LI Parejas y tríos

 

 

«El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos»
William Shakespeare

 

La luz era tenue. Sonaba jazz de fondo. Estaban sentados en torno a una mesa de madera, redonda, sobria, sin adornos. James Patterson pidió una carta más.
—Así que todo te conduce a lo mismo: una de las amantes, o ambas, se hartaron de ser «la otra» y decidieron liquidar al fulano.
—Según yo lo veo —Michael Connelly también tomó otra carta—, no puede ser tan simple. Si haces que tus personajes más evidentes sean los culpables, la gente acaba cansándose. Tienes que sorprender, buscar un giro final, una vuelta de tuerca.
—Se os olvida que esto no es una novela —Richard Castle, extrañamente, fue quien quiso poner la nota de cordura a aquel embrollo—; no se trata de que el final sea rebuscado o difícil de adivinar, se trata de ver quién tenía el móvil y la oportunidad para llevar a cabo el crimen.
Castle declinó la posibilidad de robar una nueva carta y bebió a morro de su botellín de cerveza.
—Agradezco vuestro apoyo, chicos —Lorenzo se sorprendió de oír su propia voz conversando con aquellos tipos—, pero, como bien ha dicho Rick —¿desde cuándo le trataba con esa familiaridad?—, esto no es ficción, no forma parte de una de vuestras entretenidísimas y absorbentes novelas. Esto es la vida real y necesito soluciones reales, no complejas tramas ficticias.
Sentía la boca seca. Su vaso, al igual que el de Connelly y el de Patterson, contenía un líquido de un color entre amarillo y ocre, con dos grandes piedras de hielo en el fondo. Tenía mucha sed, así que sorbió sin pensárselo dos veces. Mmmm, aquello estaba rico, dulce. Tenía una sabor conocido, un sabor que le resultaba muy familiar. ¡Era Trina manzana!
—¿Qué me decís de los otros tres tíos, los excompañeros de Ricardo?
—Felipe parece un tío legal. Si yo fuese el autor...
—Pero no lo eres, Michael —le interrumpió Patterson.
—... pero si lo fuese, sólo digo que, de ser él el culpable, le habría dado más cancha en la historia. Su participación ha sido puramente circunstancial, apenas una escena...
—Además no tiene ninguna rareza, bigotes al margen —expresó Castle, mirando con su clásica mueca irónica a Connelly, el único bigotudo del cuarteto.
—Pero está en igualdad de condiciones que los otros dos —repuso Lorenzo—; Luis y Esteban también son «nuevos» en esta «historia» —entrecomilló doblemente en el aire.
Patterson quiso aportar algo:
—La clave, creo yo, no está tanto en cuándo aparece por vez primera un personaje, sino en qué hace, y no hace, qué dice, y no dice.
—Bla bla bla. Divagáis y divagáis, y no hacéis más que confundir al muchacho —contraatacó Castle—. Lo que necesita es que expongamos una teoría factible, algo con cierta lógica. ¿Me equivoco, Loren?
Éste asintió. Luego dijo:
—Esteban tenía una teoría: pensaba que quienquiera que lo hubiese hecho, habría preferido no mancharse las manos. Parece una cosa premeditada: veneno más arrojar a alguien desde un puente no parece algo improvisado. ¿Cómo veis la posibilidad de contratar a un sicario?
—En más de una ocasión lo he pensado... —Castle se dio cuenta de que la pregunta no era ésa—. Ah, te referías al caso. Es que hay algunas personas que... bueno, te ponen de los nervios y a veces uno especula con... —Su tono se volvió agudo, su clásica voz de cuando metía la pata y luego trataba de arreglarlo empeorándolo aún más—. En fin, ¿vosotros qué decís?
—Me gusta lo del sicario —respondió Connelly.
—También a mí. —Patterson era de la misma opinión.
—Si estuviésemos en Nueva York o Los Angeles o Las Vegas, estaría de acuerdo con vosotros. Pero... ¿aquí en Gijón? Es que, aunque alguien quisiera contratar a uno, ¿qué hace: pone un anuncio en el periódico en la sección de Contactos? «Busco persona dispuesta a asesinar por dinero. Sin preguntas ni explicaciones. Se ruega discreción. Interesados llamar al número...».
Se granjeó las risas del grupo con su ocurrencia. Siguió diciendo:
—La idea inicial de Jim de que fuese alguna de las amantes me sigue gustando.
Patterson hizo un elocuente gesto con las manos de «os lo dije».
—Pero también valoro la posibilidad de que, ya fuese alguna de ellas u otra persona, contase con un cómplice.
—Tenías una lista, ¿no? Una tabla con todos los nombres y opciones —recordó de pronto Castle. Lorenzo asintió, la sacó del bolsillo y se la tendió—. Tomando como buena tu hipótesis de los cómplices, ¿has probado a juntarlos de dos en dos, o incluso de tres en tres, y ver si tienen alguna conexión?
—¿De tres en tres? —Connelly discrepaba—. ¿Y eras tú el que decía que no le metiésemos pájaros en la cabeza al muchacho?
—No lo veo tan disparatado, sinceramente —repuso el detective—. Quizá debería hacer combinaciones y ver qué pasa.
Un pequeño silencio y luego retomaron la partida.
—Tú dirás, Michael —dijo Patterson.
Éste posó sus cartas sobre la mesa.
Trío de ochos.
—Y eso que no te gustaban los tríos —ironizó Castle.
Patterson fue el siguiente en hablar: llevaba sólo dobles parejas de reinas y sietes.
Lorenzo miró sus cartas sin dar mucho crédito a lo que veía. Cinco tréboles o, lo que era lo mismo, color. Las posó sobre la mesa.
—Parece que el muchacho nos va a acabar desplumando —dijo Connelly sonriente.
—No tan rápido —dijo Castle, desplegando una por una sus cartas—. Aquí tenemos a las American Airlines —dejó dos ases sobre la mesa—, acompañadas de estos tres amiguitos —tres nueves—. Full de nueves, por tanto. —Se le veía satisfecho—. ¿Otra ronda?
Lorenzo no tuvo tiempo de contestar. Las primeras notas de Shiny happy people, la canción que había escogido como despertador para los fines de semana, le hicieron salir de aquella ficción. No pudo evitar echar una gran risotada. Sara, medio dormida aún, le miró con cara rara.
—¿Qué pasa?
—Nada... es que estaba soñando algo muy gracioso.
Sara volvió a cerrar los ojos y se tapó la cabeza con la sábana. Lorenzo salió de la cama con la sonrisa puesta, se había levantado contento de verdad. El domingo podía ser un gran día.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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