LIV Cartas sobre la mesa
«Las conversaciones siempre son peligrosas
si se quiere esconder alguna cosa»
Agatha
Christie
Paradojas de la vida. La noche anterior,
como todo lunes que se precie, Lorenzo y Sara habían visto una
película, concretamente Asalto al distrito
13, que transcurría en una comisaría. A la mañana siguiente
iba a ser él el que protagonizase una película parecida,
acompañando en este caso a Margarita Morán y Ana Parra a la
comisaría para presentar una denuncia y, de paso, descubrir su
juego. Habían pasado gran parte de la tarde ensayando qué podían y
debían decir y qué no, pero aun así la tensión era evidente.
Lorenzo trató de tranquilizarlas, quitándole hierro al
asunto:
—Ellos están más que acostumbrados a este
tipo de situaciones, así que hablad con naturalidad y no os dejéis
avasallar. Recordad: la policía está a nuestro servicio y no al
revés.
El mensaje era bueno, aunque el propio
Lorenzo no estaba cien por cien seguro de su veracidad.
Pablo fue el primero en atenderles. En
cuanto el detective hizo mención al caso de Ricardo Castillo, Maxi
y Daniel acudieron al rescate. Margarita tuvo que volver a explicar
una vez más tanto lo del empujón como lo de la amenaza. Los
policías, lógicamente, le pidieron examinar la carta, que llevaba
consigo gracias al consejo de Lorenzo.
—¿Por qué no nos ha avisado de esta amenaza
hasta ahora? ¿Pensaba que se trataba de una broma? —preguntó entre
sorprendido y enfadado Maxi—. ¿Y quién demonios es ese
detective?
Lorenzo levantó la mano derecha al tiempo
que decía:
—El detective al que alude la amenaza soy
yo. Y el que no les avisase antes fue culpa mía. Yo le aconsejé que
no lo hiciese.
—Vaya, Daniel, ¿así que tenemos aquí al
señor Holmes en persona? Le imaginaba más viejo, más
decrépito...
Lorenzo no hizo caso al tono despectivo del
policía y contestó, hablando más para Daniel que para Maxi:
—Les puedo enseñar mi licencia si lo desean.
—La sacó del bolsillo y se la tendió mientras seguía hablando. Maxi
la ignoró, pero Daniel la examinó concienzudamente—. El caso es que
no trabajo para Margarita exactamente —tanto ésta como su madre
escuchaban en silencio, asintiendo de vez en cuando—, sino en otro
caso que les resultará muy familiar.
—¡No me digas! —Maxi se estaba conteniendo
por respeto a Margarita y su hija, aunque estaba claro que se había
posicionado en contra de Lorenzo desde el primer momento, tal y
como él había previsto.
Había llegado el momento de poner las cartas
sobre la mesa.
—Mi cliente es Isabel Sampedro. Fue ella la
que me contrató para esclarecer la muerte de su marido, a raíz de
que ustedes, la policía quiero decir, decidiesen... dejar aparcado
el asunto.
—¿Te has dado cuenta de dónde estás,
mequetrefe? —Maxi estaba exaltado. Daniel trataba de controlarlo en
vano—. Estamos en la comisaría. Esta señora está poniendo una
denuncia porque alguien ha intentado matarla. Y vienes tú, un
jovencito guaperas que se cree el rey del mambo y que va por la
vida jugando a los detectives y fingiendo deshacer entuertos para
ganarse el favor de las veinteañeras.
—No, si él y yo no... —empezó a decir Ana—.
En realidad, él...
—Déjalo, Ana. No te molestes, es
inútil.
Daniel era el único que parecía ajeno al
claro enfrentamiento entre el veterano policía y el joven
detective. Quizá el estar en la franja de edad del segundo le hacía
ver las cosas de otra manera.
—Vamos a calmarnos todos un poco —dijo—. Tu
licencia parece estar en regla —se la devolvió—; suponiendo que así
sea, ¿Isabel te contrató para que investigases la muerte de su
marido?
—En efecto.
—Así que si la llamamos nos lo
confirmará.
—Así es.
—¿Y cómo es que nunca nos ha dicho nada
hasta ahora? Todavía ayer estuvo aquí mismo hablando con
nosotros...
—Me consta. Hablo con ella con
regularidad.
Maxi escuchaba cruzado de brazos, con el
ceño fruncido y cara de pocos amigos. Su compañero siguió
preguntando:
—¿Y ni a ella ni a ti se os ocurrió
comentarnos ese pequeño detalle?
—Yo le aconsejé que no lo hiciese.
—Todo el día dando consejos, qué
eficiente... —ironizó Maxi.
Todos le ignoraron y Daniel continuó:
—¿Por qué?
—Es evidente. Porque pensé que ustedes, la
policía, pensarían que interfería en su trabajo, aun cuando el caso
había sido dado por cerrado colgándole la etiqueta de «suicidio»,
cuando saben perfectamente que no lo es.
—¿Lo sabemos?
—Miren, voy a ser franco con ustedes. El
caso se cerró de un modo extraño y precipitado, lo que motivó que
Isabel, a través de Margarita y Ana —ellas asintieron—, contactase
conmigo y contratase mis servicios. Ella quiere saber quién mató a
su marido y yo estoy tratando de averiguarlo.
—¿Quieres saber lo que pienso de tipos como
tú, detectives de pacotilla? —graznó Maxi.
—Es evidente lo que piensa. Sin embargo, la
ley no me impide ejercer mi profesión. De hecho, estoy legitimado a
hacerlo, siempre y cuando no interfiera con su trabajo. El que les
hubiese comunicado o no mi labor era simplemente una cuestión de
cortesía, ya intuía que a la policía no le gustan los
investigadores privados, pero no pueden impedirme hacer mi trabajo.
La ley está de mi parte, y lo saben.
—Si no fuese porque hay damas delante, te
iba yo a decir cuatro cosas bien dichas, niñato. —Maxi seguía desatado. Por fortuna para
Lorenzo, su compañero se encargaba de apaciguarle.
—Supongo que eres consciente de que tendrás
que poner en común con nosotros lo que has averiguado hasta el
momento, si es que has averiguado algo —dijo Daniel
cauteloso.
—Soy consciente de que no puedo traicionar a
mi cliente, revelándoles información sin su consentimiento. Y
ahora, si nos disculpan, hablemos de lo que realmente nos ocupa:
Margarita necesita protección. La han amenazado y han intentado
atentar contra su vida. Ni su hija ni yo ni la propia Isabel
podemos estar con ella todo el rato, así que creo muy conveniente
que un coche patrulla...
—¿Crees conveniente? ¡Esto es el colmo! ¡Lo
que me faltaba por oír! El niñato viene a
nuestra comisaría a decirnos lo que tenemos o no tenemos que
hacer... —Daniel intentó interceder, pero fue inútil—. No, Daniel,
no me mandes callar, estoy hasta las narices de aguantar, creo que
hoy me he contenido más que nunca en mi puñetera vida. ¡Nos vas a
decir todo lo que sepas, o creas saber, sobre el caso de Ricardo
Castillo, y lo vas a hacer ahora mismo! ¿Te queda claro?
Lorenzo no se amilanó ni lo más mínimo. Al
menos de puertas afuera.
—Les propongo una cosa. Yo les cuento lo que
sé, siempre y cuando llamen a Isabel previamente para pedirle su
consentimiento, y ustedes se encargan de acompañar a casa a la
señora Morán y de velar por su salud. Quid pro quo.
Daniel se llevó aparte a Maxi para
discutirlo. Ana y su madre miraron a Lorenzo con una mezcla de
admiración e incertidumbre. No sabían si su trato se saldaría con
éxito, aunque consideraban que había jugado bien sus cartas. Los
policías se acercaron de nuevo. Parecía que habían tomado una
decisión.
—Está bien. Tienes suerte de que Daniel esté
aquí... Vamos a llamar a Isabel y que nos aclare si te conoce y si
respalda todo ese rollo que nos has contado. Si resulta ser verdad,
nos ocuparemos de que no le ocurra nada a Margarita. Daniel, avisa
a Alejandro para que acompañe a las señoras a casa.
Al minuto Daniel regresó acompañado por
Alejandro y madre e hija se levantaron para marcharse. De la que
abandonaban la sala, Ana le apretó cariñosamente un brazo a Lorenzo
en señal de agradecimiento. El detective se quedó a solas con los
dos policías. Tenían mucho de qué hablar.
—Así que les has contado a esos polis todo
lo que llevamos averiguado hasta el momento.
Lorenzo reparó en el plural que había
empleado su amigo pero no le corrigió. Era cierto, la mayoría de
las averiguaciones las había hecho gracias a la ayuda y consejos de
Miguel, Sara, Carolina y Roberto. No trabajaba solo, por más que
fuese el único con licencia de detective.
—Todo todo no. Aunque eso ellos no lo
saben.
—¿Les enseñaste nuestra tabla de sospechosos
y móviles?
—Por supuesto que no.
—¿Les mencionaste nuestra teoría de los
cómplices?
—Tampoco.
—¿Y la opción del sicario?
—Claro que no. No me hubiesen creído
además.
Miguel suspiró aliviado.
—¿Entonces qué más les dijiste?
—Aparte de que me había contratado Isabel, y
de que me constaba la imposibilidad del suicidio dado que el tío ya
estaba muerto cuando «saltó»...
—¿No les extrañó que supieses eso?
—Supongo, pero no me dijeron nada, quedaron
como rumiando los datos que les iba dando, casi no tuvieron tiempo
de reacción. Además, el viejo no parecía muy espabilado.
—Genial.
—Pero les tuve que mencionar a los tres
excompañeros de trabajo de Ricardo, y también al corredor. Él fue
el que descubrió el cuerpo a fin de cuentas.
—Eso no les va a gustar ni a él ni a su
mujer.
—Lo sé. Pensaba mandarles un mensaje al
móvil para avisarles.
—¿Desde tu móvil? No sería muy seguro que
digamos...
—¿Se te ocurre algo mejor?
Conocía de sobra la respuesta.
—Conozco una aplicación para mandarlo desde
el ordenador sin dejar rastro.
Se pusieron a ello de inmediato. No había
tiempo que perder.
A instancias de su jefe, el segundo teniente
de alcalde había tratado de volver a utilizar su influencia con el
jefe de policía para convencerle de dejar a un lado las
investigaciones. En vano. Conque quería guerra, pues la iba a
tener, pensó el alcalde.
Eso mismo opinaba Ramón Candela, que no
pensaba cejar en su empeño de esclarecer ambos crímenes. Después de
que sus agentes más activos, Maxi y Daniel, le pusieran al día de
todo lo relacionado con Lorenzo, habían decidido seguir las pistas
que éste les había proporcionado y comenzar a interrogar a todos
aquellos con los que se había entrevistado el joven detective para
ver qué sacaban en limpio. El primero de la lista sería Jorge
Martín, presunto descubridor del cadáver de Moreda según la versión
de Lorenzo.
Sara entró en casa con una carta en la
mano.
—Ha llegado esto. Es del banco
—anunció.
—¿Qué es? —preguntó Lorenzo.
—Ni idea. Aún no la he abierto. Supongo que
lo de siempre: para que pidamos algún préstamo o alguna cosa así,
imagino. Viene a nombre de los dos, ábrela si quieres, yo tengo que
ir al baño.
Lorenzo abrió la carta y le echó una ojeada.
Después la leyó de cabo a rabo, asombrado e indignado a partes
iguales. Cuando Sara regresó al salón, compartió con ella su
irritación:
—Los de los bancos son la madre que los
parió...
—¿Qué pasa? ¿Qué les duele ahora?
—No contentos con cobrar abusivas comisiones
de mantenimiento por que tengan la gentileza de vigilar nuestro dinero, además ahora van a cobrarnos en
función del número de «punteos».
—¿Punteos?
—Yo tampoco lo había oído nunca, pero parece
ser que llaman así a cada vez que añaden una nueva línea a la
libreta, cuando la actualizas en el cajero. Cada cosa que te
cobren, cada nómina que recibas, cualquier cosa que tengan que
«escribir».
La chica leyó la carta por alto. No daba
crédito.
—¿Esto va en serio?
—Sí, sí, como lo oyes. Es como si en un
restaurante te cobrasen un plus por respirar. «Los precios
indicados en el menú se verán incrementados en un 10% si el cliente
hace uso del aire del local».
—A este paso va a ser mejor guardar el
dinero debajo del colchón, como en los tiempos de nuestros
abuelos.
—Pues sí, la verdad.