XXII La reunión
«Y la política en nuestro país, y no sólo
en el nuestro, es el arte de hundir en la mierda al
adversario»
La luna de papel
(Andrea Camilleri)
Aquello tenía poco de convencional y menos
aún de amistoso. La reunión había sido convocada con el mayor
secretismo posible y sólo unos pocos miembros de la Junta de
Gobierno, así como dos personas contadas del Cuerpo de Policía
local estaban al tanto del asunto. Que el alcalde de la ciudad y el
jefe de policía se reuniesen en secreto ya era de por sí
sospechoso, pero es que además el segundo no tenía ni la más remota
idea de lo que le habría de contar el primero y eso era algo que le
inquietaba y cabreaba a partes iguales.
Paralelamente, Pedro Mata había estado
trabajando a marchas forzadas en el primero de los dos anuncios
oficiales que pensaban sacar en los próximos días. Empleando, como
era costumbre en el mundillo de la política, una jerga rimbombante
a fin de que resultase lo menos inteligible posible pero que al
mismo tiempo sonase importante, el portavoz del gobierno había
redactado una nota de prensa en la que, «en aras de una mayor
transparencia», el actual gobierno se comprometía a hacer públicos
los salarios de los miembros más importantes de su partido, así
como a «revisar estos estipendios y, llegado el caso, ajustarlos en
la medida de lo posible, habida cuenta de la situación de recesión
económica en la que se encontraba el país» y bla bla bla, lo que,
traducido al lenguaje de la calle, venía a decir que pensaban
publicar unos números que muy posiblemente no se correspondiesen ni
de lejos con los salarios reales. Pedro terminó de componer la nota
y la revisó unas cuantas veces hasta quedar totalmente conforme con
la redacción. Con suerte, pensó, en los periódicos del día
siguiente sería la noticia más destacada en el panorama político.
Pedro Mata era decididamente un idiota o un iluso.
Ramón Candela fue el primero en acudir al
lugar pactado. Vestía, fiel a su costumbre, de manera
pseudo-informal: una camisa lisa en tono azul claro y un pantalón
oscuro de color indefinido. El local era un elitista restaurante de
nueva cuña que se ubicaba en primera línea del puerto deportivo en
una zona que era popularmente denominada La Cuesta del Cholo. El
restaurante, que tenía sólo un par de mesas ocupadas, pertenecía a
unos amigos del alcalde, con lo que se podía decir que éste jugaba
en casa. «Primer punto en su contra. Debería haber escogido un
lugar neutral», pensó Ramón, mientras era acompañado a una mesa por
un camarero uniformado y de aires pomposos.
Ya había pasado más de una semana desde el
día en que su marido se había mostrado tan alterado, aquel sábado
que había vuelto temprano a casa después de correr menos de la
cuenta por una presunta torcedura de tobillo. Conforme iban pasando
los días, el carácter metódico y disciplinado de Jorge Martín había
vuelto por sus fueros y su mujer se había olvidado casi por
completo del incidente. Y seguramente no hubiese vuelto a reparar
en ello de no haber leído el anuncio en el periódico:
Ha desaparecido un West Highland White
Terrier, en la zona del parque de Moreda o alrededores, en la
mañana del sábado 10 de julio...
¿Por qué había sentido un ligero
estremecimiento al leer aquel anuncio? ¿Había sido por la especial
sensibilidad que sentía desde que, de niña, hubiese perdido a su
perro, su queridísimo Odie, jugando con su hermana en un parque? ¿O
había sido la fatídica fecha del sábado 10 de julio, el día en que
su marido había tenido aquel comportamiento tan desacostumbrado en
él? Sea como fuere, tenía que comentarlo con él, quizá hubiese
visto a un perro de aquella raza aquel día y pudiese ayudar a su
desconsolado dueño a recuperarlo. Entró con ímpetu en el salón,
donde Jorge estaba viendo la tele, y le comentó como quien no
quiere la cosa:
—¿Has visto esto?
Él alzó la vista hacia el periódico que su
esposa blandía en el aire.
—¿El periódico? No, hoy no lo he mirado aún.
¿Por?
—No, hombre, el periódico no, este anuncio
en concreto.
Ella se sentó a su lado en el sofá y se lo
señaló. Jorge leyó con desconcierto la nota y después, aún más
desconcertado, preguntó:
—Vale, ¿y?
—El sábado —recalcó ella—. ¿No vas todos los
sábados y domingos a correr a Moreda?
—¿Y? —repitió él—. ¿Tienes idea de cuánta
gente con perros va por allí? ¿Esperas que me acuerde de uno
concreto?
—Pero fíjate bien en la fecha —insistió ella
refunfuñante—. ¡El 10 de julio! ¿Nada? —Él la miraba ahora de una
forma diferente aunque ella no alcanzaba a entender debido a qué—.
¿No es el día que te torciste el tobillo?
—Mmmm, ¡yo qué sé! ¿Crees que anoto en la
agenda qué día me lesiono?
—Pero sólo hace diez días. No es tan difícil
de recordar...
—Sí, puede ser que fuese ese día. Mejor me
lo pones, ese día casi no estuve en el parque. Volví pronto, como
bien recuerdas. ¿Cómo habría podido ver al dichoso perro?
—Pero es que además es el día que
encontraron el cadáver. Ya sabes, el famoso «crimen de Moreda». Ese
mismo día se pierde un perro y además tú te lesionas y llegas a
casa mucho antes. Todo el mismo día, ¡qué casualidad! —Su tono se
encontraba en un punto intermedio entre el asombro y la
ironía.
—Joder, Sandra. ¿Qué insinúas? —Jorge estaba
visiblemente cabreado—. ¿Qué fui allí ese sábado a cargarme a un
tío y a robar un perro? Salí de casa, empujé a un tío desde un
puente, robé el primer perro que me pareció y volví a casa,
fingiendo una lesión. ¿Es eso lo que quieres dar a entender?
Su mujer abrió los ojos como platos.
—¿Te has vuelto loco o qué? —intentó
suavizar el tono—. Pero, cariño, ¿cómo narices voy a decir o pensar
yo semejante barbaridad? Yo lo único que decía...
Jorge la interrumpió con el mismo cabreo que
antes.
—No sé a cuento de qué coño me enseñas esto
ni tampoco a cuento de qué voy a tener que acordarme de ese puto
perro. Fui allí, corrí un poco, me retorcí el tobillo y volví.
Punto. ¿Qué cojones voy a saber yo de todo eso, del cadáver, del
perro o de la puta que lo parió?
Se levantó del sofá enérgicamente y fue
hacia la entrada. Su mujer le siguió con una mezcla de enfado y
confusión.
—No sé por qué narices te has puesto así. ¿Y
ahora a dónde vas?
Él bajó el tono un par de octavas pero
siguió con el ceño fruncido.
—A que me dé un poco el aire. Ya te
informaré oportunamente si encuentro algún cadáver o algún perro
extraviado.
Descolgó su cazadora de la percha de la
entrada para acto seguido volver a dejarla donde estaba. Abrió la
puerta y salió. Sandra, que se había quedado momentáneamente muda
ante el ataque de histeria de su marido, contempló atónita cómo
éste abandonaba la casa. «¿Pero qué mosca le habrá picado?».
Pasados unos cinco minutos hizo acto de
presencia el alcalde. Venía solo, igual que había hecho previamente
Ramón, y lucía un traje gris claro, con camisa de color lila y
corbata de rayas a juego. Entró en el restaurante y saludó al
encargado. Después, el mismo camarero petulante lo acompañó hasta
la mesa donde le esperaba el jefe de policía y luego se retiró
hacia la barra. Ramón, que en circunstancias normales se habría
levantado para recibir al político, permaneció sentado en su silla,
con aire circunspecto. Jacobo Arjona le tendió la mano y Ramón se
la estrechó sin demasiado entusiasmo.
—Espero que no lleve mucho tiempo esperando
—dijo mientras tomaba asiento en la silla que quedaba justo en
frente del policía.
—No, he llegado hace un momentín. ¿De verdad
vamos a tratarnos de usted?
—Como quieras
—replicó el político. Después chasqueó los dedos y el camarero de
antes se presentó ipso facto en la mesa—. ¿Nos traes la carta, por
favor?
—No creo que sea necesario.
Los ojos de Jacobo pasaron de Ramón, cuya
mirada se mostraba inescrutable, al camarero, que miraba con algo
de confusión aunque con expresión servil. Tras unos segundos que
parecieron horas, el alcalde solicitó:
—De momento tráenos un Albariño.
El camarero lameculos se fue por donde había
venido, dejándolos nuevamente solos.
—Mira, antes de nada quiero dejar clara una
cosa —comenzó Ramón sin dar tiempo de reacción al alcalde, que
parecía bastante sorprendido de la agresividad verbal del jefe de
policía—. Tú tienes un trabajo y yo tengo otro; tú te ocupas de lo
tuyo y yo de lo mío. Ya he tenido una reunión, hace no mucho, con
uno de tus subordinados, y me sugirió alguna cosa que no me gustaba
demasiado pero a la que accedí por la relación personal que hay
entre él y yo. Eso fue hace unos días. Y hoy es hoy.
¿Estamos?
—Creo —empezó Jacobo, midiendo
concienzudamente sus palabras— que no tienes demasiado claras
algunas cosas. —Se detuvo con la llegada del camarero. Una vez que
éste hubo servido el vino en dos copas y dejado la botella sobre la
mesa, continuó—: Como supongo sabrás, dado que recuerdas tan bien
la... charla que tuviste con Tomás la semana pasada, tenemos un
pequeño problema ahora mismo en nuestra maravillosa ciudad.
Los ojos de Ramón no revelaban ninguna
emoción. Jacobo siguió hablando con notable autocontrol:
—Y ese problema no es otro que la resolución
de un asesinato, muy violento y desagradable, y del que los medios
de comunicación se hacen eco constantemente para vender más
periódicos y tener más audiencia.
—Los medios tienen que informar de lo que
ocurre —replicó Ramón sin levantar la voz.
—Una cosa es informar y otra vender carnaza.
Y a los medios les gusta mucho más lo segundo que lo primero, como
bien sabes.
—Podría ser —concedió Ramón— pero... ¿a
dónde quieres llegar?
Jacobo experimentó uno de sus habituales
cambios de humor, de la afabilidad a la combatividad, lo que en
fútbol sería un «cambio de ritmo», y contraatacó con
vehemencia.
—Nosotros, el Gobierno, hacemos nuestro
trabajo... Y vosotros, la policía, el vuestro pero... quizá podría
darse el caso de que el propio Cuerpo de Policía tuviese asuntos
internos que preferiría ocultarle a los medios y a la opinión
pública. Quizá sería mejor si todos nos estuviésemos calladitos y
no revolviésemos mucho en el fango, no vaya a ser que acabásemos
todos untados. Quizá, en definitiva, sería mejor que hicieseis
cuanto esté en vuestras manos para que los medios no sigan
tocándonos los huevos con el asunto de la Semana Negra.
—¿Y quizá yo haría
todo eso porque...?
—Rabanal, qué nombre más curioso, ¿verdad?
—El alcalde parecía encontrarse ahora a sus anchas—. El caso es que
la vida nocturna es muy traicionera. Si se filtrasen noticias de
todo cuanto acontece por ahí de noche estando de farra...
Ramón se encolerizó al oír nombrar a su
pariente.
—¿De qué coño hablas? ¿Quién te ha dado vela
en ese entierro?
Jacobo continuó, haciendo caso omiso de la
ira de su interlocutor.
—Mira, Ramón. Las cosas están así: hay mucha
gente que está hasta los cojones de tu «primito». En el casino no
lo tragan, tengo informes sobre quejas en muchos otros
establecimientos nocturnos y, ¿sabes lo más curioso? Todo esto no
es de dominio público... aún. Porque hay alguien que se encarga de
silenciar estas cosas, de limpiarle siempre el culo para que no se
note que se ha cagado y que huele muy mal. ¿Tienes idea de quién
puede ser?
—Para empezar no tienes nada en su contra,
ni en la mía, nada que puedas demostrar...
—Estás muy equivocado. —El alcalde sonreía
con la seguridad que da el tener la razón de su parte.
—Y para seguir es un pariente lejano, ni
siquiera forma parte de mi familia como tal. No tienes nada, y no
te servirán de nada esos informes que dices tener.
—Ah, eso me recuerda... —Alzó la copa de
vino y bebió un trago. Se lamentó de no haber llevado las gafas,
con las que podría juguetear mientras ponía contra las cuerdas a su
adversario—. Qué bonita es la adolescencia, ¿no es cierto? ¿Cuántos
años tiene ya tu hijita pequeña, dieciséis, diecisiete?
Ramón se puso en pie instintivamente. Jacobo
le hizo un gesto para que regresase a la silla. Durante el
transcurso de su conversación, dos mesas más habían sido ocupadas
y, aunque no estaban suficientemente cerca como para escuchar la
conversación, sí lo estaban para mirar con extrañeza a aquellos dos
belicosos comensales. El jefe de policía se contuvo y se sentó de
nuevo, pero sus ojos estaban inyectados en sangre.
—Como me toques los cojones con mi hija, te
juro que te parto las piernas.
—No te preocupes, cálmate. Si aún no ha
pasado nada. Es sólo que... tú no usas mucho las nuevas
tecnologías, ¿no? Las redes sociales y todo eso... Los adolescentes
sí que las usan.
—Mi hija está limpia.
—Sí, claro, si no lo dudo... Pero supongamos
que tuviese amigas, y amigos, ¿por qué no? Es natural a su
edad...
—Como sigas por ahí no respondo de mis
actos.
—Escucha —ahora tenía el toro agarrado por
los cuernos y lo sabía. No se acaloró ni precipitó lo más mínimo
para decir—: hay fotos. Es todo lo que sé. Fotos de fiesta, fotos
de borracheras, espera, espera. —El otro empezaba a levantarse de
nuevo. Volvió a la silla una vez más—. No digo que ella haya hecho
nada malo pero... Es un hecho, hay fotos de ella, y esas fotos
pueden llegar accidentalmente a manos inoportunas. Y recordemos que
a la prensa le encanta el morbo, y a la gente también, ¡qué
narices!
—Me estás hinchando los cojones ya —dijo en
el tono más suave que pudo—. ¿Qué fotos? ¿De qué mierda de fotos
hablas?
—Existen fotos de tu hija borracha por ahí
con otra gente de su edad, haciendo el indio. Existen, es un
hecho.
—Mi hija no... no bebe. Y además es menor de
edad.
—Ramón —la mirada de Jacobo ahora se
convirtió en la de una víbora justo antes de atacar a su presa—, te
propongo algo. Tú no me jodes a mí con lo de la Semana Negra, y yo
no te jodo a ti con tus familiares y sus asuntitos. ¡Y a la mierda la prensa y las noticias
sensacionalistas! ¿Hace?
El jefe de policía no aguantó más y se puso
finalmente en pie. Se aproximó a la silla de Jacobo y, agachándose
hasta quedar a tan sólo dos palmos de su cara, le espetó:
—Por mis santos cojones que como publiquen
algo de mi hija en la prensa, el siguiente asesinato que se
investigue en esta ciudad será el del puto alcalde de los putos
cojones. ¿Le ha quedado suficientemente claro, señor?
Jacobo mantuvo el tipo sin responder nada
pero sin dejar de mirar fijamente a los acalorados ojos del policía
quien, acto seguido, se marchó del local con gesto malhumorado. El
alcalde se quedó en la mesa, bebiendo con deleite el Albariño y
sonriendo para sus adentros. La cosa marchaba.