LXIV El dilema del prisionero

 

 

«—Durante cincuenta años, desde que terminó la guerra, se nos ha mentido sistemáticamente. Nos ha mentido el Gobierno, la Iglesia, los partidos políticos, los empresarios y los militares.
—¿Y la policía?
—Sí —convino él sin vacilar—. Y la policía.»
Muerte y juicio (Donna Leon)

 

No sé qué demonios hago aquí, sinceramente —dijo sin perder un ápice de su aplomo. Seguramente estaba nerviosa, pero lo disimulaba bien tras aquella máscara de indignación y arrogancia—. Tampoco sé a qué demonios estamos esperando. Si quieren hablar conmigo, háganlo. Si no, déjenme marcharme. Tengo muchas cosas que hacer.
—¿Un sábado? —preguntó maliciosamente Maxi—. ¿Qué es que ahora trabajan también los sábados? Pensaba que gente de su categoría empresarial terminaba la jornada los viernes...
—Siempre hay muchas cosas que hacer, tanto de trabajo como de ocio —replicó ella, clavándole la mirada.
Mientras hablaban, apareció por comisaría otro de los llamados a declarar. Se trataba de Esteban Zúñiga, uno de los excompañeros de Ricardo. Un agente lo escoltó, pasando justo por delante de la mujer. Hubo un cruce de miradas, aunque ninguno de los dos pareció inmutarse especialmente por ver al otro. Esteban entró en una sala de interrogatorios, acompañado por Maxi y Alejandro. Lorenzo y Daniel se colocaron del otro lado del cristal, para observar con detalle y entrar cuando fuese preciso.
Maxi y Daniel habían preparado el terreno minuciosamente, convenientemente asesorados por Lorenzo. Habían citado a los cuatro sospechosos de dos en dos, de forma deliberada y con un interés muy concreto. El primer careo no parecía haber tenido mucho efecto aparentemente en los sospechosos, pero quizá al interrogarlos la cosa cambiase. El plan no había hecho sino empezar.
—¿Sabe por qué está aquí otra vez, señor Zúñiga? —preguntó Maxi. Alejandro, a su lado, trataba de poner cara de poker. Realmente sólo estaba allí como refuerzo, para acostumbrarse al método e intimidar al sospechoso, pero Maxi le había dejado bien claro que no quería que participase si no se lo pedía explícitamente.
Si a Esteban le sorprendió el tratamiento de usted por parte de Maxi, que le había tuteado en el interrogatorio de hacía tres días, no dio síntomas de ello. Contestó en el mismo tono:
—Díganmelo ustedes. A fin de cuentas, son los que me han citado.
—Ya se lo dije el otro día y se lo repito: déjese de chorradas y conteste a mis preguntas.
—Imagino que estoy aquí para que me pregunten algo relacionado con la muerte de Ricardo. Otra vez.
—Sí, otra vez... Sólo que la última vez se le olvidó decirnos que tiene licencia de armas.
—Nadie me lo preguntó. De todos modos, Ricardo no murió de un disparo.
—Efectivamente; se te ve muy enterado, listillo —respondió, apeándole el tratamiento repentinamente—. ¿Conoces a Marcos Tuero?
—No.
Ni el más mínimo titubeo en su rostro. Maxi continuó:
—Es el tío al que se cargaron en la Semana Negra. ¿Te va sonando ya?
—Estoy enterado de la noticia, pero no lo conozco de nada. Conocía, quiero decir.
—A él sí que le dispararon. Tres veces. ¿Me sigues?
—Supongo que querréis cargarme el muerto a mí. Como tengo licencia para disparar, obviamente soy un asesino en potencia. ¿Voy bien?
—Sólo hay un pequeño problema.
—¿Cuál?
Parecía estar muy relajado. Respondía a cada pregunta con extremado sosiego.
—Que el calibre del arma que usó el asesino no se corresponde con la que tú puedes usar.
—¿Y eso es un problema?
—No podemos acusarte... y posiblemente sería complicado pedir una orden de registro para tu casa. Salvo que tú quieras colaborar y nos permitas echar un ojeada voluntariamente.
—¿Y por qué habría yo de hacer eso?
—Para que te dejásemos en paz sobre este asunto. Para siempre. Mira, lee.
Le pasó una hoja escrita a ordenador donde se le instaba formalmente a permitir el registro de su casa a cambio de no llamarle nunca más a declarar en relación a los crímenes de Moreda y de la Semana Negra.
—¿Qué mierda es ésta? —preguntó receloso, tras haberlo leído—. ¿Se supone que tiene validez? ¡Venga ya!
Maxi hizo una señal a través del cristal. Lorenzo entró en la sala.
—Hola, Esteban.
—¿Tú? ¿Te han trincado, pipiolo?
—No, al contrario. Colaboro con ellos. Voluntariamente. Aunque ya les advertí que esa hoja no iba a ser de mucha utilidad. Lo que te están proponiendo es más enrevesado que lo que te han dicho. Yo te explico la verdad y tú decides qué quieres hacer, ¿de acuerdo? No tienen de qué acusarte, en serio.
Los dos policías abandonaron la sala. Mientras el detective, en solitario aunque siendo observado a través del cristal por Alejandro, le aclaraba las cosas a Esteban, apareció la tercera en discordia, Isabel Sampedro. A Lorenzo le hubiese gustado haber podido hablar con ella pero en ese tema Maxi se mostró totalmente intransigente: nada de ponerla sobre aviso.
El segundo cara a cara fue bastante más revelador que el primero. Isabel fue acompañada a la misma sala de espera donde se encontraba Patricia Cornejo. La animadversión existente entre ambas era patente, y hubo un pequeño intercambio de comentarios irónicos e insultos velados cuando estuvieron frente a frente. Después, Maxi y Daniel llevaron a Patricia a la sala de interrogatorios contigua a la de Esteban. Lorenzo recibió la llamada perdida en su teléfono móvil. Era la señal. Terminó su conversación con Esteban y ambos abandonaron la habitación. Apareció por allí otro agente de policía, que se encargó de Esteban, mientras Lorenzo se quedaba observando desde fuera el interrogatorio.
—No se lleva muy bien con Isabel —comenzó Maxi.
—¿Para eso nos han hecho vernos? ¿Para que intercambiásemos insultos? Me parece una táctica muy poco ética, aparte de pueril.
—¿Te has fijado en lo bien que habla esta mujer, Daniel? Es todo un placer escucharla. Mira, Patricia, estamos ya un poco hartos de jueguecitos. Sabemos que uno de vosotros tres lo mató. Si no confiesas tú, lo hará Isabel, y si no él. Uno de los tres no soportará la presión. Estáis muy jodidos.
Patricia echó una risotada estruendosa, artificial y, en cierto modo, perturbadora. Parecía muy segura y cómoda tras la última frase del policía.
—Yo no he matado a Ricardo. Pásenme el polígrafo si quieren. Interroguen a quien les dé la real gana. Pero, háganme un favor, acaben de una puñetera vez con esto, ¿quieren? Estoy muy cansada ya de tanta tontería.
Llegó el turno del «poli bueno». Daniel dijo como quien no quiere la cosa:
—¿Conoce a Marcos Tuero?
Hubo un destello extraño en los ojos de la mujer y una gota de sudor se le formó en la raíz del pelo. Tardó en articular una palabra, una sola palabra:
—¿Perdón?
—Marcos Tuero, ¿no le suena? Es el hombre al que le pegaron tres tiros en la Semana Negra.
—Ah, ya caigo. Escuché la noticia, claro. ¿Ya han capturado a su asesino? ¿Es Esteban? ¿Por eso lo tienen en la sala de al lado?
Sus ojos refulgieron de nuevo como al principio. Había recobrado la serenidad.
—¿Alguna vez ha disparado un arma, señora... digo señorita Cornejo?
—Nunca. Ni siquiera en las ferias.
—Ya. ¿Le gusta la Semana Negra?
—Sí, bueno, ¿por qué no? Es buena para la ciudad, supone muchos ingresos para la hostelería, viene gente de otras comunidades... Personalmente, tengo otras preferencias como entretenimiento pero...
Comenzó a escucharse una melodía. Era la Marcha Imperial de La Guerra de las Galaxias. Daniel descolgó el móvil entre disculpas. Patricia no pudo reprimir un comentario sarcástico:
—Es un poco mayorcito ya para usar esos tonos de móvil...
—¿Sí? ¿Eso ha dicho? Perfecto. Muy bien, nosotros —dijo mirando a Patricia— aún tenemos para rato con ella.
—¿Ha confesado? —preguntó Maxi.
—Prácticamente —respondió Daniel.
—Bueno, a lo que íbamos —Maxi volvió a dirigirse a Patricia—: Posiblemente te interese saber que estás libre de toda sospecha en el asunto de Moreda.
—¿Me puedo ir ya? —comenzó a levantarse.
—Me temo que no. —Se sentó de nuevo—. Ahora vamos a seguir hablando de Marcos Tuero, el hombre al que dispararon en la Semana Negra, ¿recuerdas?
—Me lo ha dicho hace dos minutos, ¿cómo habría podido olvidarlo?
—Dices que no lo conocías de nada.
—Nunca había oído hablar de él hasta que salió la noticia. De hecho, ni siquiera sabía su nombre hasta que lo han dicho ustedes.
—Bien. Y, por descontado, no te suena tampoco de nada el nombre de Eleuterio Reina.
—En absoluto.
—Vale. Bueno, realmente... sí, yo creo que eso es todo, ¿no, Daniel?
—Sí, eso creo.
—Ven con nosotros, aún nos queda un pequeño trámite.
Salieron los tres de la sala, pasaron por delante de Lorenzo, que había seguido todo el interrogatorio desde el cristal, y que se unió a la comitiva. El cuarteto se quedó mirando a través del cristal de la sala contigua, donde había dos hombres. Sólo uno de ellos era policía.
—¿Pero qué...? —se le escapó a Patricia.
—¿Lo conoces?
Se recompuso con rapidez. Sus ojos parecían decir que sí, aunque su boca dijo:
—De nada. Nunca había visto a ese hombre.
Maxi golpeó levemente con los puños en el cristal. El policía de dentro se acercó a la puerta y la abrió de par en par. Empujaron sutilmente a Patricia para que se asomase al umbral.
—No me empujen, ¿qué hacen?
No pudo evitar ser vista por el hombre de dentro de la sala que exclamó:
—¿Patricia? ¿Tú también...?
Rápidamente apartaron a la mujer de la puerta. Maxi dijo:
—Bien, éste era el pequeño trámite que necesitábamos resolver. Ahora que ya sabemos que os conocéis, la cosa cambia.
Volvieron a meterla en la sala de interrogatorios contigua a en la que se encontraba el hombre. Entraron con ella Maxi y Daniel, mientras que Lorenzo se volvió a quedar fuera, observando alternativamente una y otra sala.
—¿De qué va todo esto? —protestó Patricia—. ¿Quién es ese hombre y dónde está Esteban? ¿E Isabel? Pensaba que uno de ellos dos había matado a Marcos.
—Querrás decir a Ricardo —corrigió Maxi.
La mujer sabía que había metido la pata.
—No voy a decir ni una palabra más.
—Bueno, ya veremos. Volvemos en seguida, no nos eches mucho de menos.
En la otra sala, el otro policía esperaba en silencio junto al sospechoso, a quien habían tenido que esposar por una muñeca a la mesa para evitar que intentase escaparse.
—¿Qué me va a pasar? ¿De qué va todo esto? ¡Yo soy inocente! ¡No he hecho nada! Fue todo culpa de Patricia.
El policía le dejaba desgañitarse dando voces sin responder una sola palabra. Se abrió la puerta y entraron Daniel y Lorenzo.
—Como ya has visto, estás en un buen aprieto. Ahí al lado —dijo Lorenzo señalando con el mentón— está Patricia. No puedes negar que la conoces porque la has llamado por su nombre; ella también ha dado claros síntomas de haberte reconocido. El juego es el siguiente: si ella habla antes que tú, todo lo que ella diga podrá ser usado contra ti. A ella le ofreceremos un trato y a ti te meteremos en chirona. Pero... si es al revés, y eres tú el que colabora, será ella la que se vea irremediablemente entre rejas, y tú el que obtengas el trato. Piénsatelo.
Ambos sospechosos se quedaron a solas, cada uno en su sala. Lorenzo y los dos polis salieron al pasillo y estudiaron la táctica a seguir:
—Bien, ya hemos hecho lo que sugeriste. ¿Ahora qué, Sherlock?
—Pues ahora nos toca jugar nuestras cartas y confiar en que funcione el dilema del prisionero, como ya os expliqué ayer.
—¿Crees que se sacarán los ojos mutuamente? La tipa ya se ha cerrado en banda. Lo siguiente será que pida un abogado y ahí se acaba todo.
—No si piensa que él la está traicionando en la sala de al lado.
—¿Cómo nos repartimos? —preguntó Daniel, deseoso de ponerse manos a la obra.
—Tú conmigo —contestó Maxi con tono autoritario—. ¡Alejandro! —llamó. El aludido se acercó al trote, desde el final del pasillo—. Tú entrarás con el detective. —Era la primera vez que le llamaba de aquella manera—. Nosotros nos encargamos de la mujer de negocios. Vosotros del periodista. Ya sabéis la señal. —Todos asintieron.
Lorenzo tomó la iniciativa, por voluntad propia y porque Alejandro parecía estar aún algo verde para aquello.
—¿De qué conoces a Patricia?
—Yo... esto... Nos conocemos muy poco, apenas nos hemos visto alguna vez que otra.
—En la redacción tienes fama de mujeriego... ¿Es uno de tus ligues?
—No... o sea sí... vamos, nos liamos alguna vez. No sé qué importancia tiene esto.
Parecía recobrar el aplomo. Lorenzo contraatacó:
—Es curioso lo que ha evolucionado la tecnología en los últimos tiempos. Tú eres periodista, sabes bien cómo funciona el asunto. —Lorenzo no esperó respuesta y continuó—: Buscas información por Internet y encuentras cualquier cosa. Lo que sea. Por extraño que parezca, ahí está. ¿Quién no tiene cuenta de correo electrónico hoy en día? Yo tengo varias —confesó—. ¿Quién no ha participado alguna vez en un foro? ¿Y qué decir de las redes sociales? Ayudan mucho también. En fin. Se te ve musculoso, ¿vas mucho al gimnasio?
Se esforzaba por parecer tranquilo, pero aquella nueva pregunta volvió a bajar sus defensas. Tardó un momento en contestar.
—Voy bastante.
—¿Y sabes quién va también al mismo gimnasio que tú?
—Pffff, un montón de gente.
—Sí, sólo que, de todo ese montón de gente, una de ellas es la mujer que está en la sala de al lado. Qué coincidencia, ¿no?
—Entonces de eso la conozco.
—Ya. Vale, mira, vamos a dejarnos de tonterías porque, no nos engañemos, Alejandro y yo tenemos bastante buen carácter, pero de los dos compañeros que están aquí al lado, uno de ellos tiene muy mala leche y, antes o después, hará que Patricia hable.
—No os podéis saltar las normas. Pienso denunciaros y sé que ella hará lo mismo.
—¿Lo sabes? Claro, la conoces bien, ¿eh?
—Es lo que yo haría o, mejor dicho, lo que voy a hacer, así que supongo que ella también lo hará. Si no tienen nada más, querría irme a mi casa.
—Espera, espera. Resulta que sí tenemos algo más. Aparte de saber que vais al mismo gimnasio, también sabemos que ella no conocía, a priori, de nada a Marcos Tuero. Tú, sin embargo, publicaste varios artículos en contra de él y de un tal Eleuterio Reina, alias «El Lute», cuando trabajabas en León.
—Sí, es cierto, los publiqué. ¿Y?
—Sin embargo tú no lo mataste.
—También es cierto.
—¿Qué me dices de Ricardo Castillo?
—¿Qué pasa con él? —preguntó con fingida indiferencia.
—El tío al que tiraron desde el puente, en Moreda. Tu diario cubrió la noticia.
—Todos los periódicos lo publicaron... antes de que se supiese que era un suicidio.
—Sólo que no lo fue. Alguien lo mató. Tienes dos opciones: o nos cuentas qué pasó, y rápido, o mis compañeros ahí al lado la creerán a ella. —Sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y lo miró—. Parece que ella aún no ha confesado, de lo contrario me habrían llamado. Es la señal —dijo, clavándole la mirada. Dejó el teléfono sobre la mesa y se marchó, dejando a Alejandro al cuidado del periodista.
Golpeó con el nudillo suavemente en la otra puerta. Daniel la abrió y hablaron brevemente en el umbral:
—¿Nada aún? —preguntó Lorenzo.
—¡Qué va! Se ha cerrado en banda. No ha contestado a casi nada y, cuando lo ha hecho, ha sido con monosílabos. Se nota que se muere por saber qué tenéis vosotros. Por cierto, ¿qué tenéis?
—De momento: una mierda pinchada en un palo. Déjame entrar y echaros un cable, creo que sé cómo provocarla.
Daniel le dejó pasar. Dentro, Maxi miraba fijamente a la sospechosa mientras ésta miraba a la pared con gesto de infinito hastío.
—¿Qué tal, Patricia?
Ésta levantó la vista y lo miró con toda la frialdad que podía salir de aquellos ojos castaños.
—Genial, ¿no me ves? Estamos aquí pasándolo en grande. Estoy muy cansada, ¿me puedo ir ya?
—Bueno, depende. ¿Quieres dar por bueno lo que diga Arturo? En ese caso, posiblemente no podrás marcharte de aquí, al menos no sin ir esposada.
—No tenéis una mierda, si no no estarías aquí. Seguirías con él.
—Las cosas están así: si nos dices qué pasó, y nos gusta más tu versión que la suya, te soltaremos y lo detendremos a él. Pero si no hablas en absoluto o si nos gusta más su versión que la tuya, será al revés. Tú decides. Reconozco que él aún no te ha acusado formalmente de nada. Se limitó a decir que era culpa tuya, pero no especificó el qué. Éste es tu momento. O nos dices que él es culpable y aportas alguna prueba que respalde lo que dices, o seguiremos así con ambos, hasta que uno de los dos termine por cantar. Y entonces el otro estará muy pero que muy jodido. Piénsatelo.
Hizo un gesto con los ojos a sus compañeros y los tres abandonaron la sala. Maxi comentó:
—Me jode decirlo, pero creo que has estado bien ahí dentro, pipiolo.
—Si me lo permitís, yo sugeriría que ahora esperásemos media hora, o incluso una hora entera. Y si podéis regular el climatizador de la sala para que suden como pollos, mejor que mejor. No sé hasta qué punto es legal... pero podría ser bastante útil. Además, se me ha ocurrido una cosa que podríamos hacer mientras ellos se comen el tarro.
Tres cuartos de hora después, volvieron a entrar, Maxi y Daniel con la mujer, Lorenzo y Alejandro con el hombre.
—Qué calor hace aquí, ¿no? —dijo con poco disimulado sarcasmo Lorenzo—. ¿Y bien? ¿Quieres contarnos qué pasó o prefieres que sigamos hablando con ella? Aún no te ha acusado de ninguno de los dos asesinatos, pero le falta poco.
—Seguro.
—¿Piensas que no va a salvar su culo antes que el tuyo?
—No tengo nada que contar. Yo no he hecho nada ni sé nada sobre ella. Me la tiré un par de veces y punto. O me acusáis de algo o me marcho. Y quitadme de una puta vez estas esposas. ¡Os pienso meter una denuncia que os vais a cagar!
Lorenzo consintió en que Alejandro se las quitase.
—¿Sigues sin tener nada que decir? —preguntó Maxi en la otra sala.
—Nada de nada —respondió Patricia con retintín.
—Qué lástima. Hemos estado haciendo los deberes mientras estabas muda... Mañana a primera hora tendremos una orden judicial para registrar tu casa, ordenador incluido... salvo que decidas colaborar ahora y no nos haga falta.
—No tengo nada que esconder —replicó Patricia, aunque no sonó muy convincente.
Daniel cogió el móvil y llamó a un número de la agenda.
Arturo Doriga se frotó la muñeca que había estado esposada. Se negaba a responder a las preguntas de Lorenzo. En ese momento sonó el móvil.
—La señal —dijo en voz alta y clara Lorenzo, haciendo ademán de marcharse. El otro agente lo acompañó hacia la puerta.
—¿Eh, a dónde vais? —preguntó escamado el periodista.
—Te repito, por si no lo has oído, ésta era la señal: si me llamaban quiere decir que han conseguido que Patricia te incrimine. Estás muy jodido. Si no nos dices nada mejor que ella, e inmediatamente, su versión será la buena. Comprobaremos las pruebas, claro está, pero si de lo que te acusa es cierto, se acabó todo para ti.
—¡Un momento! —gritó Arturo, completamente fuera de sí—. ¡No sé qué les estará diciendo esa loca a tus compañeros, pero no fue así! Fue todo idea de ella. Os lo puedo contar. ¿Aún estamos a tiempo, no?
—No sé lo que ella les habrá dicho a mis compañeros —contestó Lorenzo con suma seriedad—, pero no me importaría escuchar tu versión y luego contrastarlas.
—¡Ella mató a Marcos! —exclamó Arturo, al borde de la desesperación.
Lorenzo se sentó, por vez primera, en la silla al otro lado de la mesa, frente al periodista. Alejandro se mantuvo de pie, delante de la puerta de salida, para evitar una posible huida.
—Repite eso.
—¡Quiero saber lo que ha dicho ella! Quiero saberlo, o no diré nada más.
—No estás en condiciones de exigir nada.
—Por favor...
Lorenzo cogió su teléfono, que seguía sobre la mesa, y llamó a Daniel. Volvió a escucharse la Marcha Imperial. Sonó un buen rato hasta que el policía descolgó. Las llamadas perdidas formaban parte del guión, pero no las llamadas normales.
—¿Pasa algo?
—Arturo ha confesado. Dice que ella lo planeó todo y que fue ella la que mató a Marcos. No quiere contarme más detalles sin saber lo que os ha confesado ella.
—Un momento.
Daniel tapó el auricular y se giró con una sonrisa de oreja a oreja.
—Arturo dice que tú lo mataste.
—¿Yo? ¿Que yo maté a Ricardo? —preguntó ella sacando los ojos de las órbitas—. ¡Pero si fue él! Comprueben su coartada, verán que no puede demostrar dónde estaba aquella noche. Comprueben que tenía acceso al veneno. Fue él, ¡fue él!
—Ya, bueno, el único problema es que Arturo no ha dicho que hayas matado a Ricardo, sino a Marcos.
La mujer había vuelto a meter la pata y lo sabía. Vaya si lo sabía.
—Lorenzo, todo tuyo. La señorita acaba de decirnos que él mató a Ricardo. Que te lo cuente todo. Necesitamos la confesión de ambos.
Patricia se derrumbó sobre la mesa, con los ojos anegados en lágrimas. Lágrimas de rabia y de desesperación. Cuando al fin levantó la cabeza, comenzó una retahíla de insultos hacia Ricardo. La cantinela habitual de una amante despechada.
En la sala de al lado, Arturo se mostraba cabreado y asustado a partes iguales.
—¿Así que fue todo idea de Patricia? —preguntó Lorenzo.
—¿Qué les ha dicho ella?
—Ella dice que es al revés, que fue todo cosa tuya. Lo de Ricardo y lo de Marcos.
—Ella lo planeó todo. Quiero un trato y les explicaré cómo mató a Marcos.
—¿Y a Ricardo?
Arturo se debatía en una gran duda interna. Tras unos segundos que a Lorenzo le parecieron eternos dijo:
—Quiero un buen trato. —El detective asintió con los ojos—. Patricia planeó la muerte de ambos, de su amante y de Marcos, un hijoputa al que yo conocía. Ella apretó el gatillo y se cargó a Marcos... pero no mató a Ricardo. —Lorenzo y Alejandro mantuvieron el silencio esperando que llegara la frase clave. Y llegó—: No mató a Ricardo porque lo hice yo. Ella me convenció. Quiero un trato y quiero un abogado. Uno bueno, tengo... tengo algunos ahorros.
A partir de ese punto, todo fue coser y cantar.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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