III Sospechas

 

 

«Las mujeres son secretistas por naturaleza, y les gusta practicar el secreto por su cuenta»
Arthur Conan Doyle

 

Jorge Martín estaba sentado en el sofá y parecía contemplar obnubilado la televisión cuando su mujer entró en la sala de estar. Un par de años más joven que su marido, Sandra Moreno era bajita y ligeramente entrada en carnes, aunque repartidas con innegable acierto a lo largo de su anatomía, confiriéndole una figura curvilínea muy del agrado de Jorge. Llevaba una espesa media melena castaño claro que le sentaba muy bien a su redondeada aunque no especialmente bonita cara. Traía en la mano un par de periódicos y una bolsa con una barra de pan y una docena de huevos.
—¿Ya has vuelto? —preguntó extrañada, mientras posaba los periódicos sobre la vieja mesa de madera—. ¿Qué te ha pasado?
—Hola, cariño —respondió Jorge, sin apenas despegar la vista del televisor—. Yo también me alegro de verte.
Sandra hizo un gesto de contrariedad y se dirigió a la cocina a dejar el pan y los huevos, al tiempo que preguntaba:
—No me has contestado. ¿Qué te ha pasado, cómo has vuelto tan pronto?
Jorge no se sentía con muchas ganas de conversar.
—Nada —balbuceó—. ¿Qué me habría de pasar? —Sandra había regresado a la sala de estar y miraba fijamente a su marido mientras éste se explicaba—. ¿Acaso tengo siempre que volver a la misma hora? Simplemente hoy no me apetecía mucho correr y he vuelto antes.
—Claro, eso tiene mucho sentido —replicó su esposa frunciendo el ceño—. Míster «lo hago todo a su debido tiempo y en su debida forma» ha decidido de repente romper su rutina habitual de correr tres cuartos de hora después de llevar haciéndolo seis años.
—En realidad son casi siete —corrigió Jorge, para luego rectificar—: Quiero decir, vale, de acuerdo, me retorcí un poco el tobillo de la que empezaba a correr, ya sabes que cuando hace calor no pierdo tanto tiempo en calentar y estirar los músculos como cuando hace frío y...
Su mujer cambió por completo su tono y se sentó a su lado.
—¿Y te hiciste mucho daño? A ver, déjame verlo. ¿Te duele mucho?
—No es nada —dijo reticente—. Es una simple torcedura sin importancia. No me duele, tranquila. —La besó en la frente—. Cómo se preocupa por mí mi mujercita, ¿qué haría yo sin ella?
—¿Y cómo es que no te has duchado aún? —preguntó Sandra de pronto, advirtiendo con sorpresa que su marido aún llevaba su ropa de deporte—. Desde que nos casamos, siempre que vuelves de correr lo primero que haces es ir directo al baño, incluso aunque tuvieses alguna molestia.
—Estaba... cansado; llegué y me senté. —Se levantó bruscamente—. Ya voy ahora, no hacía falta que te metieses con mi olor corporal tan sutilmente. —Sonrió y se fue al baño.
Sandra no dijo nada más, aunque le miró con extrañeza. Éste me está ocultando algo, pensó, ¿pero el qué y, sobre todo, por qué?

 

Eran ya las dos del mediodía e Isabel Sampedro estaba empezando a preparar la comida. La anterior había sido una mala noche para ella, como lo era siempre que su marido no la pasaba en casa, algo que acontecía con mayor frecuencia cada vez. Había optado, de nuevo, por refugiarse en el alcohol para hacer más llevaderas las largas horas de soledad y, en consecuencia, se había levantado con un dolor de cabeza espantoso y se había pasado la mañana tomando aspirinas, lo que le había provocado un ligero mareo, aunque ahora comenzaba a sentirse algo mejor. La situación se estaba volviendo insostenible. No, para qué engañarse, la situación ya era insostenible.
¿En qué momento había comenzado a ocurrir aquello? No lo sabía con exactitud. Suponía que había sido algo gradual, como suele suceder en este tipo de asuntos. Primero algunas excusas más o menos creíbles, después otras cada vez más inverosímiles, para acabar con unas coartadas rayanas en lo grotesco. «Tengo que hacer horas extra, cariño», «esta noche iré a cenar con Luis —su jefe— y sus colegas, una especie de reunión de negocios, ya sabes, no sé cuánto tardaré, no me esperes levantada», «Luis me ha pedido que pase el fin de semana con él y unos socios del extranjero que están de visita»... Al principio se lo había creído de cabo a rabo, llegó a pensar que su marido era uno de los mejores economistas no ya de la región sino del país, y que realmente necesitaban su asesoramiento en todo momento y lugar. Pero la primera vez que le vio con ella en un restaurante, cuando debía estar supuestamente en una de esas interminables reuniones, entonces todo cambió. Iba en coche y había tráfico, así que no había forma de parar a pedirle cuentas sobre la marcha pero no pudo controlarse mucho tiempo y nada más llegar a casa, unas horas después, le abordó para pedirle explicaciones de quién era su amiguita y de por qué le había mentido sobre la reunión. «Cariño ¡cómo eres!», le había dicho con su habitual mirada cínica y su insolente sonrisa de quedar bien. «Por supuesto que tuvimos la reunión; de hecho, ella es una de las responsables de la compañía con la que estamos haciendo negocios actualmente y en la empresa me aconsejaron que fuese lo más cordial posible con ella para ganarme su confianza». Sí, su confianza. Seguro que era eso, había pensado para sus adentros con escaso convencimiento, aunque queriendo aferrarse a esa idea como a un clavo ardiendo. Después hubo más reuniones y seguramente consiguió ganarse bastante más que su confianza.
Pero todo aquello ya no le importaba gran cosa, se dijo a sí misma para infundirse valor. «No, ahora ya no tiene importancia; pediré el divorcio y reharé mi vida, como hacen tantas otras», pero sabía que en el fondo de su ser no era ése su verdadero anhelo. El dolor y sufrimiento iniciales habían dado paso al odio y al rencor. Quizá el divorcio no era la mejor solución; a fin de cuentas, tenían separación de bienes y ella saldría perdiendo. La mejor opción era más maquiavélica y complicada, y entrañaría sus riesgos pero si todo salía bien... La sensación de liberación que le producían aquellos pensamientos le hizo dar un respingo. Esa fracción de segundo coincidió con una llamada de teléfono. Tardó unos instantes en reaccionar y volver al presente y fue al hall a responder la llamada.
—¿Diga?
—Eh... —La voz al otro lado de la línea se mostró dubitativa e indecisa. Después hizo acopio de valor y formuló la pregunta fingiendo indiferencia en el tono—: Isabel, ¿no está Ricardo?
—¿Cómo te atreves...? —comenzó Isabel, indignada al reconocer su inconfundible y aterciopelada voz.
—Escucha, siento llamarte a casa pero... ¿está Ricardo ahí?
—¿Y a mí me lo preguntas? —La indignación se convirtió en recelo—. ¿Acaso no está contigo, como siempre?
—Mira, sé que no te caigo bien, y lo entiendo, pero —añadió rápidamente sin opción a recibir una réplica— creo que le ha ocurrido algo. Necesitaba saber si ha pasado la noche ahí.
—No, daba por hecho que estaba contigo... o con cualquier otra de sus amiguitas —agregó, por despecho más que por otro motivo, pues desconocía la veracidad de su acusación.
Patricia Cornejo hizo caso omiso de la pulla y continuó.
—No, por eso te pregunto. Ayer había... —Parecía no saber cómo escoger las palabras. Continuó sin entrar en detalles—: Habíamos quedado, se supone que vendría a recogerme por la tarde, a la salida del trabajo, y no se presentó. Él nunca... vamos, que es la primera vez que me da plantón y le he estado llamando desde entonces. Primero el móvil daba señal pero no lo cogía y desde hace horas ni siquiera da señal, dice que está apagado o fuera de cobertura.
—Ricardo nunca apagaba su móvil —suspiró Isabel—. Al menos cuando aún vivía aquí. —En su voz aún había reproche, pero la sospecha de que algo terrible había ocurrido iba ganando la partida poco a poco.
—Ya lo sé. Yo... bueno, si vuelve, quiero decir, cuando vuelva, por favor dile que me llame. O si te enteras de algo... En fin, tengo miedo que le haya pasado algo malo. —Esta última palabra fue pronunciada de una forma un tanto peculiar. O tenía miedo o sabía más de lo que contaba.
—Está bien —claudicó Isabel a regañadientes, aunque ella misma comenzaba a tener la desagradable sensación de que efectivamente algo malo le tenía que haber ocurrido a su marido.

 

El Ciudad Gijón era un hotel de cuatro estrellas de la cadena hotelera Silken, ubicado en la calle Bohemia, a tan sólo quinientos metros del parque de Moreda. Se trataba de un edificio de moderna arquitectura, inaugurado en julio de 2006, que se caracterizaba por su gran fachada de color blanco compuesta de cristal y acero. Su cercanía a las estaciones de autobús y ferrocarril, así como a la autopista, posibilitaba la llegada a través de cualquier medio de transporte. Era frecuentado tanto por turistas de clase alta ávidos de relax y confort como por personal de empresas en viajes de negocios. En este último caso, solían alojarse en alguna de las denominadas «habitaciones Silken Club» de la quinta planta.
En la habitación 504, Diana Zamora terminaba de arreglarse en el cuarto de baño para salir a la calle. Había dormido profundamente la noche anterior, tras la reunión que la había traído nuevamente a la ciudad gijonesa y que se había prolongado durante más horas de la cuenta, dejándola completamente exhausta.
A sus treinta y cuatro años se podía afirmar sin temor al equívoco que la vida le sonreía: era esbelta y de buena figura, de curvas suaves pero suficientes, lucía una bien cuidada media melena ondulada de tono castaño claro y, aunque su cara no era especialmente llamativa, contaba con una bonita sonrisa que armonizaba el conjunto; tenía un trabajo que no le desagradaba, lo cual es mucho decir en estos tiempos; un sueldo más que generoso, incluyendo dietas y extras en concepto de desplazamientos y objetivos; plena libertad de movimientos, sin familiares mayores a quienes tener que atender, ni hijos a su cargo; todo lo que una mujer joven puede desear. ¿Todo? Todo excepto lo que más anhelaba en el mundo: una pareja estable.
En el pasado sus relaciones con los hombres no habían sido muy gratificantes, acostumbraba a tener un don especial para equivocarse en la elección de sus parejas, pero aun así no cejaba en su empeño de encontrar al hombre ideal. Y quizá lo había logrado, o al menos eso creía ella.
Lo había conocido en su primera visita a la ciudad, varios meses atrás. Ella, como siempre, había tenido que desplazarse por motivos de trabajo y coincidieron en la cafetería del hotel en el que se había hospedado en aquella ocasión, el Hotel Tryp Rey Pelayo. Él, oriundo del lugar, se encontraba allí también por cuestiones de negocios con unos inversores extranjeros alojados en el hotel y ella se mostró halagada por su galantería y buenos modales. En la semana que duró su estancia en la ciudad, consiguieron citarse en varias ocasiones y en los últimos meses, siempre que había existido la más mínima posibilidad de que alguien en su empresa tuviese que dirigirse a algún lugar del norte del país, habían aprovechado la coyuntura para verse, en la medida de lo posible. El pero, porque siempre hay un pero, es que era un hombre casado. Al menos él había sido sincero desde el primer momento, y ni siquiera había tenido la desfachatez de desprenderse de la alianza, como tantos otros, para simular lo que no era. Seguramente eso, aunado a su caballerosidad y labia, era lo que más gratamente le había sorprendido y conquistado desde un principio. Los meses se habían ido sucediendo sin pausa y la relación, si podía llamarse así, se había afianzado, si bien ella sabía que aún había que solucionar el tema de su esposa. Pero estaba decidida a intentarlo, a decirle sincera y abiertamente que la abandonase para irse a vivir con ella... y quién sabe si casarse cuando se solucionase el tema del divorcio.
No obstante, algo raro parecía ocurrir este fin de semana. Le había mandado unos cuantos SMS al móvil el día anterior, informándole de que ya estaba en la ciudad y de que tenía muchas ganas de verle. Por lo general, él siempre encontraba forma de contestarle y, pese a que no siempre acababan pudiendo concertar un encuentro, al menos sí charlaban largo y tendido por teléfono. En esta ocasión, sin embargo, no sólo no había contestado a ninguno de sus mensajes, sino que tampoco había respondido a ninguna de sus numerosas llamadas, efectuadas entre el viernes de noche y lo que iba de mañana de ese sábado. Era muy extraño que se comportase de ese modo. Aunque estuviese con su mujer y tuviese que mantener las apariencias, era tremendamente atípica esa displicencia por su parte.
Terminó de secarse el pelo, se peinó con esmero y salió del baño, de diseño vanguardista, puede que más de la cuenta para su gusto. Sacó de su pequeño neceser de color negro un par de pendientes y un collar a juego y volvió a depositarlo en el amplio escritorio de trabajo, de tono caoba, del que disponía la habitación, posándolo al lado de su ordenador portátil. Echó una última ojeada en el espejo y, estando conforme con lo que veía, abandonó la habitación.
En el vestíbulo del hotel parecía existir un gran revuelo, la gente andaba y hablaba atropelladamente y Diana alcanzó a oírle a una pareja de mediana edad una exclamación de lamento, como si hubiese ocurrido alguna desgracia. Se acercó al mostrador, intrigada por la excitación reinante, y le preguntó al recepcionista a qué venía tanto alboroto. Éste, un muchacho de veintipocos años, de rostro cetrino, gafas redondas y aspecto distraído le dijo:
—Una terrible desgracia: parece ser que han encontrado un cadáver bajo el puente del parque de Moreda —expresó con tono lúgubre y contrito—. En fin, una tragedia. Supongo que no somos nadie —concluyó apesadumbrado.
—Vaya, qué horror —manifestó con escasa convicción Diana, pensando que a fin de cuentas no era algo de su incumbencia.
Salió del hotel y observó en la lejanía la aglomeración de gente que se concentraba alrededor de la zona. Le pudo la curiosidad y se acercó al puente, donde parecía existir un mayor número de transeúntes. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, abriéndose paso con dificultad entre la muchedumbre, consiguió ver cómo los servicios médicos transportaban el cuerpo sin vida de una persona. El hombre había sido cubierto por completo con una sábana blanca pero aún se alcanzaba a ver por los laterales parte de su atuendo, que parecía estar constituido por un traje de tono oscuro. Justo cuando lo metían en la ambulancia, le pareció ver de refilón la manga de uno de sus brazos, luciendo un reloj y unos gemelos que le resultaban aterradoramente familiares. Suspiró para sus adentros, sin querer creerse lo que acababa de ver, se ajustó las gafas de sol y se alejó de allí como alma que lleva el diablo.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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