posteriormente hacia la reportera—, pueden estar muy seguros —repitió— de que el Gobierno, las autoridades, las fuerzas del orden, la policía y todos los organismos competentes tratarán por todos los medios de que impere de nuevo la normalidad y de que se aprese al responsable o responsables y sean juzgados en los términos requeridos por la legislación vigente.
—Bueno, pues hasta aquí hemos llegado en esta edición especial de TPA Noticias. Muchas gracias por su amable participación, Pedro. —Le dirigió una cálida sonrisa, aunque su mirada se mantuvo imperturbable.
—Muchas gracias a ustedes por invitarme a su programa.
El alcalde apagó la televisión con expresión satisfecha. Su pupilo estaba bien adiestrado; era casi tan bueno mintiendo como él mismo.

 

El ambiente en la comisaría de Moreda era relajado, casi festivo. Cuando Maxi y Daniel entraron, alcanzaron a oír:
—Éstos no se lo van a creer...
Fue Maxi, en su clásico papel de «poli malo», el primero en acercarse a Borja, que era quien había hecho el comentario. A su lado se encontraban Pablo y Cristóbal.
—¿Qué es lo que no se va a creer quién?
—Cuéntaselo, total... —le animó Pablo. Borja, que era el agente más novato, dudó brevemente, pero se decidió al fin.
—Esta mañana ha venido una tía despampanante.
—¿Ah, sí? —preguntó con escepticismo Maxi, con su mueca de tiburón. Daniel también se había aproximado a ellos, intrigado por el asunto.
—Sí, sí, era una tía impresionante, con un cuerpo, unas curvas... Una tía de las de estrellarte contra una farola por mirar para ella —contribuyó Cristóbal, sin duda encantado de rememorar aquella paradisíaca imagen.
—Qué suerte que aquí no haya farolas —ironizó Maxi. A Daniel, por primera vez, le hizo gracia la ocurrencia de su veterano compañero—. ¿Y a qué vino exactamente Miss España? —continuó Maxi, que parecía bastante inspirado.
—Pues... —empezó Borja.
Esta vez fue Pablo el que ayudó al novato:
—Eso no lo tenemos del todo claro —confesó—. Parecía que sabía, bueno, ella decía que sabía con quién había estado reunido el cadáver de Moreda, bueno, antes de ser cadáver claro, el día antes de su muerte.
—¡Ese caso está cerrado! —vociferó Maxi, con excesiva vehemencia, a juicio de Daniel.
—Ya, si lo sabemos, pero es que... ¡Teníais que haberla visto! Además llevaba una ropita, un escote, una minifalda que... ufff, madre mía...
—Límpiate las babas, vas a poner esto perdido —interrumpió Maxi, con cara cada vez más avinagrada—. ¿Nos queréis hacer creer —incluyó a Daniel en el asunto— que ha venido aquí una modelo internacional a contaros milongas de un caso que ya no estamos investigando —Daniel pensó para sus adentros que lo cierto era que nunca habían llegado a investigarlo, pero se abstuvo de interrumpirle— y que además iba vestida como si se hubiese escapado de un anuncio de lencería?
—Por eso os decíamos que no nos ibais a creer —aclaró Cristóbal—. Pero es cierto. En serio.
Maxi puso fin a su participación en aquella conversación.
—En fin, tengo cosas que hacer. —Y se fue camino del despacho. Antes de llegar a él, se dio la vuelta y añadió—: No dejéis de avisarme si se presentan aquí Elsa Pataky o Pilar Rubio. —Los otros le rieron la gracia pero sin demasiadas ganas.
—Pues es verdad, estuvo aquí, además un buen rato —dijo Pablo cuando Maxi ya se había encerrado en su despacho.
—Yo incluso la acompañé al baño —agregó Cristóbal.
Daniel les miraba entre la incredulidad y la admiración. Empezaba a pensar que no era ninguna broma... y él, mientras tanto, por ahí con el inepto de su compañero.
—Pero no iba como en un anuncio de lencería —matizó Pablo—. Iba con una cazadora corta, que se quitó nada más llegar, y una camiseta de tirantes con un pedazo de escote...
—Y una minifalda cortísima —añadió Borja, que también quería contribuir.
Los ojos les hacían chiribitas a los tres. Daniel seguía escuchando sin decir palabra. Hicieron algún otro comentario, de más que dudoso gusto, y siguieron fantaseando con la situación. Finalmente, y antes de que los otros necesitasen un babero, Daniel preguntó:
—Tomasteis nota de su declaración, ¿verdad? ¿Lo añadisteis al informe?
—Bueno, lo cierto es que...
—O sea, que no hay nada, aparte de vuestra palabra, que pruebe que realmente esa chica de escultural figura y escueta vestimenta estuvo aquí.
Tras un pequeño silencio, Pablo confesó:
—Mira, voy a serte sincero. Lo que menos nos importaba era lo que decía. Parecían cosas irrelevantes, vaguedades; no estaba segura al cien por cien de si el hombre al que dice que vio reunido con el otro era el cadáver o no. Al otro dijo conocerlo sólo de vista. Nos dio su nombre y poco más. Era todo tan... confuso, impreciso... que pensamos que no tendría mayor importancia.
—Yo en realidad llegué a pensar si no sería una broma de estos mamones —reconoció Cristóbal—. Parecía difícil que aquello nos estuviese ocurriendo realmente...
—Menuda panda de inútiles —dijo Daniel con una sonrisa irónica—. Pongamos que os creo, pongamos que sí que vino la chica y que sí era como describisteis, ¿no os parece muy raro que haya venido vestida así a deciros vaguedades sobre un caso ya cerrado?
—Bueno, extraño sí que es —concedió Pablo.
—¿Conserváis algún papel, alguna nota que hayáis tomado?
—Hombre, a sucio sí que apuntamos algo —confirmó Cristóbal. Borja hacía rato que no decía nada, pues él no había participado en el interrogatorio a la «tía buena», para su desgracia por supuesto—. Si lo quieres ver...
—Sí, buscadlo. Ya me lo enseñaréis más tarde, que yo también tengo trabajo.
Y ahí quedó la cosa.

 

Carolina Cueto vestía ahora una camiseta negra de manga corta, una cazadora vaquera de color azul y unos jeans a juego. Había cambiado los zapatos de tacón de aguja por unas princesitas y se había quitado a conciencia el antiguo maquillaje, permitiéndose únicamente un poco de gloss en los labios. Su curvilínea figura, sin estar enfundada en el provocativo atuendo de por la mañana, no destacaba tanto y sus rasgos faciales eran agradables pero no deslumbrantes. Había sustituido los grandes pendientes de plata en forma de aro por unos más discretos de bisutería con forma de pequeños triángulos y en su muñeca derecha ya no lucía la pulsera de marca. Sólo el pequeño bolso de diseño era el mismo que en su visita a la comisaría. Habían pasado casi siete horas desde ésta y ahora el escenario era otro muy diferente.
El Tom Corless’s era un pub ubicado en la calle Manso, haciendo esquina con la avenida de Castilla, que había abierto sus puertas por vez primera en 1998. Además de su decoración, típica de taberna irlandesa, destacaba por su música, principalmente de los años sesenta, setenta y ochenta, en contraste con los éxitos más recientes y comerciales que sonaban en la mayoría de los bares. Otro de los alicientes del local eran las actuaciones en directo, frecuentes los fines de semana en horario nocturno. Por semana, sin embargo, no solía estar muy concurrido, motivo fundamental por el que Carolina había sido citada allí.
La chica apareció por el local, en el que en esos momentos sonaba la mítica We don’t need another hero de Tina Turner, apenas unos cinco minutos más tarde de lo previsto, y entró aguzando la vista pero no tuvo que hacer mucho esfuerzo pues en seguida fue divisada por su amigo y alertada con un breve gesto con la mano desde la mesa en la que éste se encontraba; de hecho, la única ocupada en aquel momento, pues el bar acababa de abrir. El hombre, de estatura media y pelo castaño claro, se levantó para recibirla mientras ésta se acercaba a la mesa, situada en un extremo del local y flanqueada por un pequeño panel de madera que la ocultaba de miradas indiscretas, y se saludaron con un par de besos.
—Te noto favorecido, Loren —dijo ella tras el saludo inicial, mientras ambos tomaban asiento, uno frente al otro en una mesa para cuatro personas.
—Será el afeitado —repuso él risueño, rascándose simbólicamente sus perfectamente rasuradas mejillas—. A ti también te noto como distinta... —comenzó a decir, pero antes de que pudiese terminar la frase se vieron interrumpidos por la camarera, una mujer joven, de pelo negro y gafas de montura roja, que lucía una extremada delgadez, al menos según el criterio de Lorenzo.
—Una Heineken, por favor —pidió la chica. Cuando la camarera se hubo ido, le confesó a Lorenzo—: La verdad es que no tomo muchas cervezas, pero ya que estamos en una cervecería...
—Yo ya sabes... fiel a mi estilo. —Y levantó en vilo su vaso de Trina manzana del que tomó un sorbo.
—Bueno, ¿qué tal lo he hecho? Que me tienes en vilo, ni siquiera me dejaste mandarte un SMS para ver si había servido de algo mi actuación.
—Tu actuación... —comenzó él, pero fue nuevamente interrumpido por la llegada de la camarera. Después de que ésta depositase la cerveza sobre la mesa, Lorenzo refunfuñó—: Joer, somos los únicos clientes ahora mismo y no se dignan ni en traernos un maldito pincho. La verdad es que este sitio cada vez me gusta menos...
—Bueno, yo no he venido muchas veces —terció la chica—, pero creo que no está mal. O sea, tiene un algo, cierto encanto, no sé.
—Sí, a ver, si el sitio está bien. La decoración, la música, la ubicación, lo tranquilo que se está... Sólo que de un tiempo a esta parte no dan nunca pincho... Antes daban a veces, tampoco siempre, una cesta de patatitas o unos frutos secos, a veces cacahuetes, con la cáscara y todo, picabas algo y te entretenías... Y aparte está el escabroso asunto de que ahora meten un clavo con los precios que lo flipas.
—Vaya, de haberlo sabido no hubiese pedido una cerveza.
—Tranquila, hoy estás invitada.
—Ya me lo imaginaba, por eso lo decía. —Ambos sonrieron—. Bueno, cuéntame, ¿qué tal lo hice? ¿Y a ti qué tal te fue? La verdad es que estuviste muy creíble en tu papel de electricista, me gustó sobre todo el toque de desaliño, mal afeitado, medio sucio... Dabas una sensación muy realista —dijo y se atusó coquetamente su larga melena. Ese gesto no lo había tenido que fingir en la comisaría.
—Bueno, como te iba a decir antes, tu actuación fue... —estuvo tentado de decir de Globo de Oro, pero se dio cuenta sobre la marcha que daría pie a diversas interpretaciones— ... de Oscar. Los dejaste boquiabiertos de principio a fin. Llegué a temer que no te dejasen irte de la comisaría, que te confundiesen con un bombón y te intentasen comer.
La chica entornó los ojos con cierto rubor.
—Serás adulador... Seguro que a Sara le sacas los colores cada poco.
Lorenzo sonrió sin contestar. En el hilo musical se escuchaba More than a feeling.
—Me encanta esta canción —cambió de tercio Carolina—. ¿Quién la canta?
—Un grupo de Boston con un nombre tremendamente original que a nadie se le hubiese ocurrido nunca: Boston.
—¿Ochentero?
—Setentero, si no me equivoco. Pero creo que siguen en activo aún.
—Bueno, no me tengas en ascuas, dime, ¿conseguiste el expediente?
—Sí, sí. —Lorenzo cogió su cazadora, que tenía posada a su lado, y sacó de un bolsillo con cremallera una funda de cámara de fotos. La abrió y sacó de ella la cámara y la encendió. Después navegó por ella hasta encontrar las fotos concretas y se las mostró a la chica—. Bueno, así tan pequeño no lo podrás apreciar, pero en el ordenador se ve perfectamente. Aquí está todo —bajó la voz, por si la camarera tras la barra pudiera oírles aunque, dada la gran distancia que les separaba, lo veía poco probable—: el expediente completo. Ahora tengo la misma información que ellos. Y en gran parte, gracias a ti.
La chica negó con las manos al tiempo que decía:
—De eso nada: todo el plan fue tuyo. Un plan maestro. Yo sólo fui un peón.
—Pero menudo peón.
—Si sigues así —sonrió ella, más complacida que otra cosa—, le voy a tener que decir a Sara que me andas tirando los trastos.
No way! —replicó él burlonamente en inglés—. No, totalmente en serio ahora, la verdad es que tu ayuda fue inestimable para mi... ¿cómo era, mi «plan maestro»?
—Bah, no es nada. Te sigo debiendo muchos más favores yo a ti que tú a mí.
—De eso nada —contestó modestamente, sabedor de que la chica tenía razón.
Comenzaban a sonar los acordes de Ziggy Stardust, de David Bowie.
—Además —añadió ella—: lo cierto es que hacer de tía buena, aunque fuese en la ficción, tiene su punto. Reconozco que me divertí mucho.
—Los polis también se lo debieron pasar bien. Apuesto a que no escucharon ni una sola palabra de lo que dijiste.
—No, estaban muy ocupados mirándome el escote. —Soltó una carcajada agradable, ni muy fuerte ni muy estridente. Sus facciones ganaban bastante al sonreír. Lorenzo se alegró de estar tan enamorado de Sara porque, entre el escultural cuerpo de Carolina, que afortunadamente ahora llevaba convenientemente tapado, y su bonita y perpetua sonrisa, se le podrían ocurrir muchas cosas inoportunas—. Te agradezco que pensases en mí para ese papel, fue una experiencia muy divertida.
You’re welcome. —Nuevamente el inglés de andar por casa. A Lorenzo le encantaba hablar en Spanglish, en especial con gente que incluso le entendía, pese a sus extravagancias—. Además, te aseguro que siempre fuiste la primera opción.
—Eso se lo dirás a todas...
—Por supuesto. —Nueva carcajada de la chica. Lorenzo siguió, ya más serio—: Pero en este caso es cierto. Fuiste la primera y única opción. Todas mis esperanzas de éxito pasaban por ti.
—Me alegro de haber contribuido. Por cierto, una curiosidad: ¿lo de las pizzas también fue cosa tuya?
Lorenzo sonrió al tiempo que decía:
—Se trataba de añadir incertidumbre a la ecuación. Además, «el secreto está en la masa»...
Ambos se rieron.
—¿Y quién era, otro amigo tuyo?
—No, no, qué va —aclaró—. Era un auténtico y genuino pizzero al que llamaron desde la comisaría, ¿desde dónde si no?, para que llevase unas sabrosísimas pizzas a los señores policías.
—¿Y cómo sabías que él iba llegar justo a tiempo, cuando yo ya estuviese allí? Es una de las cosas que más me fascina de tu plan, ¿cómo pudiste ajustar los horarios de un desconocido, el pizzero, con los míos? Aunque supieses cuándo llegaba yo, y más o menos cuando te iba a dar el visto bueno telefónico para que entrases...
—Hombre, en primer lugar contaba con la terquedad de los trabajadores que tienen que desplazarse a un lugar para hacer su trabajo y luego se sienten estafados porque se les quiere echar a patadas; y contaba también con que tú eclipsaras a los polis y yo pudiera colarme subrepticiamente, con pizzero o sin él, aunque sin duda hubiese sido más complicado. —La chica escuchaba con gran interés. Lorenzo continuó—: Había hecho una estimación del tiempo que podía tardar el de la pizza en llegar a la comisaría, teniendo en cuenta la hora, el tráfico y la cercanía de la pizzería. Y, si tú aguantabas el tiempo suficiente allí dentro, y el tío era un poco terco y protestaba porque no le querían pagar y por todo el malentendido, yo debería tener el tiempo necesario, realmente sólo unos segundos, menos de un minuto, para poder colarme en el segundo despacho, como bien me señalaste, y sacar las fotos. Por supuesto, podían darse mil circunstancias que echasen todo por tierra... pero era un riesgo calculado. Lo peor que podía pasar —dijo para concluir— es que yo no pudiese meterme en el despacho, pero bueno... sería simplemente un electricista al que alguien llamó erróneamente. No creo que me fuesen a encarcelar...
—Bueno, ¿y ahora qué? ¿Cuál es tu siguiente masterplan? —Ella también sabía intercalar idiomas.
—No se lo digas a nadie pero —bajó la voz misteriosamente—: sólo lo sabe Sara y ahora tú —la chica agudizó el oído a la expectativa de lo que tenía que escuchar—. No tengo ni la más remota idea —concluyó, con su mordacidad habitual.
—Nunca cambiarás...
—Y tú que lo veas.
Lorenzo casi había terminado su refresco. A la chica aún le quedaba algo de cerveza. David Bowie había dejado paso a los Counting Crows y su Mr. Jones. La chica se excusó y fue al servicio. Lorenzo se quedó en la mesa canturreando el estribillo.
Mr. Jones and me tell each other fairy tales; stare at the beautiful women: "She’s looking at you. Ah, no, no, she’s looking at me"...
Cuando la chica regresó a la mesa, ya no eran los únicos clientes del local: una pareja de veintimuchos o treinta y pocos, integrada por un hombre de aspecto fiero y cara de Neandertal, pelo pincho convenientemente engominado hacia arriba, y que lucía una apretada camiseta con un mensaje reivindicativo en inglés, que muy posiblemente no fuese capaz de traducir, un horrendo tatuaje que ocupaba todo su brazo izquierdo y unos pantalones de culo caído, de ésos que enseñaban la ropa interior y que llevaban tanto tiempo extrañamente en boga, había entrado, acompañado por una chica minúscula, de media melena castaño oscuro, que vestía una chupa negra de cuero, una camiseta blanca con un dibujo de Betty Boop, que con toda seguridad la chica no sabría ni quién era, y un pantaloncito ultracorto bajo el que mostraba unas escuálidas y blanquecinas piernas. Toda ella no pesaría más de cuarenta kilos. La chica iba agarrada de la cintura de su acompañante, y éste, más que llevarla sujeta por los hombros, podría decirse que se apoyaba en ella cual si fuese un bastón, dada la enorme diferencia de estatura. Se sentaron en la mesa del fondo, la única que quedaba justo en frente de los servicios. «Quizá quieran tener buenas vistas», pensó maliciosamente Lorenzo mientras Carolina se acomodaba nuevamente en la silla.
—Ya no estamos solos —dijo ella.
—No, así que compórtate; que si no el chulo y la choni pueden venir a darnos una paliza.
Carolina se rio con ganas.
—Cómo te gusta meterte con la gente...
—¿A mí? —Lorenzo puso o, al menos, intentó poner mirada angelical, lo que provocó nuevamente las risas de la chica—. Pero no me dirás que tienen toda la pinta: él de vacilón de discoteca y ella de choni de libro.
Carolina se asomó discretamente a su derecha, pues desde su mesa no tenían contacto visual directo con la de los susodichos, y tras echar una ojeada hacia atrás, volvió a su posición inicial en la silla.
—Hombre, la verdad es que razón no te falta —concedió—. Él tiene pinta de matón, y ella no sé, es como diminuta, ¿no? Superpequeña y superdelgada...
—Vaya por delante que a ti no te sobra ni un gramo —matizó Lorenzo—, pero esa tía es como la mitad que tú. Bueno, de hecho en muchas cosas no llega a la mitad.
—Loren... —dijo la chica, medio riñendo, medio sonriendo.
—No me refería a nada en concreto. Lo juro. —Y levantó teatralmente la mano con la palma extendida.
Sonaba ahora el You really got me, pero no el original de The Kinks, sino la famosísima versión que constituyó el primer gran éxito del grupo de rock Van Halen.
Girl, you really got me now; you got me so I don’t know what I’m doin’...
—Esta canción también me mola —comentó la chica—. ¿Es de...?
—... Van Halen —completó Lorenzo. Se abstuvo de decir que no era la versión original.
—Éstos no son de Boston, ¿eh? —bromeó ella.
—No, qué va. Son dos hermanos medio holandeses, medio americanos; uno toca sobre todo la batería y el otro está considerado uno de los mejores guitarristas de rock de la historia. Si te sirve...
—Sí, mi curiosidad ha sido saciada. —Y tomó otro trago de cerveza.
Tras un pequeño silencio, la chica preguntó:
—Y, cuando descubras quién lo hizo, ¿tendrás que informar a la policía?
—Me gusta tu optimismo. Cuando lo descubra... Si lo llego a descubrir, tendré que informar en primer lugar a la viuda, que a fin de cuentas es la que me paga. Y bastante bien, por cierto. Respecto a la policía... no sé, supongo que dependerá de qué sea lo que descubra, y de qué quiera hacer ella. En realidad, no había pensado mucho en ello; tiendo a pensar más a corto plazo.
—La verdad es que tienes un trabajo de lo más interesante. Un trabajo de película.
—Bueno, éste es el primer caso realmente importante al que me enfrento. Los otros habían sido bastante rutinarios, monótonos, incluso aburridos. Éste promete. Ya te iré contando.
—Eso espero. —Sonrió y se acabó la cerveza. Miró para el vaso de Lorenzo, que ya estaba vacío hacía un rato—. Nos vamos cuando quieras, ¿eh?
—Cuando quieras tú, yo no tengo prisa.
—Pero Sara te estará esperando. Además —Carolina le clavó sus expresivos ojos marrón oscuro—, sabes de sobra que no le caigo bien.
—Eso no es verdad.
—No me puede ver, y lo sabes.
—No es cierto. Simplemente... —trató de encontrar las palabras adecuadas— ... piensa que, como hacías ese papel, no sé, ya me entiendes. Bueno, es difícil que me entiendas porque no he dicho nada realmente... —se excusó.
—Sí, piensa que soy su rival.
—No lo eres, ella no tiene rival. —La solemne sinceridad con la que pronunció estas palabras provocó un casi imperceptible cambio en la expresión de la chica, que rápidamente se recompuso sin apenas pestañear. Lorenzo no estaba seguro de si había sido figuración suya o si a la chica le había sentado mal esa afirmación. Sea como fuere, ambos la dejaron correr.
—Pero a ella no le caigo bien, y que estés conmigo mucho rato seguro que le parece mal, así que lo mejor será que paguemos y nos vayamos, ¿no crees?
—Bueno, nos vamos —convino Lorenzo, poniéndose en pie. La chica hizo lo propio—. Pero no le molesta que quedemos; si acaso, te puedo conceder que no le gustó que te utilizase, vamos, que te pidiese ayuda para este... papel, lo que tampoco es tan raro de entender, dadas las circunstancias, pero lo de que tomemos un café no le importa en absoluto, créeme.
Ella asintió con el gesto, aparentemente convencida. Se acercaron a la barra y él sacó rápidamente la cartera por si a la chica se le ocurría intentar pagar.
—¿Me cobras un Trina y una Heineken?
La camarera fue a la caja registradora y pulsó en los artículos correspondientes.
—Son seis euros.
Lorenzo entregó un billete de diez, recogió la vuelta y se fueron en silencio hasta la puerta. Nada más salir, Carolina exclamó:
—¡Vaya atraco! Sí que tenías razón...
—Sí, ya te digo que en este sitio se columpian bastante con los precios de un tiempo a esta parte. Pero bueno, un día es un día.
—Bueno, me alegro de haberte ayudado.
—Yo también. ¿Quieres que te acompañe a casa?
—No, gracias, no te molestes. Además, igual aprovecho y voy a mirar alguna tienda antes.
—Muy bien. Pues lo dicho, muchas gracias.
Se dieron un par de besos en las mejillas.
—Cuéntame en qué para la cosa, ¿eh?
—Sí, te mantendré informada. Pero no te puedo prometer nada respecto a cuánto tardaré en descubrir algo.
—No importa. Tú llámame de vez en cuando y me cuentas, ¿vale?
—Muy bien.
—Talueguín, Loren.
—Taluego, Caro.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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