XIX Primos lejanos
«Todas las familias dichosas se parecen,
pero las infelices lo son cada una a su manera»
Ana Karenina (León
Tolstói)
Los lunes solían ser días de mucho ajetreo
en la comisaría. A los correspondientes trámites burocráticos que
hubiesen quedado postergados a lo largo de la semana anterior se
les solía unir todo el material relacionado con los pequeños
altercados producidos durante el fin de semana que, en verano,
acostumbraban a ser bastantes, aunque en su mayor parte de escasa
importancia. Daniel se había pasado todo el fin de semana
enfrascado en la investigación del caso de la Semana Negra, gracias
a la información extraoficial que les había facilitado Ramón sobre
Marcos Tuero. Cuando llegó a la comisaría, se sentó como un
autómata en su mesa y continuó con la investigación, realizando
algunas llamadas telefónicas para contrastar datos. Maxi, por su
parte, también había recibido la información de manos de Ramón pero
sin embargo no se había mostrado tan activo como su joven
compañero. En realidad, pasó gran parte del fin de semana
holgazaneando, como en él era habitual, si bien dedicó parte del
domingo a cotejar algunos datos para tener algo que poder comentar
al día siguiente. Nada más llegar a comisaría, unos quince minutos
después que su compañero, Maxi se dirigió directamente a la mesa de
éste, que apenas distaba unos centímetros de la suya, y se quedó
extrañamente de pie sin decir nada, esperando a que el otro
levantase la cabeza. Daniel, algo desconcertado, esperó a terminar
la llamada telefónica que estaba realizando para preguntarle qué
quería.
Maxi, rascándose con cierta fruición su
considerable barriga, le contestó enigmáticamente:
—¿Has estado trabajando en eso durante el
fin de semana?
—Así es —corroboró Daniel, bajando
ligeramente la voz y comprobando que ningún otro compañero estaba
pendiente de su conversación—. Tengo localizados algunos nombres.
Creo que hoy puede ser un día movidito.
—Yo también he hecho mis averiguaciones
—afirmó con notable orgullo Maxi—. Tengo que ordenar un poco mis
ideas, ¿nos reunimos en una hora en la sala para ponerlo todo en
común?
Este arranque de decisión dejó algo
desorientado a Daniel, poco acostumbrado a este tipo de
iniciativas. Además, si quería que se reunieran en la sala, en vez
de comentarlo en la mesa de cualquiera de los dos, es que quizá
hubiese averiguado algo de interés. Aún había esperanza de hacer de
Maxi un buen policía para los pocos años que le quedaban de
servicio antes de jubilarse. Daniel sonrió y se mostró conforme con
la reunión.
Tras conocer las compañías a las que
pertenecían los números de móvil, Roberto Pardo, usando complicadas
aplicaciones informáticas que, pese a su dificultad, él dominaba a
la perfección, no había tardado demasiado tiempo en descubrir las
identidades de los titulares de cada uno de los dos teléfonos. La
subsiguiente llamada telefónica no se hizo esperar.
—Buenos días por la mañana.
—Buenos días, Loren. ¿A que no sabes
qué?
—Ya tienes los nombres de los
titulares.
—Exacto.
—¡Vaya eficiencia!
—Se hace lo que se puede. ¿Te los
digo?
—Dame un segundo que coja donde apuntar.
—Tras una brevísima pausa, regresó al teléfono para decir—:
Dispara.
—A ver, son dos mujeres... Una se llama
Patricia Cornejo.
Lorenzo conocía bien ese primer nombre. Se
trataba de la amante de Ricardo Castillo. Apuntó el nombre en su
libreta sin desvelarle ese dato a Roberto.
—Sí, anotado. ¿Y la otra?
—Diana Zamora.
Ese otro nombre, sin embargo, no le decía
nada. De igual modo, no emitió ningún comentario al respecto.
—Vale, los tengo.
—A partir de aquí, ya es cosa tuya la
investigación.
—Sí, sí, descuida. Un millón de gracias,
¿eh?
—No hay de qué. Si necesitas cualquier otra
cosa más adelante...
—Cuento contigo. Venga, muchas gracias. Nos
vemos.
—Hasta luego.
Daniel apartó ligeramente la vista de su
mesa para dirigirla hacia la de la derecha, donde su compañero Maxi
parecía extrañamente meditabundo con sus papeles. Daba la impresión
de estar tomándose el caso verdaderamente en serio. Echó un vistazo
a su reloj de pulsera, de esfera gris y correa de cuero azul, que
le había regalado su madre por su cumpleaños unos cuantos años
atrás, y comprobó que ya iba siendo hora de reunirse con su
compañero. Se levantó y le dio un golpecito discreto con el revés
de la mano en el antebrazo para que se diese por aludido. Éste
lanzó un pequeño gruñido mientras se pasaba la mano por su casi
desierta cabellera.
—¿Ya ha pasado una hora? No hacía falta que
te tomases las cosas tan al pie de la letra, coño —expresó Maxi con
su malhumor habitual—. Dame un minuto, tómate un café o algo
mientras —añadió, suavizando algo el tono en lo que para él
constituía un notable esfuerzo.
Daniel se dirigía ya hacia la máquina del
café cuando oyó un nuevo bramido que le hizo girar la cabeza.
—Ya puestos, tráeme uno a mí también.
Daniel se encogió de hombros, acostumbrado a
hacer de recadero. Mientras cogía los dos cafés, Borja, el miembro
más novato de la comisaría, se acercó por allí para preguntarle sin
demasiada discreción:
—¿Qué os traéis entre manos el cascarrabias
y tú? ¿Algún caso secreto?
Daniel optó por la diplomacia.
—Nada importante, de momento ya hemos tenido
bastantes sobresaltos en lo que va de verano. Los lunes suelen ser
un día de transición —mintió—, para empezar con calma la semana. Ya
te irás acostumbrando a esto, no te preocupes. —Le dio una
palmadita en el hombro y regresó hacia su mesa, sin darle opción a
réplica.
Maxi se encontraba aún inmerso en sus
papeles, así que Daniel se tomó su café allí de pie mientras
apoyaba el de su compañero en la esquina de su mesa.
—Ah, chico, ¿ya
has vuelto? Vale... —Ordenó brevemente unas hojas y las metió en
una vieja carpeta al tiempo que se ponía en pie. Daniel también
aprovechó para coger los papeles de su mesa—. ¿Estamos? —Daniel
asintió y ambos fueron a la sala de reuniones.
Se sentaron uno en frente del otro y
comenzaron a organizar sus notas.
—¿Quién empieza? —preguntó respetuosamente
Daniel, aunque sabía de sobra que Maxi no le iba a dejar empezar a
él ni de broma.
—Yo tengo información muy interesante —fue
toda su respuesta. Después continuó diciendo—: Estuve indagando
sobre los datos que nos pasó el jefe y he visto que hay un tío de
los que estuvo implicado en el caso de León que ahora curra aquí...
Un tal Jaime Cano, que curra en La Nueva
España, donde el Muelle. Resulta que el fulano en cuestión
—prosiguió, con cierto deleite en el habla— trabajaba en el primer
periódico de allí que sacó a la luz la noticia sobre «El Lute» y
además... ¡es el hermano de uno de los padres que lo denunció por
abusos! —Sonrió enseñando sus amarillentos dientes—. ¡Supera
eso!
Daniel dejó correr el infantil comentario de
su compañero y se limitó a presentar la información que había
recopilado, de forma precisa y ordenada, como hacía siempre.
—Vale, veo que has hecho bien los deberes.
Aparte de ese tío —omitió deliberadamente que él también había
obtenido esa información—, yo por mi parte he descubierto a otro,
un tal Arturo Doriga. Es otro periodista, de cuarenta y dos años,
también trabajaba en León en la fecha que ocurrió todo, y también
fue de los que se mostraron más activos en la persecución pública
al «Lute» y a Marcos. Y también está
ahora aquí en Gijón. Concretamente está trabajando en El Comercio y fue uno de los que se mostró más
partidario de dar publicidad a los dos casos actuales. Bueno,
quiero decir, al de Moreda y a éste.
—El de Moreda ya está cerrado y archivado
—dijo con cierto malestar su compañero.
—Sí, bueno, pues eso. Que este tío es de los
que quiere sacar carnaza sobre el caso que nos ocupa. Tanto el uno
como el otro me parecen los mejores candidatos a estar involucrados
en nuestro caso —concluyó Daniel.
—Entonces habrá que concertar una cita con
ellos.
—Sí, pero primero deberíamos consultarlo con
Ramón. A fin de cuentas, esto sigue siendo extraoficial mientras no
nos diga lo contrario.
—Tienes razón —admitió Maxi—. Hablaremos con
el jefe para que nos dé el OK y luego nos pondremos manos a la
obra.
Carlos Diges y Julio Vega habían sudado
tinta china para conseguir información jugosa que ofrecerle a
Jacobo relacionada con Ramón Candela. Al parecer, éste había hecho
lo posible por mantener un gran hermetismo en torno a su vida
privada; el único de los miembros de la junta directiva del
Ayuntamiento que tenía un contacto más directo con Ramón, Tomás
Lobo, se encontraba entre dos aguas, asediado por un lado por su
actual jefe, Jacobo, que quería a toda costa datos que pudiesen
perjudicar al jefe de policía, y por otro lado porque sabía que si
era él quien revelaba algo negativo sobre Ramón, como el asunto de
Astorga, podía acabar explotándole en la cara todo el pastel. Y ya
había gastado el «comodín del público» con el tema de Moreda, así
que había delegado la responsabilidad de recabar nueva información
en sus compañeros, los tenientes de alcalde tercero y cuarto.
Finalmente, y tras muchas llamadas, favores,
apretones de manos, miradas y palabras suspicaces, y amenazas
encubiertas, un mecanismo que parecía universal en el mundillo de
la política, habían conseguido tener algo que ofrecerle a Jacobo de
cara a su reunión con Ramón, que se celebraría al día siguiente.
Mientras se dirigían al despacho del alcalde, Carlos le preguntó a
su compañero:
—¿Crees que le parecerá suficiente lo que
hemos descubierto?
—Ni idea. Con este hombre nunca se
sabe.
—Sólo espero que esté de mejor humor que en
la última reunión...
Jacobo se encontraba en esos instantes
reunido con Pedro Mata, que en los últimos días se había mostrado
especialmente solícito a sus indicaciones. Se notaba que ambos
querían seguir bien agarrados al asiento y las próximas elecciones
se lo iban a poner complicado.
—Hola —saludaron desde la puerta, que estaba
entreabierta—. ¿Estás ocupado?
Jacobo despachó con un gesto entre amistoso
y autoritario a Pedro, al tiempo que decía en voz alta:
—No, ya habíamos terminado.
El portavoz, con su oscuro cabello peinado
hacia atrás como era habitual, salió con celeridad portando una
mueca de disgusto mientras se esforzaba por sonreír a los tenientes
de alcalde. Carlos y Julio entraron por completo en el despacho y
el segundo cerró la puerta mientras el primero decía:
—Te traemos la información que nos habías
pedido. Sobre Ramón Candela, ya sabes.
—Ah, sí, perfecto. Sentaos, por favor. Dadme
un segundo.
Ambos tomaron asiento en sendas sillas
situadas delante del escritorio del alcalde. Éste, por su parte,
apiló una encima de otra una serie de carpetas llenas de papeles,
despejando un poco la superficie central de la mesa. Después se
quitó las gafas y limpió superficialmente los cristales con un
trapo para a continuación volver a ponérselas.
—¿Y bien? Contadme, ¿qué habéis
averiguado?
—Bueno, la verdad es que ha costado bastante
trabajo encontrar nada comprometedor sobre este tipo... —comenzó
Carlos algo titubeante.
—Me importan un bledo los detalles —le cortó
Jacobo de forma adusta.
—Lo que quería decir Carlos —acotó Julio— es
que no hemos venido antes porque no hemos podido. Pero ahora sí
tenemos algo en su contra.
—No sabes cuánto me alegra oír eso.
La mirada glacial con que pronunció estas
palabras asustó verdaderamente a sus subordinados. Ambos comenzaron
a hablar a la vez pero finalmente fue Julio el que tomó la
palabra:
—Buscando y rebuscando hemos descubierto que
tiene un pariente, no muy cercano, pero pariente al fin y al cabo,
que está siempre metiéndose en follones.
—¿Qué clase de pariente?
—Es su primo segundo.
—Bueno, yo no diría primo segundo
exactamente...
—Sí, porque al ser hijo de...
—Señores —Jacobo evitó que se quitasen la
palabra el uno al otro nuevamente y puso un poco de orden—, a ver
si nos aclaramos. ¿Quién coño es ese pariente? Y a ver si me lo
explicáis clarito y de uno en uno.
Esta vez fue el tercer teniente el que cogió
las riendas de la conversación.
—El tío se llama Guillermo Rabanal y es el
hijo de un primo de Ramón. —Hizo una pequeña pausa—. Lo que le
convierte en su primo segundo —añadió casi en un suspiro.
Julio no estaba conforme con el parentesco y
negó con la cabeza pero no dijo nada.
—Vale, su primo segundo, el hijo de su primo
o la puta que lo parió, me da lo mismo —zanjó Jacobo, que empezaba
a hartarse de las chorradas de su gente—. ¿A qué se dedica? ¿A
quién ha matado? ¿Cómo podemos usarlo contra Ramón?
En un acuerdo tácito, principalmente
motivado por el miedo que ambos le tenían a su superior cuando se
ponía en plan dictatorial, se fueron turnando al hablar.
—Pues no se dedica a nada que se sepa. Es
bastante aficionado a la bebida y al juego y está siempre
metiéndose en jaleos. Sin ir más lejos, este sábado lo echaron del
casino por discutir con la gente que trabaja allí.
—Cojonudo. ¿Qué tipo de relación tiene con
Ramón? ¿Se tratan mucho?
—Se deben tratar bastante porque es el que
se encarga de evitar que pase por comisaría y todo eso. Le arreglan
papeleos, le limpian el expediente, consiguen que hagan la vista
gorda con sus chorradas. Pero hay gente bastante quemada con él.
Dueños de bares, personal del Casino, pubs, discotecas...
—Vamos, todo el ambiente nocturno. Lo que
pasa que muchos, al parecer, no deben saber qué grado de relación
tiene con Ramón, o ni siquiera que tiene relación con él en
absoluto.
—Bien, bien. Me parece un buen comienzo. Ya
veo que no sois inútiles del todo. —Su sonrisa se suavizó al
pronunciar estas palabras—. ¿Algún otro dato de interés?
—Sobre Rabanal no. Tenemos también un dato
sobre la hija pequeña de Ramón, aunque no sé si es tan jugoso o tan
sencillo de utilizar como lo de su «primo».
—¿Sobre su hija? Genial. Disparad.
—Al parecer, su hija pequeña, de dieciséis o
diecisiete años, es la típica chica de instituto de los tiempos que
corren.
—¿De los tiempos que corren?
—La típica que, mientras sus padres no
tienen ni idea del asunto y la tienen por hija ejemplar, se dedica
a colgar fotos suyas de fiesta en las diferentes redes sociales.
Las clásicas fotos en las que la gente está borracha, haciendo el
gilipollas y todo eso.
—¿Tenéis fotos comprometedoras? —Jacobo ya
se relamía de gusto.
—Bueno... hemos conseguido, hablando con
unos y otros, encontrar a un amigo de un vecino mío que tiene una
hija que estudia con ella...
—¿Y bien?
—El tío, el padre de la criatura, se maneja
bien con el ordenador y es bastante estricto, de ésos que controlan
mucho a sus hijos. Que no lo digo como crítica, ¿eh?
—Al grano, Carlos.
—Vale, pues ha conseguido entrar en la
cuenta de su hija, de una de esas redes sociales, sin que ella lo
sepa y, como es amiga de la hija de Ramón, ha podido ver las fotos
de ésta. Y descargarlas, claro está.
—Joder, ¡haber empezado por ahí! ¡Tenemos
material de primera entonces!
—No tanto, no te creas —se lamentó Julio—.
No hay ninguna foto muy comprometedora, pero sí hay varias en las
que parece estar medio borracha, con los ojos entornados, sonriendo
con cara de idiota, haciendo morritos, sacando la lengua y cosas
así, pero nada más.
—Y, por supuesto, Ramón no sabe nada sobre
la existencia de estas fotos —inquirió el mandatario.
—No, que nosotros sepamos no sabe que
existen. Tenemos las fotos aquí, por si las quieres ver. —Y sacó
del bolsillo un pequeño dispositivo USB.
—¿Aquí en el despacho? No, no, ni de coña.
Que luego pueden quedar archivos temporales en algún sitio, nos
viene un hacker, se cuela en nuestra red
y nos monta un pollo de cuidado. Me conformo con vuestra palabra.
¿Algo más? ¿La hija mayor? ¿La mujer? ¿Algún asunto de faldas?
¿Multas sin pagar?
—Nada de nada. Sólo lo que te hemos
dicho.
Los tenientes de alcalde se quedaron en
silencio. El alcalde se había quitado las gafas y las blandía en el
aire, agarradas por una patilla, recapacitando sobre la información
obtenida.
—Muy bien, o sea que tenemos a un medio
primo de Candela que es un tarambana y anda siempre metido en líos,
de los que le tiene sacar nuestro querido jefe de policía, y
tenemos a una hija teenager que cuelga
fotos en Internet de cuando sale de fiesta a beber como una cuba y
hacer el canelo. No está mal como moneda de cambio, ¿verdad?
Carlos y Julio asintieron con moderado
entusiasmo.
—Bueno, quiero un informe extraoficial —remarcó esta palabra— de todo esto
que me habéis contado. Y lo quiero en papel y escrito a mano, nada
de e-mails ni de que quede registrado en ningún sitio,
¿estamos?
Los tenientes volvieron a asentir y ya
salían por la puerta cuando Jacobo añadió con un tono
razonablemente cortés:
—Ah, por cierto... Buen trabajo.
Se giraron, le sonrieron y se marcharon por
donde habían venido. Tenían un informe que redactar.