XX De ronda

 

 

«La sociedad es un manicomio cuyos guardianes son los funcionarios de policía»
Johann August Strindberg

 

David Braña llevaba varios días luchando consigo mismo, con su yo interno, con su propia conciencia. Sus compañeros en la Junta de Gobierno habían estado trabajando duramente, a instancias del alcalde, para encontrar mierda que arrojarle encima al jefe de policía para silenciar un crimen, un caso claro de asesinato. ¿Y todo para qué? Para lo de siempre, para lo único que le importaba a la inmensa mayoría de la clase política a la que él mismo pertenecía, para seguir en el poder, para conservar su asiento, para poder seguir viviendo del resto de ciudadanos. Empezaba a estar hastiado de la política, del mundillo en el que se había metido voluntariamente ocho años atrás, cuando aún creía en lo de «cambiar el mundo» y todas esas historias. Milongas, patrañas, eso es lo que eran ahora para él. «El último idealista» estaba a punto de perder por completo la fe en lo que hacía. Y eso era lo peor que le podía pasar.

 

Ramón Candela no les había puesto ningún impedimento a Maxi y Daniel cuando éstos le solicitaron «permiso» para ir a «interrogar» a los periodistas candidatos a saber algo respecto a Marcos Tuero. Al contrario, aplaudió su iniciativa y la rapidez con la que habían obtenido información aparentemente relacionada con el caso pero les exigió, eso sí, que fuesen lo más discretos posible, habida cuenta de que iban a tratar con profesionales del periodismo y la investigación paralela en la que se encontraban inmersos no debía trascender a la opinión pública, ni a nadie en absoluto por el momento, cosa que se antojaba verdaderamente complicada de conseguir.
Después de dar unas cuantas vueltas por la zona, lograron encontrar un sitio para estacionar el coche patrulla a un par de calles de distancia de las oficinas de La Nueva España, el primero de sus dos destinos.
La Nueva España, autoproclamado «diario independiente de Asturias», era un periódico regional del Principado de Asturias que se publicaba desde 1936. La redacción inicialmente se encontraba en Oviedo pero hacía varios años que publicaba a diario seis ediciones locales que cubrían toda la región: la general de Oviedo y las específicas para Gijón, Avilés, las Cuencas, el Occidente y el Oriente de Asturias. La edición de Gijón salía del número 5 de la calle Rodríguez Sampedro, frente al Puerto Deportivo, más conocido como El Muelle, y es allí a donde se dirigieron a pie la pareja de policías tras haber aparcado el coche.
Las oficinas se hallaban en el primer piso de un viejo edificio de ocho plantas en el que también se encontraban varias consultorías y bufetes de abogados y una clínica dental, siendo los últimos cuatro pisos, del quinto al octavo, propiedad de Duro Felguera, uno de los más importantes grupos empresariales de la región en los sectores energético e industrial.
Daniel ya comenzaba a subir las escaleras cuando Maxi le dio una voz para que se detuviese.
—¿Te has dado cuenta que hay ascensor? De hecho, hay dos.
—Es sólo un piso...
—Bueno, allá tú. Yo no pienso subir a pata.
El joven policía desanduvo sus pasos y aceptó subir junto a su compañero. Quedaría raro que no se presentasen a la vez en el periódico. Mientras bajaba el ascensor de la izquierda, que marcaba estar en el quinto piso, accedió al edificio un hombre de agigantado tamaño, muy cercano sin duda a los dos metros de altura y de más de cien kilos de peso, que caminaba ligeramente encorvado, posiblemente por su estatura y corpulencia. Tenía un aspecto bastante jovial pese a haber superado los cuarenta años y lucía una especie de sonrisilla irónica en el rostro. Saludó educadamente a los policías, a los que observó de soslayo mientras todos ellos esperaban el ascensor. Éste se abrió finalmente y de él salieron un par de personas. En primer lugar, una chica de unos veintimuchos o treinta años, de pelo castaño claro y mirada perdida, que portaba unas cuantas carpetas bajo el brazo y que salió disparada hacia el exterior del edificio como si le fuese la vida en ello.
El otro ocupante del ascensor era un hombre de unos cincuenta años, de escasa estatura, con gafas de montura metálica grisácea y considerable calvicie, que saludó sonriente a los agentes antes de intercambiar un par de frases con el gigante a quien, sin duda, conocía. Éste, tras despedirse de su compañero, dejó cortésmente pasar a los policías y los tres montaron en el ascensor, pulsando los botones correspondientes a los pisos primero y sexto. Al llegar a la primera planta, Maxi y Daniel abandonaron el ascensor, dejando dentro al gigante. Frente a ellos se mostraba un gran letrero con el logotipo de La Nueva España. Maxi aleccionó a su compañero antes de llamar a la puerta de la oficina:
—Ya sabes, chico, nada de hablar más de la cuenta y nada de mostrar nuestras cartas. Entramos, preguntamos por el fulano este, le hacemos unas preguntas en privado y nos largamos.
—No sin antes recordarle que esto es totalmente confidencial y que no puede comunicar nada a sus compañeros ni publicar nada relacionado con nuestra entrevista —completó el joven policía.
Maxi le miró con cierto desdén.
—Bien, si lo tenemos claro... Haz los honores.
Daniel llamó al timbre. Una mujer de unos treinta y cinco años y frondoso pelo castaño oscuro les abrió la puerta. Sus ojos no expresaban gran cosa; a decir verdad, su rostro en general tenía una apariencia anodina. En su mano izquierda portaba una carpeta parecida a las que llevaba la chica del ascensor y en la derecha una agenda marrón y un bolígrafo azul con el logotipo de la empresa. Al verles hizo una ligera mueca que en un rostro más expresivo seguramente hubiese indicado extrañeza.
—Buenos días agentes, pasen por favor. —Ambos entraron en la oficina—. ¿Deseaban algo?
—Sí, veníamos a ver a Jaime Cano —se anticipó Daniel sin que Maxi pudiese meter baza, muy a su pesar.
La secretaria abrió la agenda y comenzó a pasar hojas maquinalmente tratando de encontrar la hipotética cita al tiempo que preguntaba:
—¿Habían concertado una cita con él?
—No, veníamos a hablarle de un asunto importante, ¿entiende? Somos policías, por si no se había dado cuenta. —Maxi dejó que su mal carácter habitual saliese pronto a relucir. Daniel le echó una fugaz mirada, aunque éste aparentemente no se percató, y la secretaria abandonó con resignación su labor de búsqueda y les acompañó hacia una sala de espera.
—Aguarden ahí un momento, por favor. Voy a avisarle.
La sala de espera tenía la misma apariencia que las de las consultas privadas de los médicos, con decoración austera por no decir nula, un par de cuadros en la pared (un paisaje rural y un bodegón colorista), y cuatro sillones de piel marrón, situados en torno a una vacía mesa de cristal en la que sólo faltaban unas cuantas revistas del corazón y de motor para completar la recreación de la consulta médica. Los agentes de la ley se sentaron o, mejor dicho, se dejaron caer en los dos sillones más próximos a la puerta y esperaron por espacio de dos o tres minutos, con rostro concentrado Daniel, con gesto de aburrimiento Maxi. Después, un hombre corpulento pero no demasiado alto, de pelo moreno y patillas que le llegaban a media oreja, tapando en parte su cara picada de viruela, hizo acto de presencia en la sala. Su semblante no traslucía ningún tipo de emoción pese a que sonrió al entrar en la habitación.
—Buenos días, agentes. Me han dicho que preguntaban por mí.
Daniel fue el primero en levantarse del sillón pero fue su veterano compañero, a medio incorporar, el que tomó la palabra para contestarle.
—¿Jaime Cano?
El periodista asintió de forma aséptica.
—¿Dónde podemos hablar sin que nadie nos moleste?
Jaime no parecía muy interesado en las preguntas de los policías.
—Supongo que aquí mismo.
—¿No esperan ninguna otra visita? —intervino Daniel—. Imagino que es aquí a donde les llevan al entrar y no querríamos ser interrumpidos.
—Esperen un segundo.
Abandonó la sala y volvió a los pocos segundos.
—Le he dicho a Tania... la de recepción —aclaró— que no nos molesten.
—De acuerdo. En ese caso siéntese aquí —retomó Maxi. El periodista se sentó enfrente de los policías, que volvieron a ocupar sus respectivos asientos—. Simplemente queríamos hacerle unas preguntas rutinarias...
—Bueno, antes de nada —interrumpió Daniel—, debe quedarle claro que todo lo que aquí hablemos es estrictamente confidencial.
—Vamos, que nada de andar publicando chorradas —como siempre, Maxi optó por dejar de lado las sutilezas y tratar el tema sin demasiado tacto—. Le vamos a hacer algunas preguntas que necesitamos para unos... informes que estamos realizando. Simplemente. No hay nada que usted ni ninguno de sus compañeros vaya a tener que incluir en su periódico, ¿ha quedado claro?
La cara marcada de viruela experimentó un pequeño cambio, un ligero estremecimiento casi imperceptible para el ojo inexperto, no así para los policías, adiestrados para captar estos matices. Intercambiaron miradas sin decir nada y luego el agente más veterano se preparó para tomar nuevamente las riendas, después de que Jaime dijera:
—Sí, está claro. Ustedes dirán.
—Últimamente están saliendo muchas noticias en los diarios, tanto en el suyo como en los demás, que podríamos calificar de sensacionalistas. Noticias relacionadas con crímenes locales.
—Mmm, no sé muy bien a qué se refieren —comentó con cautela el periodista.
—En concreto, en los últimos quince días hemos tenido en la ciudad dos muertes un tanto peculiares y que han tenido bastante repercusión. ¿Se va usted haciendo una idea?
—Imagino que se referirán al asesinato de la Semana Negra. La otra muerte no sé cuál es...
—El «crimen de Moreda», creo que es como lo llaman ustedes —apuntó Daniel, que estaba dejando que Maxi llevase el peso de la conversación.
—Ah, ése. Creí haber entendido que se trataba de un suicidio —expresó con dejadez. Parecía que la entrevista le aburría.
—Sí, y así fue en el caso de Moreda —zanjó con rapidez Maxi—. Pero, ¿qué me puede decir del otro caso, del, como usted mismo ha dicho, «asesinato de la Semana Negra»?
—No veo que haya nada que yo pueda decirles al respecto.
Maxi preguntó con poco disimulada displicencia:
—En otras palabras, ¿dónde se encontraba usted el martes pasado, día 13, a eso de las siete de la tarde?
Un ligero brote de indignación pareció instalarse en el rostro de Jaime.
—Esto es ridículo. ¿De qué se me acusa, si puede saberse?
—No se le acusa de nada —terció de nuevo Daniel, que no estaba del todo conforme con cómo estaba llevando el interrogatorio su compañero—. Lo que tratamos es de esclarecer lo que ocurrió aquel día y para ello necesitamos comprobar y corroborar ciertos datos. Es pura rutina. Hemos hablado ya con mucha gente y tendremos que hablar con mucha más. No se considere tan especial.
El tono mordaz del joven policía sin duda tocó algún punto sensible de Jaime. Éste, en vez de calmarse, se acaloró un poco aunque se esforzó por no subir el tono para contestar.
—Miren, me parece muy bien que la policía haga su trabajo e investigue los crímenes y trate por todos los medios de encontrar a los culpables, pero creo que todos los ciudadanos tenemos unos derechos y, como comprenderán, no pueden venir aquí y empezar a atosigarme con preguntas sobre asuntos que desconozco, encima acusándome de Dios sabe qué y en base a qué.
—Por lo pronto no hemos vulnerado ninguno de sus derechos; esto no es ningún interrogatorio, sólo queremos hacerle unas preguntas, así que tranquilícese y tenga la amabilidad de responder a mi compañero —le apremió Daniel.
Pareció tranquilizarse un poco y volvió a mostrar su cara de pasividad casi absoluta.
—¿Me pueden repetir la pregunta?
—Nos gustaría saber dónde estuvo el martes día 13 de julio, es decir, el martes de la semana pasada, por la tarde —preguntó, esta vez con una suavidad inusitada en él, Maxi.
—Pues... hasta las seis y media aproximadamente, aquí mismo. En mi puesto de trabajo.
—¿Hay alguien que pueda confirmarlo?
—Sí, mis compañeros. Concretamente el... ochenta por cien de los que trabajan aquí. Vamos, todos salvo los que estuviesen de vacaciones esa semana. Todos los que estamos en esta oficina hacemos el mismo horario. A excepción de los jefes, claro.
—Bien. ¿Y después de esa hora?
—Pues, dado que me preguntan por el martes, la respuesta es sencilla. Fui con mi mujer y un matrimonio que son amigos nuestros a tomar algo por ahí. Quedamos todos los martes, salvo que ellos o nosotros estemos de vacaciones o no nos encontremos aquí en Gijón por algún otro motivo.
Maxi formuló la pregunta crucial:
—¿Fueron a la Semana Negra?
—No, fuimos a una sidrería aquí en pleno Gijón. Concretamente a El Candasu, supongo que la conocerán.
Daniel tomó nota mientras Maxi continuaba con las preguntas.
—¿Van a menudo a esa sidrería?
—Sí, cada tres o cuatro semanas. Es una de las tres o cuatro que frecuentamos mi mujer, esa pareja y yo los martes cuando salimos.
—De acuerdo —refunfuñó Maxi de no muy buena gana—. ¿Sería tan amable de darnos los nombres de esas dos personas y algún teléfono de contacto?
Jaime les dio los datos. Daniel se encargó de nuevo de anotarlos en su libreta.
—Bueno, por el momento creo que nada más —dijo Maxi lanzándole una mirada a su compañero, al tiempo que ambos se ponían de pie.
Jaime también se incorporó para expresar con gesto sombrío:
—Espero haberles sido de utilidad, agentes.
—Y recuerde: ha sido una conversación rutinaria. No hay nada nuevo bajo el sol, así que nada de andar publicando noticias amarillistas sobre investigaciones policiales, ¿entendido?
Asintió con la cabeza con poco entusiasmo y les tendió la mano. Ambos policías se la estrecharon y los tres abandonaron la sala. El periodista se despidió de ellos y llamó a Tania, la recepcionista, para que se encargase de acompañarles hasta la salida.
Una vez fuera, volvieron a llamar al ascensor. Cuando éste abrió sus puertas, en su interior viajaban ya un hombre cincuentón, robusto, de camisa azul claro y pantalón gris, que iba discutiendo, o quizá fuese su forma de hablar habitual, con un individuo que representaba seis o siete años más que él, aunque era notablemente más bajo y delgado. El más pequeño, que vestía un polo rosa y un pantalón blanco veraniego, interrumpió a su compañero para saludar con educación a los policías. El otro hizo lo propio y los agentes entraron en el ascensor. Durante el breve trayecto desde el primer piso a la planta baja ninguno de los cuatro dijo cosa alguna. Al abrirse el ascensor, el dúo se despidió de los policías y todos abandonaron el edificio. Una vez fuera, Daniel comentó:
—Habrá que comprobar su coartada pero parece bastante sólida.
Maxi soltó un gruñido por respuesta.
—¿Vamos ahora a El Comercio o lo dejamos para más tarde?
—Mejor ahora, chico. Cuanto antes tengamos algo, menos nos tocará los huevos el jefe.

 

Tomás Lobo había estado un buen rato buscando a sus compañeros Carlos Diges y Julio Vega. Cuando finalmente los encontró, trató de invitarles a tomar algo para sonsacarles la información.
—No tenemos tiempo para una caña hoy, Tomás. Tenemos trabajo que hacer —replicó Carlos—. Tenemos que elaborar un informe para el jefe. Algo totalmente confidencial sobre tu amiguito Ramón Candela, ya sabes.
Como hacían ademán de seguir de largo, Tomás les retuvo, sujetando levemente por el hombro a Julio.
—Ya, entiendo. ¿Pero habéis averiguado algo interesante? Quiero decir, no es que me importe especialmente la vida de Ramón pero, ya sabéis, yo le conozco, y mi mujer y la suya son amigas y... bueno, me gustaría saber de qué van a hablar Jacobo y él mañana.
Julio, algo más impulsivo que su compañero, fue el primero en tomar la palabra.
—A ti lo que te pasa es que tienes miedo de que tu relación con él se deteriore por culpa de la reunión de mañana. —Le clavó la mirada en actitud desafiante—. Supongo que eres consciente de que ése es precisamente el objetivo de la reunión, que Ramón se sienta amenazado y no le toque las narices a Jacobo y, por ende, a su junta, es decir, nosotros.
—Sé perfectamente cuál es la situación y cuál es nuestro objetivo. —Le sostuvo la mirada con firmeza mientras seguía diciendo—: Te recuerdo que yo también estuve en esa reunión.
—Pues entonces, ¿a qué juegas? No nos marees, que tenemos trabajo. —Y, apartándole, comenzó a caminar nuevamente.
Carlos trató de ser algo más diplomático aunque sin dejar de lado el sarcasmo.
—Tomás, no es nada personal, pero o estás con nosotros, y eso incluye a Jacobo, o estás en el otro bando, y eso incluye a tu amiguito el jefe de los maderos. Tendrás que decidirte. —Y, sin darle tiempo a la réplica, aceleró su paso para alcanzar a Julio.
Tomás se quedó clavado en su sitio, observándoles alejarse con el ceño fruncido y las ideas bastante confusas.

 

«Número privado». Sara descolgó el teléfono y contestó con una mezcla de escepticismo y curiosidad. ¿Sería nuevamente de la editorial?
—¿Diga?
—Buenos días. ¿Podría hablar con el titular de la línea por favor?
—Sí, soy yo.
—Hola, mi nombre es Gabriel y le llamo de la compañía Lemon, estamos realizando una campaña de instalación gratuita de línea ADSL. ¿Tiene usted Internet en casa?
—Muchas gracias, no me interesa.
—Pero si aún no le he contado...
—Muchas gracias, no me interesa, muy amable.
Y colgó sin ningún tipo de remordimiento de conciencia. Sin duda contestar con firmeza pero sin dejar a un lado la buena educación era la mejor forma de cortar por lo sano con las molestas llamadas de las compañías telefónicas y los proveedores de Internet, que no cesaban de incordiar a la gente ofreciéndole todo tipo de servicios que en ningún momento habían sido solicitados por la persona a la que llamaban. ¿A quién demonios se le habría ocurrido aquella ridícula e irritante política de captación de clientes con la que machacaban constantemente al personal desde hacía unos cuantos años? ¿Quién en su sano juicio compraría o contrataría por teléfono un producto o un servicio sin conocer las condiciones exactas, los pros y los contras, la letra pequeña...? Sara desde luego no lo había hecho nunca ni lo tenía pensado hacer en el futuro.
De todos modos, nada iba a poder enturbiar su ya de por sí dulce carácter ese día, tras haber recibido momentos antes una llamada que llevaba meses esperando: la de una editorial que le había ofrecido la traducción no de uno, sino de dos libros, una novela rosa y, más adelante, otra policiaca, supeditada la segunda únicamente a tener lista la traducción de la primera para una determinada fecha. En cuanto llegase Lorenzo a casa, tendrían algo que celebrar. Con este pensamiento en mente, se metió en la cocina dispuesta a preparar una comida para chuparse los dedos.

 

Cuando Daniel ya había puesto el coche en marcha, Maxi expresó en voz alta:
—A ver si el otro cazurro tiene pensadas menos excusas que éste.
—Estoy pensando... —dijo Daniel, ignorando el comentario de su colega— que quizá sería mejor que pasásemos primero por la comisaría y averiguásemos el teléfono de Arturo para citarnos con él fuera de las oficinas de El Comercio. No me ha dado buena espina Jaime, tengo miedo que le dé por publicar algo referente a nuestra visita a su periódico. Y hay testigos de que hemos estado allí.
—Somos la policía y él no es más que un periodista comemierda —replicó Maxi visiblemente airado—. Además, le hemos dejado bien claro que no publique nada.
—¿Pero te fías de que cumpla su palabra?
Maxi se metió el dedo meñique en la oreja derecha y se la hurgó con bastante poco recato mientras parecía analizar la pregunta.
—Ya... Sí, supongo que tienes razón. Pasemos por la comisaría. Y de paso podríamos cambiarnos de ropa. El uniforme tiende a asustar a la gente.
Daniel estuvo a punto de contradecirle. Se suponía que cuando patrullaban debían ir siempre con el uniforme pero en este caso particular les sería de gran utilidad ir de paisano.
La parada en la comisaría no les llevó mucho tiempo. Daniel se dedicó a realizar las consultas pertinentes en la base de datos para obtener los teléfonos fijo y móvil del periodista, así como el teléfono de las oficinas de El Comercio, asegurándose así poder contactar con él de una u otra manera. Maxi, entre tanto, se limitó a sentarse en su escritorio y a hacer como que ordenaba unos papeles, sin ponerle tampoco demasiada pasión. Luego se quitaron el uniforme y se vistieron con la ropa de calle que tenían en la taquilla para este tipo de situaciones. Evitaron, eso sí, comentar nada con ninguno de los otros agentes de policía que por allí andaban pese a que más de uno les mirase con recelo. Su caso seguía manteniéndose en el más absoluto secreto.
—¿Ya lo tienes?
Daniel asintió en silencio y le hizo un gesto con la mano para que hablasen fuera del edificio. Se metieron nuevamente en el coche y Daniel preguntó:
—¿Quieres llamarle tú?
—No, llama tú.
Marcó inicialmente el número del teléfono móvil. Después de cuatro tonos, una voz masculina respondió.
—¿Diga?
—Buenos días. ¿Es usted Arturo Doriga?
—Sí, soy yo.
—Le llamamos de la policía. Soy el agente Daniel Jarillo. Mi compañero y yo estábamos realizando unas comprobaciones rutinarias y nos sería de mucha ayuda poder hablar con usted en relación a una investigación que estamos llevando a cabo.
—Eeeeh —parecía dubitativo—. Sí, claro, no sé de qué se trata pero si creen que les puedo ayudar en algo...
—Estamos camino de las oficinas de El Comercio. ¿Está usted ahí?
—Sí, efectivamente. Estoy trabajando aquí.
—De acuerdo. ¿Nos podemos ver en unos diez minutos a la puerta de su edificio?
—Sí, claro. En diez minutos a la puerta de mi edificio —repitió maquinalmente con bastante desconcierto.
—Hasta ahora.
—Hasta ahora.
Cuando llegaron al lugar prefijado, un individuo alto, de pelo y ojos oscuros, les esperaba de brazos cruzados. Aparcaron el coche justo delante de él y se apearon del vehículo.
—Buenos días —comenzó Maxi, mientras sacaba la placa y se la enseñaba—. Es usted Arturo, ¿verdad?
—Así es —dijo ofreciéndole la mano. Maxi se la estrechó con fuerza. Después Daniel hizo lo propio, de forma algo menos agresiva—. ¿En qué puedo ayudarles?
—Queríamos hablar con usted, y recalco lo de hablar —aclaró casi refunfuñando— porque ha habido algún que otro malentendido en anteriores ocasiones, simplemente hablar sobre un asunto que ha salido publicado en su periódico y otros muchos diarios.
—Perfecto. ¿De qué asunto estamos hablando?
Maxi esquivó la pregunta contraatacando con otra.
—¿Qué le parece si damos un paseo por aquí o, si lo prefiere, vamos a tomar un café a algún sitio cercano?
—Como ustedes prefieran —replicó con una cordial sonrisa—. Me da igual una cosa que otra.
—Demos un pequeño paseo entonces.
Los tres se pusieron en marcha en silencio, Arturo por la parte central de la acera y los policías vestidos de paisano uno a cada lado del periodista. El policía más veterano retomó la charla:
—En su diario últimamente se han publicado ciertas noticias relacionadas con un crimen local que trae a la ciudad en jaque, ¿no es así?
Mientras Maxi realizaba las preguntas, Daniel, aunque aún no había intervenido en la conversación, no perdía detalle de los gestos faciales de Arturo, que se estaba mostrando muy comedido por el momento.
—Ah, es eso. ¿Están ustedes hablando de los crímenes de Moreda y de la Semana Negra?
El plural empleado por el reportero hizo saltar una chispa en el cerebro de Daniel quien, quitándole la palabra a su compañero, disparó:
—¿Por qué utiliza el plural? Mi compañero ha dicho un crimen.
Los tres se pararon ante un paso de peatones y Arturo contestó con tranquilidad:
—Utilizo el plural porque sé sumar, agentes, y ha habido dos crímenes recientes en nuestra ciudad. Y mi periódico, como el resto —como ustedes mismos han dicho—, se ha hecho eco de ambos, pese a haya bastante gente interesada en no informar a los ciudadanos de lo que ocurre aquí.
La entrevista se había vuelto algo tensa y los tres permanecían parados en la acera, con los dos policías mirando fijamente al periodista, que hablaba con decisión aunque sin levantar la voz ni alterar el tono. Maxi recogió el testigo que le había cedido Daniel y arremetió contra Arturo.
—¿Está usted diciendo que existe censura en nuestra ciudad?
El redactor soltó una risotada contenida.
—Disculpen que me dé la risa. Miren, sé que son agentes del orden y entiendo y respeto su trabajo, créanme que lo hago, pero no seamos cínicos. Yo soy periodista y sé tan bien como ustedes que existe la censura aquí, igual que en cualquier otro sitio. Se censura a los medios de comunicación, se tapa lo que no interesa que salga, se rectifica lo que interesa y se oculta lo que no interesa. Se ha hecho siempre y se seguirá haciendo. Lo cual no quita para que yo, máxime en mi profesión, esté completamente en desacuerdo con este tipo de tácticas.
Los agentes habían escuchado el alegato de Arturo sin rechistar, pese a que Maxi no estaba muy por la labor de entablar amistad con él. El periodista transmitía de algún modo algún tipo de sensación, estaba dotado de un magnetismo, un carisma natural, que le permitía expresar sus ideas y ser escuchado, con independencia de si se estaba de acuerdo con él o no.
—Mire, no hemos venido aquí a discutir con usted. Como ya le dije antes, sólo queremos hablar. Queremos saber si tiene algún tipo de información ligada a ese crimen que nos pueda resultar de utilidad.
—Aunque usted no lo crea —intervino Daniel—, a nosotros sí nos interesa resolver los delitos.
—Como hablan en singular, y dado que el crimen de Moreda tengo entendido que ha sido catalogado oficialmente como suicidio, he de entender que se refieren al asesinato de la Semana Negra, ¿no es así?
Sus ojos eran fríos y su mirada tenía un cierto deje sarcástico o insolente.
—Sí, nos referimos al crimen de la Semana Negra.
—Mire, les voy a decir lo mismo que le dije a mi jefe en la redacción. Si por mí fuese, sacaría a la luz todos los detalles que se vayan averiguando sobre ése o cualquier otro crimen que se cometa. Pero hemos recibido órdenes, como ustedes ya sabrán —les clavó la mirada con descaro—, y no podemos publicar nada al respecto, así que no tengo muy claro por qué vienen ahora a hacer el paripé como si tuviesen mucho interés en sacar a la luz la verdad.
—¿Qué insinúa? —Maxi estaba a una frase de perder los nervios.
—No insinúo nada, Dios me libre. Saben perfectamente por qué motivo no podemos informar a los ciudadanos de estos crímenes.
—En primer lugar —Daniel se adelantó antes de que Maxi hiciese alguna tontería—, lo de Moreda se demostró que fue un suicidio. —Le fastidiaba sobre manera tener que afirmar algo con lo que estaba en total desacuerdo pero no le quedaba otro remedio—. Así que olvidémonos de ello, ¿OK? Y en segundo lugar, si lo que quiere decir es que ha recibido órdenes de nuestro Cuerpo...
—Miren, agentes, voy a ser franco con ustedes. Quizá ustedes se preocupen de realizar su trabajo lo mejor que pueden, pero de sus superiores llegaron órdenes muy concretas hacia mis superiores. Hablando en plata, la Jefatura de Policía prohibió a mi diario dar el coñazo con el asunto de Moreda y parece que tampoco hay mucho interés en que se hable de lo de la Semana Negra. Esto es lo que hay, no sé si lo sabían o no.
—Bien, eso es lo que usted dice —terció Maxi, que había logrado serenarse un poco, sobre todo teniendo en cuenta que lo que decía el periodista, mal que le pesase, se ajustaba bastante a la realidad—. Nos gustaría saber qué datos tiene usted sobre el asunto de la Semana Negra.
—¿Información oficial o extraoficial? —preguntó cauteloso y aguantándoles la mirada a los policías.
—La que tenga.
—Pues... está claro que fue un asesinato. Tres tiros a bocajarro, por favor, ¿quién puede dudar de ello?
—Joder —Maxi definitivamente se estaba hartando—. Cuéntenos algo que no sepamos.
—¡Vaya por Dios! ¿Entonces qué quieren que les diga? Lo asesinaron y punto. ¿Quién y por qué? ¡Yo qué narices sé!
Maxi siguió el interrogatorio con el perfil de «poli malo».
—¿Y nos podría decir dónde estaba usted ese día?
—No, no puedo —afirmó con énfasis para luego añadir—: No puedo... si no me dicen exactamente qué día y a qué hora ocurrió; como comprenderán, no puedo recordar de memoria todos los detalles de cualquier noticia que se publica en la redacción, especialmente cuando no nos dejan hacer nuestro trabajo e informar de las cosas como es debido. Apenas hemos tenido acceso a datos concretos sobre ese caso.
—El martes pasado, día 13, a eso de las siete de la tarde. ¿Dónde estaba?
—Pues... tendría que consultar mi agenda. No la tengo aquí pero sé que hubo un par de días de la semana pasada, el lunes y el martes, o el martes y el miércoles, no lo recuerdo con exactitud, en los que... bueno, salí con una persona.
—Necesitaríamos sus datos —dijo con suavidad Daniel, haciendo el papel de «poli bueno».
—Verán... no estoy seguro de si ella querría tener nada que ver con esto.
Maxi volvió al ataque.
—Me importa un carajo. ¡Como si estuvo con la mujer del alcalde! O nos dice un nombre o entenderemos que está usted obstruyendo a la justicia.
—Se supone que esto era una charla amistosa y no un interrogatorio... De todos modos, puedo decirles el nombre si tanto les interesa.
—¿Seguro que estuvo usted con ella ese día? —se adelantó Daniel.
—¿El martes? Sí, el martes seguro que sí. La duda es si también nos vimos el lunes o si fue el miércoles, pero sé que nos vimos dos días seguidos.
—¿Y lo sabe tan bien porque...? —Nuevamente el interrogatorio duro.
—Porque, verán, yo estuve casado un par de veces y ambos matrimonios terminaron como el rosario de la aurora, así que ahora... Bueno, desde entonces no suelo quedar con la misma mujer muchas veces, ¿entienden? Por eso recuerdo que con ésta en concreto sí que quedé dos veces seguidas. En fin, no me gustaría tener que entrar en detalles. —Esbozó una sonrisa pícara que no fue muy bien recibida por el policía más veterano.
—Cojonudo, Casanova. Dinos el puñetero nombre de la chica.
Finalmente Arturo accedió a dárselo.
—¿Y estuvo con ella toda la tarde?
—Desde que salí de trabajar hasta la mañana siguiente. Se quedó en mi casa toda la noche.
—¿Alguien más puede verificarlo?
Arturo elevó la vista hacia el cielo, tratando de hacer memoria.
—De la que quedamos, tanto un día como otro, fuimos a un bar antes de ir a mi casa. Un día al Copas Rotas y otro al Indian, no sé exactamente qué día cada cosa. Pero me conocen en ambos sitios. Como mínimo el dueño del bar y algunos clientes habituales. No creo que tengan problema en confirmárselo.
Les dio los datos de ambos bares y los nombres de las personas relacionadas.
—Bien, de acuerdo. Creo que eso es todo por el momento.
—Muchas gracias y disculpe las molestias.
El poli bueno, muy en su línea, le ofreció la mano. Arturo se la apretó con firmeza y luego hizo lo propio con el poli malo. Luego volvió sobre sus pasos y regresó hacia las oficinas de su periódico, mientras Maxi y Daniel se quedaban donde estaban charlando brevemente para regresar apenas unos minutos después por el mismo camino hacia el coche patrulla.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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