X Asesinato, hockey y pelis de robos

 

 

«Me llamo Dalton Russell. Prestad atención a lo que digo porque escojo mis palabras con cuidado y nunca me repito. Os he dicho mi nombre, eso es el "quién". El "dónde" podría describirse como una celda, pero hay una gran diferencia entre estar en una celda y estar en una cárcel. El "qué" es fácil: hace poco puse en marcha los pasos para ejecutar el robo perfecto a un banco. Eso especifica el "cuándo". Y el "por qué", además de la obvia motivación económica, es sumamente sencillo: porque puedo. Ahora sólo nos falta el "cómo" y, he ahí la cuestión, como diría Shakespeare»
Plan oculto

 

El equipo forense se había desplazado a la Semana Negra con notable premura. Cerrado, como de momento estaba, el asunto del parque de Moreda, éste era el segundo caso de muerte violenta en lo que iba de verano y el único en el que se podía trabajar... mientras las autoridades competentes no decidiesen lo contrario. Además, tanto los ciudadanos como el equipo forense no estaban habituados a que su localidad albergase este tipo de crímenes y encima de forma tan consecutiva, con lo que es de entender que el revuelo alcanzase sus cotas más elevadas en aquellos momentos. Con dificultad, Federico Polo, al frente de su equipo de trabajo, había logrado abrirse paso entre la multitud para examinar al interfecto. El cadáver había sido hallado pocos minutos después de que se hubiese acabado toda la parafernalia de la explosión de los petardos y la posterior amenaza de bomba que había movilizado incluso a los artificieros de la Guardia Civil. De hecho, fueron estos últimos quienes, tras inspeccionar la zona, dieron con el cuerpo sin vida del hombre, que ahora examinaba Federico. Había sido descubierto tendido medio oculto detrás de una de las atracciones y presentaba tres orificios en la cabeza. El forense, agachado junto al cuerpo, ya había hecho las comprobaciones de rigor para certificar su muerte, lo que por otro lado era trivial dadas las circunstancias, y anotaba someramente algunos datos en su bloc de notas. No tardaron en aparecer por el lugar Maxi Colina y Daniel Jarillo, a quienes parecía haberles tocado el sambenito de investigar el caso, para desdicha del primero y beneplácito del segundo. No fue precisamente alegría lo que experimentó el médico al verles llegar.
—Federico.
—Maxi, Daniel.
Tras tan efusivos saludos, Maxi se acercó a la víctima para entrar en materia.
—Coño, vaya cómo lo han dejado. Me da a mí que a éste se le han quitado las ganas de montar en los caballitos —exclamó jocoso con su peculiar sentido del humor que no era en absoluto compartido por su joven compañero. El forense hizo caso omiso de la intervención del policía—. Bien, le han pegado al menos tres tiros por lo que veo. Cuéntanos tú algo que no sepamos —solicitó.
—Tenemos un caso claro de homicidio...
—Ése es nuestro trabajo.
Ignoró la interrupción y siguió diciendo:
—Este hombre ha recibido tres disparos, dos localizados en la frente y el otro en la cresta supraor... justo encima de la ceja izquierda, como consecuencia de los cuales ha muerto en el acto. —Hablaba con voz firme y serena, y con un tono muy profesional, exento por completo de emoción—. Los disparos han tenido que realizarse desde muy cerca, a tenor del tamaño y profundidad de los orificios causados.
—¿Estilo ejecución?
—Sí.
—¿Hora aproximada de la muerte?
—Es muy reciente —expresó con parsimonia mas con convicción—. Yo calculo que falleció hace alrededor de una hora, dos horas como máximo. Sin un análisis más exhaustivo es complicado precisar más. —Maxi se sujetó la barbilla con el pulgar y el índice y miró al infinito con gesto contrariado—. Asumo que ése será vuestro trabajo pero... no cabe duda de que a este hombre lo han asesinado —concluyó el forense, en un tono menos solemne.
—Joder, esto no le va a gustar nada a Ramón. Teniendo en cuenta lo que pasó con el fiambre de Moreda...
—Da igual que le guste o no —intervino al fin Daniel, que había permanecido en respetuoso silencio mientras hablaba el forense—, nosotros somos la policía. No importa lo que diga el comisario, el alcalde...
—Ssssh, baja el tono, chico.
—... o la madre que los parió a todos —continuó, sin apenas inmutarse aunque bajando levemente la voz—. Esto no puede quedar así. Nos jodieron con lo de Moreda, pero este caso no lo van a poder cerrar tan alegremente.
En esta ocasión, y pese a lo que detestaba este tipo de casos, máxime en verano, Maxi no pudo contradecir a su colega. Aquello iba a ser complicado de tapar o ignorar; habría que investigar hasta las últimas consecuencias, tuviese las implicaciones que tuviese.

 

Miguel Canales estaba visiblemente contrariado. Estaba disputando el partido de semifinales del torneo de hockey online que enfrentaba a su equipo, los Calgary Flames, y al equipo de OjoDeMordor, otro de los participantes, que jugaba con los Tampa Bay Lightning, y este último le estaba infligiendo un severo correctivo. Quedaban apenas nueve minutos de tiempo ficticio (el del juego, no el real) y el marcador era 6 a 1, así que se podría decir que el encuentro estaba visto para sentencia. Miguel lo sabía pero aun así peleaba cada jugada, tratando al menos de meter algún otro gol para maquillar un poco el resultado. En los últimos suspiros, tres oportunidades consecutivas en forma de faceoffs le permitieron anotar otro tanto, aunque el equipo de Tampa todavía tuvo tiempo de meter un último gol, dejando un resultado final de 7 a 2. Tras la conclusión del partido, dejó el ordenador y fue a la cocina a picar algo. Tampoco iba a montar un drama por un asunto tan nimio; además, había otros torneos.

 

Ana Parra había terminado de trabajar un poco más pronto de lo habitual aquel día. Durante el período estival, el Museo del Ferrocarril recibía mayor número de visitas que en cualquier otra época del año, pero los diez días que duraba la Semana Negra constituían la excepción que confirma la regla. Aprovechando que sus dos mejores amigas, Laura y Lucía, tenían jornada de verano en los meses de julio y agosto y, por tanto, no trabajaban por la tarde, habían quedado con ella nada más salir ésta del museo para ir a alguna de las numerosas sesiones vespertinas de los cines de La Calzada, aunque aún no habían decidido la película. Laura ejerció de chófer en esta ocasión, conduciendo su Citröen C3 granate hacia el cine mientras todas ellas intercambiaban cotilleos.
Los Cines Yelmo, situados en el barrio de La Calzada, eran, junto a los bastante más modestos Cines Centro, situados en el centro comercial San Agustín, los únicos cines que sobrevivían en la ciudad, desde que en 2005, por falta de rentabilidad, se hubiesen visto obligados a cerrar sus puertas las siete salas de Cinenor y las cuatro de los Multicines Hollywood. Lejos quedaban ya los tiempos en los que se estilaban los, a menudo austeros aunque siempre entrañables, cines de barrio, con más aspecto de teatro que de cine, y que gozaban de un encanto y una personalidad propia difícilmente detectables en los locales actuales. La tendencia a día de hoy imponía que los cines estuviesen situados en grandes centros comerciales, y los Yelmo no eran una excepción.
El centro Ocimax de La Calzada contaba con un edificio de dos plantas muy amplias y un aparcamiento exterior y gratuito que compartía con el hipermercado. La primera planta estaba ocupada principalmente por restaurantes de comida rápida, aunque con la precaria situación de la economía, tanto a nivel regional como nacional, algunos de los negocios sufrían fluctuaciones constantes, dando como resultado el cierre y apertura de algunos de los pequeños locales allí existentes. Al final de la planta estaban ubicadas las taquillas de los cines, mientras que éstos se encontraban ya en el segundo piso, al que se podía acceder indistintamente a través de las escaleras mecánicas o del ascensor. En el centro de la planta se ubicaba el bar, donde se vendían los refrescos, las palomitas y alguna otra cosa; todo ello, eso sí, a precio de oro, uno de los males endémicos de los cines actuales.
Laura dejó el coche en el aparcamiento del complejo Ocimax, justo a la puerta de los cines. El ser día de semana había facilitado enormemente la labor a la hora de encontrar sitio para aparcar, cosa harto más difícil los fines de semana, en especial cuando coincidía con el estreno de alguna película especialmente llamativa.
Tras salir del coche, se detuvieron unos instantes a la puerta del cine contemplando la cartelera y pronto se pusieron de acuerdo respecto a la película. En realidad no había muchas opciones: los dos únicos films que llamaban la atención de las tres eran: Eclipse, la tercera parte de Crepúsculo, la saga de fantasía romántica que con más fuerza había pegado en los últimos años, revitalizando el pseudogénero «vampírico»; y Shrek, felices para siempre, la cuarta y teóricamente última entrega (spin-offs al margen) de la franquicia del ogro grande y bonachón. Dado que tanto Ana como Lucía ya habían visto la primera, y ninguna de las tres había visto la segunda, la elección fue sencilla. Se acercaron a las desiertas taquillas, donde dos cajeras veinteañeras con aspecto de tedio se limitaban a mirar al infinito, y se dispusieron a sacar las entradas. Lucía aún conservaba con validez la tarjeta universitaria, mientras que Laura y Ana, a quienes ya les había caducado, utilizaron el carnet del club Abierto Hasta el Amanecer, una asociación juvenil para menores de 35 años que, por una pequeña cuota anual, proporcionaba descuentos en numerosos comercios.
—Tres entradas para Shrek, para la sesión de las ocho y diez, por favor —solicitó Lucía, mientras reunía los carnets.
—¿Todas con descuento? —masculló la taquillera con la clásica voz de cajera de hamburguesería tan comúnmente parodiada por los cómicos televisivos. Lucía asintió, conteniendo la risa—. Tres entradas para la sesión de las ocho y diez de la sala dos, todas con descuento —recitó la vendedora con la misma voz artificial y anodina mientras cortaba las entradas y se las tendía maquinalmente—. Son dieciocho euros con noventa.

 

Lorenzo tardó un rato en descolgar el teléfono y lo hizo con cierta irritación.
—¿Sí? —gruñó.
—Hum, a juzgar por tu tono, casi mejor que llame en otro momento, ¿no? —se excusó Miguel.
—No, o sea sí, vamos, que no, que no molestas —replicó su amigo con escaso convencimiento mientras le hacía gestos a Sara para indicar que era Miguel el que llamaba—. ¿Qué querías?
—Bueno, en realidad es para una tontería. —Lorenzo puso los ojos en blanco, meneando la cabeza en claro gesto de resignación. Miguel continuó diciendo—: Es una duda sobre pelis. Bueno, no una duda exactamente.
—Dispara.
—Me ha entrado el mono de ver un determinado tipo de pelis y quería que me recomendases alguna que te haya molado especialmente.
—Joder, macho, me llamas para cada cosa... ¿No conoces la IMDb? ¿Te suena FilmAffinity?
—Lo siento, no pretendía molestarte, ya sé que hay páginas en Internet donde buscar pero ya sabes, preferiría una recomendación tuya, como tenemos gustos afines...
—Vale, vale, déjate de lamerme el culo. ¿Una peli sobre qué?
—Ahí está el tema. —Pareció animarse al ver que su amigo accedía a ayudarle—. Quería una cosa muy concretas: pelis sobre robos, atracos o similares.
—Sobre robos... es un subgénero ciertamente entretenido, sí.
—¿Ves cómo era mejor llamarte que buscar por mi cuenta?
—Como no dejes de marearme, te cuelgo.
—A sus órdenes.
—Vale... sobre robos... ¿De alguna época en concreto? ¿Moderna, clásica, la primera que me venga a la cabeza?
—Me da igual la época, pero tanto como la primera que te venga a la cabeza... Ten en cuenta que ya he visto unas cuantas.
Atraco perfecto, de Stanley Kubrick.
—Ésa es una pasada, pero ya la he visto.
Atrapa a un ladrón, de Hitchcock.
—1955. Cary Grant y Grace Kelly. Sí, claro, vista.
—Vaya por Dios. Me imagino que las de Ocean’s 11 and company también, ¿no?
—La duda ofende.
—¿El secreto de Thomas Crown?
—También. Ambas de hecho, original y remake. Y tengo que decir que prefiero la moderna.
—Veamos... —Lorenzo se atusó los cabellos, tratando de pensar en otros títulos; Sara, por su parte, se mantenía en silencio a su lado y de cuando en cuando le hacía una caricia en el pelo o la espalda—. Es para descargar, ¿no?
—Sí.
—Vale, es que me acaba de venir una poco conocida, antigua, que está muy bien, pero igual no la encuentras en la red. Apúntala por si acaso, se titula Oro en barras. —Se abstuvo de añadir que él la tenía grabada en DVD. Miguel era bien capaz de presentarse de inmediato en su casa para que se la prestase—. Supongo que te imaginas el argumento.
—Mmmm, ¿robar lingotes de oro?
—Tan perspicaz como siempre. Espera, anda, que te diré alguna más fácil de encontrar.
—Sí, soy todo oídos.
—Vamos a ver... Ah, ya sé, Un diamante al rojo vivo. Ésa está genial.
—La de Robert Redford, ¿no?
—Sí, basada en una novela de Donald Westlake.
—Eso sí que no lo sé, tú eres el experto en novela negra. Pero vamos, si es la de Redford, la he visto.
—Sí, es la del helicóptero.
—Sí, esa misma.
—Ufff, agotas mis opciones... Ah, ya sé, hay una con Gene Hackman, Edward Norton y Marlon Brando, no recuerdo el título exacto pero es en inglés, algo tipo The big score, y con subtítulo en español parecido a El golpe pero sin ser El golpe, que ni te pregunto porque sé que la habrás visto mil veces; no me acuerdo de la traducción exacta pero fijo que la encuentras.
—Guay, ésa no me suena de nada y, con esos protagonistas, si la hubiese visto me acordaría. —Y acto seguido agregó—: Abusando de tu generosidad, ¿alguna otra?
—Pues... ah, sí, ya sé. Hace poco vi una, estrenada en cine el año pasado: Blindado, con un montón de gente conocida, secundarios típicos: Laurence Fishburne, Matt Dillon, Jean Reno...
—Mmm, creo que sé cuál dices. La iba a haber visto en cine en su día pero al final no fui y me olvidé por completo de ella, y de su título.
—Pues apunta Blindado, y entre paréntesis Armored, creo que lo ponían así. No es que sea la panacea, ¿eh? Está llena de tópicos pero resulta entretenida. Ni te imaginas de qué trata...
—¿Quizá de, qué se yo, qué te diría, robar un furgón blindado?
—Sí, tal cual, pero sin El Dioni. Oye, no es por ser descortés pero...
—Sí, sí, muchísimas gracias, tío. Saluda a Sara de mi parte.
—De tu parte.
—Venga, gracias, nos vemos.
—Hasta luego.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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