XLI Sospechosos poco habituales
«Tres podrían guardar un secreto si dos de
ellos hubieran muerto»
Benjamin
Franklin
—Bien, pues eso es todo. Gracias por su
colaboración.
—No hay de qué.
El último empleado de Marcos Tuero tampoco
aportó ningún dato interesante a la investigación. Una vez se
hubieron marchado de vuelta a su coche patrulla, Maxi no se molestó
en ocultar su cabreo:
—¡Joder, vaya éxito! Después de hablar otra
vez con estos tipejos, seguimos sin tener una mierda que los
relacione ni de lejos con el asesinato.
Cuando estaban solos, tanto Maxi como Daniel
no dudaban en llamar a las cosas por su nombre.
—A ver, ¿qué tenemos? Uno ni siquiera estaba
en la ciudad —recapituló Daniel, siempre más concienzudo que su
avezado compañero—, otros dos estaban con sus respectivas familias,
y hemos comprobado sus coartadas y parecen auténticas, y este
último incluso se ha estremecido cuando le hemos enseñado la foto
del cadáver. Un asesino frío y calculador suele regodearse de sus
crímenes. Lo suyo sería, de ser culpable, que no dejase traslucir
ningún sentimiento y todos parecían fastidiados con su muerte. Si
no a nivel humano, al menos a nivel profesional. A ninguno le
beneficia en absoluto la muerte de Marcos, ninguno tenía acciones
en la empresa, ninguno saca tajada económica por ningún sitio y
encima se quedan sin trabajo. Algo no cuadra.
—Así es, chico.
Una puta mierda de caso, ya te lo advertí cuando encontramos el
cuerpo.
Maxi seguía enojado aunque, en el transcurso
de la investigación, parecía haber ido pasando de un pesimismo y
dejadez propios de su carácter habitual a una irritación y malestar
por el hecho de no poder dar con el culpable. El joven Daniel, sin
duda, estaba resultando un buen acicate.
—¿Seguimos, entonces, apostando por los
periodistas de León como máximos sospechosos?
—¿Acaso tenemos algo mejor?
Sonrieron con hastío. La mañana había sido
dura.
—Venga, te invito a comer.
—¿En serio?
—No —carcajeó, mostrando sus amarillentos
dientes—, pero yo elijo el sitio. Menos da una piedra, ¿no,
chico?
Montaron en el vehículo, Daniel al volante,
Maxi entretenido en encender un cigarro.
Roberto Pardo, el amigo informático de
Lorenzo y Miguel, había sido, como siempre, de gran ayuda a la hora
de obtener información de los excompañeros de trabajo de Ricardo
Castillo. Eso, aunado a la cantidad de cosas que la gente publicaba
alegremente en las redes sociales y a los datos obtenidos de la
página oficial de la empresa, permitía identificar a gran parte de
los miembros de la compañía y, en algunos casos, hacerse una idea
bastante fidedigna no sólo de su vida profesional sino también de
la personal.
Ricardo era un reputado economista,
aparentemente de trato agradable con sus compañeros y hábil
negociador en el plano laboral. Parecía que su única perdición eran
las faldas. Trabajaba para la empresa AGISS, que colaboraba con
otras firmas de diferentes partes del país, y cada vez más a menudo
también del extranjero, llevando a cabo proyectos de I+D o
asesorando sobre cómo llevarlos a cabo.
La labor de Ricardo, según había podido
averiguar Lorenzo, con el paso del tiempo se había ido alejando
bastante de tareas contables y administrativas para pasar a ser el
responsable de comercio interior y exterior de la empresa, así como
asesor de finanzas, y el encargado, por lo general, de promocionar
sus proyectos, buscar ayudas, subvenciones o convenios favorables a
los intereses de la compañía, y establecer los contactos adecuados
con otras empresas para firmar los oportunos acuerdos.
Esto último, seguramente, era lo que le
había permitido conocer a Patricia Cornejo y quién sabe a cuántas
más. Estudiando detenidamente la información recopilada, y en
particular la referente a sus colegas de la oficina, Lorenzo había
subrayado tres nombres propios: Felipe Pastor, Luis Carrera y
Esteban Zúñiga.
El bar no estaba lejos del centro de
trabajo. No tuvo que esperar mucho para verle aparecer. Lo bueno
del ser humano, pensaba el detective, es que es un animal de
costumbres. Felipe Pastor tenía cincuenta y dos años y era un
hombre corpulento, con frente ancha y despejada y mirada esquiva.
Llevaba una camisa blanca, de marca aunque algo gastada, y un
pantalón gris marengo de vestir; la chaqueta a juego la llevaba
doblada bajo el antebrazo. Pero sin duda lo más significativo de su
look era su frondoso bigote, negro en su
mayor parte aunque con alguna cana, que le confería una apariencia
entre bonachona y despistada. Lorenzo le recordaba del funeral: un
bigote así era difícil de olvidar.
El bar no era gran cosa: la iluminación era
tenue e indirecta, y la música casi no se oía. Felipe se acercó a
la barra, se sentó y posó la chaqueta sobre el taburete de al lado.
Pidió una cerveza y se quedó mirando al infinito. Lorenzo se acercó
distraídamente y se sentó a su lado.
—Una cerveza 0,0, por favor.
El detective llevaba un elegante a la par
que incómodo traje azul marino, camisa azul celeste y corbata azul
oscuro con discretas rayas diagonales en tono grisáceo.
—Vaya bochorno —agregó, mirando a Felipe,
mientras se aflojaba ligeramente el nudo de la corbata.
—Sí, hace un calor horrible.
En la televisión una cadena generalista
emitía un programa del corazón, de ésos en los que se debate
vehementemente sobre si la hermana del vecino de la prima del
casposillo de turno, que había saltado a la fama por acostarse con
no sé qué torero, actor o deportista, había estado liada
previamente con el vecino de la prima del chófer del hijastro del
susodicho torero, actor o deportista. La misma mierda de siempre.
Lo triste es que había unos cuantos cientos de miles de personas,
si no millones, que daban de comer a esta gentuza. Lorenzo se
abstuvo de expresar su opinión, metido como estaba en su
papel.
—¿Mucho trabajo? —preguntó como quien no
quiere la cosa.
—Bastante, pero por hoy ya he
terminado.
—Qué suerte. —Dio un sorbo a su bebida. Le
sabía a rayos y centellas, pero hizo de tripas corazón para que no
se le notase—. Yo todavía tengo que hacer un par de visitas. Si no,
ya me hubiese quitado esta mierda —añadió, tirando ligeramente de
la corbata.
Felipe sacó una corbata roja del bolsillo de
su americana.
—Yo es lo primero que hago en cuanto salgo
de la oficina —dijo, sonriendo al mostrársela.
Empatía. Tan básica y tan eficaz. Felipe
parecía haber mordido el anzuelo.
—David Robles —dijo Lorenzo tendiéndole la
mano.
—Felipe Pastor.
Lorenzo apuró otro trago.
—¿A qué te dedicas? —preguntó Felipe.
—Soy agente comercial. De seguros. —Sacó una
tarjeta del bolsillo de la chaqueta y se la tendió. Miguel le había
ayudado con el diseño para que diese mejor el pego—. Somos una
empresa nueva. No llevamos mucho tiempo.
Felipe puso cara de no conocer la empresa.
Tanto mejor. Le devolvió la tarjeta.
—Bueno, eres bastante joven como para llevar
mucho tiempo.
—No te creas, llevo tiempo dedicándome a
ello. Antes estaba en una multinacional. Cobraba más pero trabajaba
muchas más horas, y me tenían frito con llamadas al móvil.
—Qué me vas a contar... —Felipe bebía la
cerveza con notable destreza, apenas se había manchado su poblado
bigote.
Contó mentalmente hasta diez mientras miraba
a los tertulianos de la tele insultarse y quitarse la palabra unos
a otros.
—¿Y tú, en qué trabajas?
—Trabajo en AGISS. Departamento de
marketing.
—Me suena tu empresa. Me suena mucho... pero
ahora mismo no sé...
—Llevamos... la empresa lleva bastantes años
ya aquí en Gijón. Yo estoy casi desde el principio.
Felipe tomó un largo trago de cerveza. Esta
vez sí se manchó el bigote, aunque se lo limpió rápidamente con una
servilleta.
—Ah, creo que ya caigo. Ya sé de qué me
suena tu empresa.
Lorenzo hizo una pausa cargada de
significado.
—¿No trabajaba ahí ese pobre hombre, el que
apareció bajo el puente de Moreda?
Esta vez la respuesta se hizo esperar un
poco.
—Sí, Ricardo trabajaba con nosotros, codo
con codo. —Su tono era compungido, pero sus ojos seguían perdidos
en el infinito.
—Vaya, lo siento. Quizá he metido la
pata...
—No te preocupes, no es culpa tuya.
Había que jugársela.
—A lo mejor no quieres hablar del tema,
pero... no sé, visto desde fuera, me ha parecido un poco raro todo
el asunto. La rumorología popular dice que no está nada claro que
fuera un suicidio.
«Ahora me manda a la mierda o me cuenta su
vida hasta Adán y Eva».
Felipe se giró hacia el detective, arrugó la
frente y se paso el índice y el pulgar por las comisuras de la
boca.
—Mira, yo no sé nada. La policía sus razones
tendrá para haberlo dejado estar, supongo. —No parecía ni medio convencido—. Pero
algunos compañeros, y yo mismo, creemos que Ricardo nunca se
hubiese suicidado. No era de ésos.
«Sabiduría popular. No era de ésos. ¿Es que
hay un tipo de personas que sí se suicidan y otro que no? ¿Así de
fácil?». A Lorenzo aquello no le acababa de convencer. Necesitaba
más.
—Ya... ¿La vida le sonreía entonces?
Lorenzo hablaba mirando a ratos para su
interlocutor y a ratos para los energúmenos del televisor.
Afortunadamente, ahora habían ido a anuncios. No habían sacado el
cartelito de «volvemos en tres minutos», así que tenían para rato.
Ocho o nueve minutos no los quitaba nadie. Bendita televisión
privada.
—Le iba genial. Era el responsable
financiero de nuestro departamento. Y además...
—¿Sí?
—Bueno, no tenía problemas con las mujeres.
No sé si me entiendes.
Lorenzo sonrió aparentando
complicidad.
—¿Afortunado en amores?
—Podríamos decir que... no tenía una única
mujer. O sea, sí tenía una mujer, una esposa oficial, ya me
entiendes, pero...
—¿No era la única?
Se rascó el bigote con torpeza, contemplando
absorto un anuncio de perfume. No parecía querer añadir nada sobre
los asuntos de faldas de Ricardo.
—No está bien hablar de un muerto... Pero
Esteban, otro compañero de la oficina —aclaró—, piensa que hay algo
más, que su muerte, como tú dijiste antes, no está nada clara. Y yo
le apoyo.
Esteban era, muy posiblemente, Esteban
Zúñiga, otro de los tres nombres que tenía en su lista Lorenzo.
Consultó el reloj, se acabó de una vez por todas su maldita bebida
y dejó el dinero justo sobre la barra.
—Bueno, tengo que irme. Quizá volvamos a
vernos por aquí.
—Seguro. Yo vengo a diario.
—Que te vaya bien.
—Lo mismo digo.
Luis Carrera era el segundo nombre de la
lista. De estatura media y complexión delgada, su pelo, antaño
rubio natural, ahora seguía de tono amarillento gracias al tinte y
había comenzado a escasear por la frente, mostrando unas entradas
considerables. Iba siempre hecho un pincel, con traje, de marca por
supuesto, corbata a juego, gemelos en los puños, zapatos de vestir,
generalmente italianos, y reloj, también de marca e igualmente
conjuntado con el resto de la vestimenta. Un auténtico
petimetre.
Abogado y economista, había ido ascendiendo
en AGISS y ahora, a sus cuarenta y seis años, gozaba de un puesto
en la directiva amén de un notable prestigio en el mundillo
empresarial. Ejercía, entre otras, la tarea de supervisor de
Ricardo, con quien, según parecía gracias a los datos recopilados
por Lorenzo, mantenía una estrecha amistad.
Felizmente casado y padre de dos hijos,
repartía el tiempo libre que le dejaba su trabajo, que no era
mucho, entre el cuidado y educación de sus vástagos y las visitas a
su padre, a quien no le había quedado otro remedio que internar en
una residencia de ancianos hacía un par de años debido a su
avanzado grado de Alzheimer. Le visitaba rigurosamente dos veces a
la semana, los martes y los viernes. Esa rutina le venía de perlas
a Lorenzo, a quien le había dado el tiempo justo para pasar por
casa, cambiarse de ropa y personarse en las proximidades de la
residencia.
Luis dejó a su izquierda el centro comercial
y bajó por la calle Velázquez, en donde estaba ubicada la
residencia, una de las más prestigiosas o, al menos, más caras de
la ciudad. Aparcó su coche casi a la puerta y se adentró en el
edificio. En menos de cinco minutos volvió a salir, esta vez
empujando una silla de ruedas en la que iba sentado su anciano
padre. Cruzó la calle y se dirigió hacia un parquecillo cercano a
la residencia.
—Disculpe, es usted Luis Carrera,
¿verdad?
Éste se giró, extrañado.
—Ése es mi nombre, sí. ¿Nos conocemos?
—Verá, me llamo Miguel Ángel Montero. Nos
vimos en una ocasión. Soy... era amigo de
Ricardo.
—Ah. —Se quedó bastante desconcertado—. Una
gran persona, qué duda cabe...
—Sí, verá. Como le decía, aunque usted
posiblemente no lo recuerde, nos vimos en una ocasión, en el
funeral de Ricardo. En realidad no soy exactamente amigo suyo, soy
investigador privado. —Había decidido no camuflar del todo su
personalidad para este encuentro. Creía que era la única manera de
poder sonsacar a Luis. Le tendió una tarjeta casi idéntica a la que
le había enseñado a Felipe, aunque ésta le acreditaba como
detective privado, bajo el nombre de Miguel Ángel Montero,
obviamente—. Ricardo me había contratado poco antes de su...
fallecimiento.
—No sé... no sé qué decirle —alcanzó a
balbucear—. Mire, lamento mucho su fallecimiento, muchísimo, de
verdad, era un gran profesional y un gran amigo pero ahora tengo
que sacar a pasear a mi padre. Si me disculpa...
—Discúlpeme usted a mí. Sólo quiero hablar,
hacerle unas preguntas. Sólo será un momento. Podemos dar una
vuelta si lo desea. Su padre no supone ningún problema para nuestra
charla, sé lo de su enfermedad. Soy investigador, ¿recuerda?
El viejo había mirado por un segundo al
detective, de la que comenzó a hablar con su hijo, pero acto
seguido había vuelto la vista al frente y allí la había
mantenido.
—Está bien —accedió a regañadientes,
empujando de nuevo la silla de ruedas.
—Como le he dicho, conocí a Ricardo poco
antes de su muerte. Estaba preocupado, parecía temer por su vida.
—Caminaba a la par que Luis, a ratos mirando al frente y a ratos
mirando a éste, observando su posible reacción—. No tuve, sin
embargo, tiempo de averiguar qué o quién estaba detrás de esa
posible amenaza antes de que encontrasen su cuerpo bajo el puente.
Tengo motivos para pensar que no fue un suicidio.
El rostro de Luis era un poema.
—Yo le... le aseguro que no tengo ni idea de
qué le pudo impulsar a saltar... o lo que quiera que le haya
pasado. Ni la menor idea, se lo juro.
Se le notaba tenso y hablaba
atropelladamente y con una cierta afectación que a Lorenzo le
sonaba familiar, le recordaba a alguien aunque no sabía exactamente
a quién.
—Usted era su jefe, ¿no es cierto?
—Era su... era su supervisor, sí. —Le
costaba un triunfo encontrar las palabras, se le veía realmente
afectado. ¿Pena? ¿Culpa? Lorenzo no lograba discernirlo—. Pero
gozaba de gran autonomía, de hecho en muchas ocasiones ni siquiera
necesitaba mi aprobación para cerrar un acuerdo. Era un gran
negociador. En la oficina le apreciábamos mucho.
El padre de Luis seguía completamente ido.
Se limitaba a mirar al infinito como si su hijo no estuviese allí
ni estuviese siendo sometido a un interrogatorio.
—¿Todo el mundo? ¿Todos le apreciaban?
¿Nadie le tenía ojeriza? ¿No tenía ningún rival, ningún enemigo tal vez?
Luis tragó saliva antes de responder.
Trataba de parecer menos nervioso. En vano.
—No se me ocurre nadie que le pudiese tener
ojeriza, no.
—¿Y fuera de la empresa?
—No tengo conocimiento de ello. —Gesticuló
con las manos de una forma muy caricaturesca—. Siento no poder
serle de ayuda.
Niles. Niles Crane, el hermano de Frasier en
la serie de televisión homónima. Luis era, a ojos de Lorenzo, una
copia casi exacta de ese personaje. Sonrió para sus adentros,
aunque se mantuvo firme para decir:
—Señor Carrera, no pretendo robarle más
tiempo pero esto es algo muy serio. Ricardo ya no está aquí entre
nosotros y se supone que yo tenía que averiguar si alguien quería
atentar contra su vida y advertirle llegado el caso para evitar que
pasase algo como esto. Como comprenderá, no he cumplido con mi
objetivo. Es una cuestión de principios. Ya no voy a recibir ningún
honorario por descubrir la verdad pero, dado que la policía ha dado
carpetazo al asunto, soy el único que parece interesado en aclarar
las cosas. Y la colaboración de gente como usted es vital para mí.
Se lo aseguro.
La típica palabrería alegando a la moralidad
y a la justicia. A veces surtía efecto.
—Lo siento, de veras. Ojalá encuentren a
quien lo hizo, pero yo no puedo ayudarle. —Nuevamente un gesto
grandilocuente con las manos. La viva imagen del doctor Niles
Crane—. Lo lamento.
—Muchas gracias por su tiempo y, si recuerda
algo, cualquier detalle, por pequeño o insignificante que le
resulte, por favor, llámeme al número que figura en mi
tarjeta.
—De acuerdo.
Se estrecharon la mano, Lorenzo con firmeza,
Luis con inquietud, y se marcharon cada uno por su lado.
Esteban Zúñiga era el tercero en la lista y,
sobre el papel, el que más juego le podía dar a Lorenzo, aunque
también era con el que resultaría más complicado contactar. A
diferencia de Felipe o Luis, Esteban no tenía una rutina
establecida que siguiese a pies juntillas cada día. De hecho, se le
podía considerar un auténtico obseso de las teorías de la
conspiración. En cada situación, en cada escenario, en cada persona
veía cosas que otra gente no veía, imaginaba planes ocultos por
doquier, creía que ideas como las de Enemigo
público13,
la película de Tony Scott, podían tener cabida perfectamente en la
vida diaria. Iba a ser un hueso duro de roer, pero a Lorenzo le
motivaban sobremanera los retos.
Esteban vivía al comienzo de la calle
Aguado, en el barrio de La Arena. Lorenzo pasó por la zona
popularmente denominada El Continental, atravesó la plazoleta de
Aurora Sánchez y se plantó en la calle en cuestión. El portal era
el número 1, justo al lado de la conocida cafetería Reconquista. Al
investigador no le resultó demasiado difícil colarse en su
edificio: sonreír a las personas mayores y tratarlas con educación
abría muchas puertas. Literalmente. Una vez dentro, metió el sobre
en el buzón y volvió a salir. Ahora tocaba esperar.