XXXVI Dos rapapolvos y dos "yo no he
sido"
«Todo sigue en nuestra contra / todo está
contracorriente / nadie sabe, nadie importa / nadie habla, nadie
entiende, no, no...»
Contracorriente (Melón
Diesel)
En la casa consistorial la tensión se podía
cortar con cuchillo. Pedro Mata había sido el primer y principal
«beneficiario» de la sonora bronca y reprimenda por parte del
alcalde, aunque el propio mandatario sabía que no era culpa de su
subordinado que los periódicos hubiesen contraatacado a su nota de
prensa con sendos artículos de opinión criticando con dureza las
artimañas de su gobierno. Tras algo más de una hora dándole vueltas
en su cabeza, finalmente Jacobo Arjona se decidió a convocar a
David Braña, su primer teniente de alcalde, a su despacho. Éste
abrió tímidamente la puerta y preguntó educadamente:
—¿Querías verme?
El alcalde, al teléfono en ese momento, le
hizo un gesto con la mano para que entrase y colgó al cabo de unos
segundos.
—Cierra la puerta por favor. —David obedeció
mansamente—. Siéntate, tenemos que hablar.
Esa frase nunca traía aparejado nada
bueno.
—Tú dirás.
Jacobo se pasó la mano por su ancha frente,
perlada de sudor, y comenzó su perorata.
—Creo que tú y yo nunca hemos tenido un
especial... feeling, que diría
Guardiola8.
Tú que eres aficionado a los deportes, creo que me entenderás
perfectamente.
«Ahora es cuando me dice que me echa porque
ha fichado a Ibra».
—Hemos tenido nuestras diferencias, es
cierto.
—Sin embargo, Pep, a mi modo de ver, ha
cometido un gran error prescindiendo de un jugador de la calidad de
Eto'o. —Se quitó las gafas y las cogió, como en él era tradicional,
por una de las patillas—. No te voy a tratar de engañar, me has
puesto más de una vez en entredicho delante del resto de la junta,
con lo que podríamos decir que... no estás entre mis preferidos en
cuanto a carácter se refiere...
«Vaya novedad».
—... pero he de reconocer que eres el único
que has tenido lo que hay que tener para contradecirme
públicamente, para dar un paso al frente y agarrar el toro por los
cuernos.
¿Adónde conduciría toda aquella palabrería?
David aguardó en silencio a que Jacobo completase su
discurso.
—Eres un tío inteligente, me consta, con lo
que te estarás preguntando a dónde coño quiero llegar. —El teniente
de alcalde hizo un significativo gesto afirmativo—. Creo, mejor
dicho, reconozco que esta junta ha cometido errores, sé que no
contamos con las simpatías del pueblo, al menos no en estos
momentos. —Cogió un par de periódicos de encima de la mesa y se los
tendió—. ¿Le has echado un vistazo a la prensa de hoy? Hay un par
de artículos, de El Comercio y La Nueva España, que no nos dejan precisamente en
muy buen lugar.
—Los he visto, sí.
—Me gustaría que esto cambiase. Me gustaría
un golpe de efecto que, idiota de mí, esperaba conseguir con el
nuevo organigrama de gobierno, pero parece ser que ha quedado
eclipsado por las feroces críticas de esas sabandijas de
periodistas que ahora muerden la mano de los que en tantas
ocasiones les han dado de comer.
—Entiendo.
—No, no quiero que —entrecomilló en el aire—
«entiendas». Eso ya lo hacen Pedro, o Carlos y Julio muy bien. Tú
eres el cerebro pensante, el que tienes agallas para rechistar
cuando algo no te gusta, cuando no estás de acuerdo con la opinión
mayoritaria, cuando no estás de acuerdo conmigo.
—¿Qué es lo que quieres?
—¿Que qué quiero? ¿No es obvio?
—La verdad es que no. Siempre que he
intentado... cuestionar lo que decías, me has mandado callar. Hace
dos días me cambias de cargo, y ahora quieres que haga... magia
para solucionar la papeleta.
—Eso es. —La voz se tornó de pronto firme y
severa—. Eso es lo que quiero. Quiero que hagas magia y logres un cambio real, un cambio efectivo.
Que la gente vuelva a creer en nosotros, que el pueblo no se
avergüence de sus gobernantes, que volvamos a tener opciones de ser
reelegidos...
—¿Quieres que consiga que ganemos las
elecciones?
—¡Exacto!
—¿Pero cómo?
—Con tus ideas, con tu carisma, con tu
liderazgo.
—Si ni siquiera estoy en la concejalía que
se me había asignado...
—Vuelves inmediatamente a ocuparte de tu
concejalía. Tienes carta blanca para hacer lo que te dé la gana en
tu parcela.
—¿Sin contraprestaciones?
—Todo tiene un precio.
—Sabes que no estoy en venta. —Comenzó a
levantarse.
—¡No te estoy chantajeando, imbécil!
—vociferó el alcalde, visiblemente cabreado. Ambos quedaron de pie
momentáneamente y luego volvieron a sentarse—. No te voy a subir el
sueldo ni conceder derechos adicionales, ni nada materialista que
sé que no te interesa ni va contigo. Sólo quiero que apliques unos
cambios políticos que puedan convencer al electorado de que la
oposición no es una alternativa fiable. Quiero que nos hagas quedar
bien, que salgas por televisión o en la prensa de vez en cuando en
estos meses que quedan hasta las elecciones y contribuyas a un
lavado de cara de nuestro partido y nuestro gobierno.
—Repito, ¿y qué me pides a cambio? ¿Me das
carta blanca y ya está?
—Tus acciones, evidentemente, tendrán que
ser consensuadas con alguien que esté por encima de ti.
—O sea, tú.
—O sea, yo. Pero podrás tomar decisiones
sobre cualquiera de las concejalías, serás mi número 2.
—Sobre el papel ya lo era.
—Pero ahora también en la práctica. Tu voz y
voto contarán más que el de cualquiera de los otros mequetrefes que
forman parte de la junta. Sólo te pido que me ayudes a encauzar
esto.
—Tomando medidas sometidas a tu supervisión
y aprobación.
—¡Soy el alcalde, maldita sea!
—Tu oferta es tentadora... —Apartó la silla
para levantarse.
—¡Piénsatelo! Es lo mejor que te puedo
ofrecer. Ser realmente el número 2. Todo lo que tú digas tendrá
prioridad para mí, con independencia de lo que digan tus
compañeros.
—Ya hablaremos.
Maxi y Daniel se encontraban nuevamente,
justo una semana después, en el número 5 de la calle Rodríguez
Sampedro, frente a El Muelle. El artículo de opinión publicado en
La Nueva España constituyó la excusa
perfecta para que volviesen a hablar con Jaime Cano.
Daniel sujetó cortésmente la puerta del
ascensor para dejar pasar a una chica rubia, muy delgada y de tez
blanca, sin ninguna característica especial que la hiciese
destacar. Maxi guiñó maliciosamente el ojo a Daniel, burlándose de
su caballerosidad. La anodina rubia apretó el botón del quinto piso
mientras que Daniel pulsó el del primero. Ambos policías se bajaron
y se dirigieron con paso firme y decidido a las oficinas de
La Nueva España.
Una mujer de pelo castaño y unos treinta y
cinco años les abrió la puerta. Se trataba de la misma
recepcionista que la semana anterior. Su expresión facial, de
hecho, era igual de insípida que siete días antes.
—Ustedes otra vez.
—Así es, Tania... ¿verdad? —replicó
hábilmente Daniel, que tenía facilidad para recordar los nombres—.
Queríamos hablar de nuevo con Jaime Cano, si es tan amable.
Si la mujer experimentó alguna sensación por
que el joven policía recordase su nombre, desde luego no lo dejó
traslucir en su rostro.
—Ahora mismo le llamo.
Les acompañó a la misma sala de espera
apenas decorada y se sentaron en los mismos sillones, los más
cercanos a la puerta. Jaime, con sus largas patillas y su cara
picada de viruela, apareció un minuto después. Sonrió ligeramente y
les preguntó, aún de pie, qué querían. La escena parecía una
réplica de la acaecida siete días antes.
—Queremos hablar con usted —arrancó Maxi—.
Si tiene que avisar a Tania para advertirle que no nos
molesten...
—Ya lo he hecho —dijo, mientras se sentaba
frente a ellos, en el mismo sitio que la otra vez—. ¿De qué se
trata esta vez? ¿No han comprobado ya mi... coartada? —pronunció esta última palabra con un
deje chulesco.
—Mire, no se pase de listo —atajó Maxi, que
esta vez era el que llevaba la voz cantante—. El «asesinato de la
Semana Negra» es un asunto muy serio.
—Pensaba que todos lo eran. En especial para
ustedes.
Daniel sacó un par de recortes de periódico
de su bolsillo del pantalón. Tras ojearlos brevemente, desdobló uno
y guardó de nuevo el otro en el bolsillo.
—Mi compañero y yo hemos venido para hablar
con usted de esto.
Le tendió el recorte. Se trataba del
artículo escrito por el propio Jaime y publicado esa misma
mañana.
—Me suena ligeramente. —Su tono seguía
siendo mordaz. Estaba a punto de sacar a Maxi de sus
casillas.
—Le repito que no se pase de listo. ¿Qué nos
puede decir de esto?
—Es mío. Mea culpa. Yo he escrito ese
artículo. Y, por cierto, ya he tenido que escuchar una dura crítica
por parte de mi jefe. ¿Vienen ustedes también a echarme la
bronca?
—Somos agentes de la Ley, no correveidiles
del Gobierno —intervino Daniel—. Nos importa un bledo que ponga a
caer de un burro al partido en el gobierno, a la oposición o a los
defensores de las focas y los delfines —expresó Daniel, con más
mano izquierda de la que Maxi creía que era capaz su joven
compañero—. Lo que de verdad nos importa es averiguar quién se
cargó a Marcos Tuero.
—Perfecto. ¿Y yo qué tengo que ver en ese
asunto? El día en cuestión estuve en El Candasu, ya se lo he
dicho.
—Y nos consta que es así. Pero usted conocía
a Marcos, ¿no es cierto?
Una leve duda. Un destello de incertidumbre.
Apenas un par de segundos. El periodista se recompuso y
asintió.
—Lo conocía de oídas.
—De cuando trabajaba en León.
—Veo que han hecho bien su trabajo.
Maxi apenas intervenía, le había cedido
protagonismo a Daniel porque sabía que era más diplomático que él.
Además, estaba llevando bien la entrevista. Y, en cualquier caso,
después tendrían que ir a hablar con el otro periodista, Arturo
Doriga. Quizá ahí fuese él el que llevase el peso del
interrogatorio.
—No tenía muy buena fama, ¿verdad? —continuó
Daniel—. ¿Se relacionaba, quizá, con la gente equivocada? —El
rostro de Jaime era tenso pero sereno—. ¿Le suena de algo Eleuterio
Reina?
—Era un maldito pederasta, abusó de muchos
niños. Todo el mundo que estaba en León en aquella época lo sabe.
La gente del pueblo lo sabe. Yo soy periodista, trabajé en aquel
caso. ¿Cómo no iba a estar al corriente?
—Luego admite que conocía tanto a «El Lute»
como a Marcos.
—Efectivamente. Los conocía a ambos.
—Y se alegra de su muerte.
—Sería deshonesto mentirles.
Daniel seguía haciendo de poli malo y le
estaba gustando. A Maxi también le gustaba. El «chico» tenía madera
después de todo.
—¿Se alegra, sí o no?
—No me resulta desagradable, si es lo que
quieren decir. Me parece justo que un pederasta pague por sus
crímenes, crímenes horribles si me lo permiten. —Había recobrado el
aplomo, era un hueso muy duro de roer—. Y no me importa que uno de
sus encubridores también haya caído. Para qué engañarnos.
—¿Uno de sus
encubridores?
—Eso he dicho.
—Usted no es juez, ¿me equivoco?
—Soy persona y, como tal, puedo
opinar.
—Puede opinar... pero no tendría derecho a
acabar con la vida de nadie. ¿O sí?
—Desde luego que no. ¿Algo más? —Comenzó a
incorporarse.
—Esto aún no ha acabado —replicó con fiereza
Daniel, levantándose también.
—Ya han comprobado lo que les he dicho. Si
tuviesen algo contra mí, no vendrían a... dialogar. Me pondrían las esposas y me llevarían a
comisaría. Yo no he matado a nadie pero, si me entretienen mucho
tiempo más, quizá mi jefe me mate por no hacer mi trabajo a su
debido tiempo. Así que si me disculpan...
—Es muy posible que volvamos a vernos.
Aclararemos este asunto, le guste o no. Y arrestaremos a todo aquel
que haya estado implicado.
—Me parece perfecto. Si no tienen nada más
que decir...
Ni Maxi ni Daniel lograron encontrar una
réplica apropiada. No tenían nada más que decir ni nada de qué
poder acusarle. Por el momento.
Arturo Doriga se limitaba a mirar a su jefe
mientras éste le sermoneaba. Francisco Herrero le había citado en
su despacho a primera hora de la tarde para hablar sobre «el
artículo». El periodista sabía de sobra lo que le iba a
decir.
—Sabes tan bien como yo cómo están las cosas
en el Gobierno, con las elecciones a la vuelta de la esquina —le
había dicho—. No podemos estar atacándoles constantemente, cada vez
que algún portavoz sale a la palestra.
Arturo escuchaba en silencio, el pelo negro
y engominado, los ojos fríos y distantes.
—Soy perfectamente consciente de que no
puedo coartar tu forma de escribir, nunca lo he pretendido. Pero ya
sabes que la pluma es más poderosa que la espada. Sólo te pido que
tengas especial cuidado en a quién
diriges tu pluma.
—Con el debido respeto... —comenzó indolente
Arturo.
—Déjate de gilipolleces, que no estamos en
el ejército.
—Está bien. Ahora mismo soy el redactor
jefe, ¿no?
—En efecto.
—¿Y me pides que suavice mis
artículos?
—Sólo cuando te metas con según qué
gente.
—Vamos, Paco, no me jodas. ¡Tú mismo me
diste de paso el artículo! Dijiste que era light, que no habría problema.
—He recibido una llamada. De arriba.
Los ojos marrones del jefe del periodista se
tornaron casi tan fríos como los de su subordinado.
—Ya está. ¿No me vas a decir más?
—Es todo cuanto te puedo decir. Una llamada
de arriba advirtiéndome que no había gustado nada tu artículo.
Encima, los de La Nueva España al parecer
también han publicado otro parecido, más incisivo que el nues...
que el tuyo. El Gobierno está que trina, y no es nuestra guerra.
Procura tenerlo en cuenta. Y ahora ponte a trabajar, que ya hemos
perdido bastante tiempo los dos.
—¿No me vas a contar quién coño te ha
llamado?
—¿Me vas a contar tú lo de tu ligue del
jueves pasado? Cuando viniste todo despeinado, sin afeitar y
apestando a colonia rancia.
—¡Mi colonia no es rancia! Además, un
caballero nunca habla de sus conquistas.
Ambos se rieron. En el fondo gozaban de gran
complicidad.
—Valiente elemento estás hecho.
—Un vividor-follador, como Amador Rivas9.
Nuevas risas.
—Acuéstate con quien te dé la gana, pero
procura no escribir nada que pueda joder a los de arriba, porque
luego ellos me joden a mí y yo a ti. ¿Entendido?
—Sí, bwana.
La anterior, y única vez, que se habían
reunido con él, las cosas no habían ido muy bien. Maxi había
llevado la voz cantante y se había mostrado excesivamente agresivo
con el periodista. En esta ocasión, dejaría que fuese Daniel el que
llevase la iniciativa. Además, esta vez no habían anunciado de
antemano su llegada, lo que les daba el factor sorpresa. Tras dar
un par de vueltas por la zona sin encontrar dónde dejar el coche,
optaron por aparcar en doble fila en la calle Teodoro Cuesta, justo
enfrente de la puerta principal del edificio de El Comercio. ¿Quién iba a ponerle una multa a un
coche patrulla? En recepción, una chica delgada, de pelo castaño
con mechas rubias y parapetada tras una larga mesa llena de
papeles, les preguntó amablemente qué deseaban.
—¿Está Arturo Doriga, por favor? —preguntó
con igual cordialidad Daniel—. Necesitábamos charlar con él. Si es
tan amable de avisarle...
—Un segundo, por favor. —Mientras marcaba un
número en el teléfono, añadió:— ¿Habían concertado una cita con
él?
«No, maja, no», pensó Maxi, sin abrir la
boca. Daniel continuó en tono cortés:
—No, es una cuestión que nos ha surgido de
repente y no hemos tenido tiempo de avisarle. Es algo rutinario.
Estamos hablando con algunos periodistas...
—... de diferentes medios —zanjó Maxi, que
empezaba a impacientarse—. Un asunto sin importancia. Avísele,
por favor. —Hubo cierto retintín en su
expresión de cortesía.
Mientras esperaban, hablaron entre ellos en
susurros, tratando de evitar que la chica les oyese.
—Sí... ya... claro... sí, de la policía. —La
recepcionista, con el auricular en la oreja izquierda y expresión
sonriente, levantó el dedo índice de la mano derecha como
solicitando su atención. Los agentes dejaron su cháchara y le
hicieron caso—. Está en la sala de redacción. Dice que baja ahora
mismo, ¿de acuerdo? Pueden sentarse ahí si lo desean.
Daniel se mostró conforme. Maxi hubiese
preferido hablar con él en su hábitat natural pero accedió por no
andar dando explicaciones.
—Buenas tardes, agentes. Qué alegría volver
a verles —ironizó el periodista. Les tendió la mano, pero sólo
Daniel le correspondió al saludo—. ¿Quieren dar un paseo como la
última vez?
—En realidad preferiríamos hablar aquí, si
no le importa. —Daniel iba con pies de plomo para que no se
repitiese la tensión de la anterior entrevista—. Seguramente tengan
alguna sala que podamos ocupar. Sólo será un momento.
—Ada, ¿está libre la sala de reuniones de
este piso?
La recepcionista asintió con la cabeza
mientras atendía otra llamada telefónica.
—Acompáñenme.
Atravesaron el hall principal y un par de angostos pasillos hasta
llegar a la susodicha sala. Una larga mesa, flanqueada por sillas a
ambos lados, ocupaba el centro de la habitación. Un artilugio
extraño, que Daniel infirió rápidamente y Maxi de forma algo más
lenta que era un teléfono moderno, era cuanto había sobre ella. En
las paredes, algunos cuadros de artistas locales; en las
estanterías, gran número de volúmenes, muchos de ellos con pinta de
enciclopedias, tanto generalistas como temáticas, así como unas
pocas novelas y algunos libros y folletos sobre Asturias.
Los tres tomaron asiento.
—Díganme. ¿De qué se trata esta vez?
Parecía remarcar que ésta no era la primera
ocasión en la que se veían. Daniel ignoró la pulla y comenzó:
—El otro día le hicimos unas
preguntas...
—Ah, sí, eso. Ya habrán comprobado mi
coartada, imagino.
Era la segunda vez ese día en que los
periodistas se mostraban sarcásticos con ellos. Maxi estaba a punto
de explotar. Daniel le miró con cautela y le hizo un gesto casi
inapreciable con la vista para que hiciese caso omiso.
—Ya hemos comprobado, efectivamente, que
estuvo con... esa señorita el día del crimen de la Semana
Negra.
—Bien. ¿Entonces?
—Aunque lo cierto es que no guarda un muy
grato recuerdo de usted.
—De hecho, está muy poco conforme
—interrumpió Maxi, acercando sus dedos índice y pulgar hasta casi
tocarse—. Muuuy poco.
Arturo soltó una carcajada.
—No siempre llueve a gusto de todos, son
cosas que pasan —respondió con cinismo—. ¿Es eso un delito?
—Hemos venido —prosiguió Daniel, ignorando
la pregunta— porque creemos que hay cosas que no encajan. Hemos
investigado concienzudamente su pasado. —Hizo una pequeña pausa
dramática. Empezaba a coger tablas en cuanto al manejo de los
interrogatorios—. ¿Le suena de algo Eleuterio Reina?
Arturo descansó la barbilla en la palma de
su mano, apoyando el codo encima de la mesa y echándose ligeramente
hacia delante.
—Saben perfectamente que sí.
—Trabajó en aquel caso, ¿no es cierto?
Estaba en León cuando ocurrió.
—Si saben la respuesta, ¿para qué hacen la
pregunta?
Se volvió a echar hacia atrás, con las manos
en los apoyabrazos. El tono del reportero no era exactamente
hostil. Había enojo en sus palabras, rabia contenida, pero no
parecía que estuviese dirigida hacia los policías.
—Usted fue uno de los periodistas más
activos y más críticos con la actitud de la policía en aquel
momento.
—No hicieron nada, dejaron que «El Lute» se
marchase de rositas. Afortunadamente, alguien se molestó en tomarse
la justicia por su cuenta.
—¿Y usted aprueba aquello? ¿Que ajusticiasen al «Lute»?
—¿Ustedes no?
—Pero usted no tiene hijos —intervino
Maxi.
—¿Eso cambia algo? Me alegro de que haya un
pederasta menos en el mundo. ¿Quieren detenerme por ello?
Maxi no contestó y Daniel siguió
preguntando:
—Hemos averiguado que en esta ciudad sólo
hay dos personas, dos periodistas, que trabajaban en León en
aquella época. Usted, y Jaime Cano, un colega suyo que trabaja en
la competencia.
—¿El de La Nueva
España? —preguntó con aparente desgana.
—¿No lo conoce?
—De oídas. No en persona.
Los agentes intercambiaron miradas. Arturo
no parecía expresar ninguna otra emoción aparte de ira respecto al
pedófilo.
—¿Sabe que Marcos Tuero había sido socio del
«Lute»?
—Eso tengo entendido.
—¿Podría precisar más su respuesta?
Entrecruzó las manos sobre el estómago,
echándose para atrás en la silla en un actitud entre relajada y
desafiante.
—Sí, sé que Marcos había tenido tratos con
«El Lute», que habían sido socios empresariales.
Daniel seguía con su tono de poli bueno. Se
reclinó sobre la mesa para decir:
—En confianza, ¿cree usted que Marcos
también se dedicaba a lo mismo que «El Lute»? ¿Que tenía el mismo
malsano hobby?
—En confianza —Arturo imitó el gesto del
joven policía—, no tengo ni la más remota idea. Pero ya saben el
dicho. Dime con quién andas...
Daniel se vio obligado a cambiar de
estrategia.
—Mire, éste es un tema muy serio. Han
asesinado a un hombre a sangre fría. Le han metido tres balas entre
pecho y espalda. Puede que fuese cómplice de un pederasta. Puede
que fuese una mala persona. Puede que fuese, si me lo permite, un
hijo de la gran puta. Pero nosotros tenemos que dar con el que lo
hizo y juzgarle. No se puede ir por ahí matando a gente, ¿lo
entiende?
—Yo no he matado a nadie.
—Nos consta que usted no lo pudo matar, es
cierto.
—Bien, pues entonces hemos terminado.
—Pero quizá sepa quién lo pudo hacer.
—¿Qué tal mi colega, el de La Nueva España?
Lo dijo con mucha cautela, aunque en sus
ojos hubo un brillo especial, pese a la frialdad de su
mirada.
—Él tampoco pudo hacerlo. También lo hemos
investigado.
—Bien, pues lo siento, pero no puedo
ayudarles.
Se puso en pie. Maxi y Daniel le
imitaron.
—Ha sido un placer hablar con ustedes,
agentes. —Les tendió nuevamente la mano. Esta vez, ambos policías
se la apretaron, Maxi con especial fiereza. Hubo un cruce de
miradas a tres bandas, pero nadie dijo una sola palabra más.