I Bajo el puente
«Nuestro crimen es ser hombres y querer
conocer»
Alphonse de
Lamartine
Aquella mañana amaneció como otra cualquiera
en Gijón. Era el sábado 10 de julio de 2010 y el calor, que tanto
se había hecho de rogar en los meses precedentes, había llegado por
fin para deleite de los gijoneses y de la gran cantidad de
veraneantes que por aquellas fechas abarrotaban la ciudad,
llenándola de bullicio y alegría. Con los primeros rayos de sol,
como cualquier día de verano, los más madrugadores se habían
lanzado ya a alguna de las tres playas existentes en la localidad;
mientras, otros aprovechaban aún las últimas horas de la mañana
para descansar del trabajo semanal, o quizá de una intensa noche de
salida nocturna del día anterior.
Jorge Martín había salido a correr, como
acostumbraba a hacer todos los sábados y domingos por la mañana.
Era un hombre más bien delgado, de estatura media y cuerpo
atlético. Su pelo, bastante corto, era de un negro muy intenso. En
su último cumpleaños las velas habían formado el número treinta y
seis, aunque representaba alguno menos. Iba ataviado con su clásica
indumentaria de correr, esto es, alguna camiseta vieja de color
liso, un pantalón corto negro y, atada a la cintura, una chaqueta
rojiblanca con el escudo del Real Sporting de Gijón, el equipo de
fútbol de la ciudad.
Solía ir siempre al mismo lugar: «el parque
de Moreda», tremendamente ingenioso nombre con el que se conocía de
forma oficial al parque público del barrio de Moreda. Este barrio
era uno de los más recientes de la ciudad, ya que no se había
desligado de El Natahoyo hasta la década de los noventa, y había
adquirido gran popularidad en los últimos años gracias a su buena
comunicación con el resto de zonas y su cercanía a la playa de
Poniente y al Puerto Deportivo. El parque, ubicado entre la calle
Senda del Arcediano y la avenida de Juan Carlos I, se caracterizaba
por sus espaciosas y bellas zonas verdes, ideales para la práctica
del deporte o simplemente para pasar el rato al aire libre,
contando además con una zona de columpios y juegos para niños. Al
sur se hallaban las instalaciones de Renfe y de la Policía
Nacional, comunicadas con el parque a través de un enorme
puente.
La ruta de Jorge era bastante sencilla: daba
vueltas a lo largo y ancho del parque, durante un tiempo aproximado
de cuarenta y cinco o cincuenta minutos. No realizaba siempre el
mismo recorrido, ya que el trazado permitía diversas variantes, y
así el paisaje le resultaba menos monótono.
Por lo general no prestaba demasiada
atención a la gente que encontraba a su paso; se limitaba a
concentrar todos sus esfuerzos en correr mientras escuchaba música
en su reproductor de MP3. Sin embargo, aquel día había olvidado
recargar la batería, que se encontraba casi al mínimo, así que,
cuando apenas llevaba cinco minutos corriendo, el sonido de sus
auriculares cesó por completo, al tiempo que Jorge lanzaba una
maldición para sus adentros por ese descuido. Desprovisto de su
música, y sin otra cosa mejor que hacer mientras corría, se dedicó
a observar con algo más de atención a las escasas personas que iba
cruzándose en su camino.
Una chica rubia, seguramente veinteañera,
que también corría, aunque en dirección contraria, fue la primera
con la que se cruzó. Llevaba una camiseta verde de tirantes y un
culotte de ciclista de color negro. Era
bajita y tenía un cuerpo bonito, pero ni siquiera se dignó a
mirarlo. También divisó a una mujer de mediana edad que paseaba a
su perro, uno de esos simpáticos westies,
pequeño, blanco y de cola permanentemente erguida, que tan de moda
se habían puesto en los últimos años. Un par de obreros, vestidos
con sendos monos amarillo chillón y cara de pocos amigos, fueron
los siguientes con los que se topó, para posteriormente encontrarse
con un matrimonio de la tercera edad, que atravesaban el parque con
paso firme, vestidos con llamativos chándals y con pinta de estar
habituados a las caminatas.
Llegó después a la altura del enorme puente,
vallado en naranja, desde el que se podía observar el todavía
escaso tráfico que comenzaba a circular por la entrada de la
autopista. Mientras lo atravesaba, le pareció percibir un extraño
bulto entre los matorrales pero no podía verlo con claridad desde
arriba. Continuó su carrera y, ya bajo el puente, se acercó a
mirar, impelido por la innata curiosidad del ser humano. La hierba
estaba a medio segar y los arbustos y demás vegetación abundaban,
pero el bulto se hacía ahora, con la cercanía, mucho más claro, y
sobresalía un objeto puntiagudo que resultó ser un zapato de hombre
colocado de lado. Se aproximó hasta casi poder tocarlo y dio un
respingo cuando lo movió ligeramente con la mano derecha para
tratar de darle la vuelta. No sólo estaba ese zapato, y su hermano
gemelo, sino que venía el pack completo
con ellos. Horrorizado ante lo que acababa de ver y tocar, miró en
derredor en busca de alguna otra persona pero no había nadie a la
vista en ese instante. Volvió a dejar el cuerpo inerte donde estaba
y lo ocultó apresuradamente entre la vegetación. Se echó las manos
a la cabeza, volvió a mirar hacia los matorrales, se atusó el pelo
y salió pitando en dirección a su casa. Por hoy ya había quemado
suficiente adrenalina.
Lo que no sabía era que en ese preciso
momento un par de ojos en la lejanía alcanzaban a divisar a un
hombre de unos treinta años, camiseta roja descolorida y pantalón
corto negro, con una chaqueta atada a la cintura, y que, tras haber
estado observando y manoseando algo entre la hierba, había salido
corriendo a toda velocidad en dirección contraria a la que había
venido.
Apenas una hora después, el parque de
Moreda, así como sus inmediaciones, contaban con un nutrido grupo
de personas. Gonzalo, un delgado e inquieto niño rubio de cinco
años, acompañado por su abuelo, Juan Granda, un fornido individuo
de ochenta y un años y con el pelo teñido de blanco casi en su
totalidad por las canas, se dirigían al parque, como cada sábado.
Cuando llegaron a la altura del puente, Gonzalo detectó rápidamente
parte del bulto que Jorge Martín había descubierto una hora
antes.
—Güelito, ¡allí hay unos zapatos!
Juan, absorto como siempre en la tarea de
cuidar de su nieto, no había reparado en ello pero, tras la
insistencia del pequeño, se acercó a ver a quién pertenecía aquel
calzado. Su sorpresa inicial se transformó rápidamente en horror al
contemplar que los zapatos tenían dueño. Otros viandantes, que
también se encontraban por la zona, se acercaron igualmente. Pronto
un gran número de curiosos rodeaba el bulto. El panorama era
ciertamente poco alentador: el cadáver de un hombre de mediana
edad, enfundado en un costoso traje, yacía sobre los arbustos bajo
el puente de Moreda, con varias marcas de contusiones en la cara y
extremidades, así como sangre en diferentes puntos de su
cuerpo.