XV Perspectiva

 

 

«Puedes mirar una estrella por el agujero de una aguja. Esto se llama perspectiva»
Valeriu Butulescu

 

Arturo Doriga abandonó la redacción de El Comercio a la hora habitual, cogió su Nissan Qashqai de color blanco y condujo hasta su casa, donde dejó sus cosas, se cambió de ropa y posteriormente se dirigió caminando al gimnasio PowerGym, al que acostumbraba a ir al menos dos veces por semana. Era un hombre alto de pelo negro, que habitualmente llevaba engominado hacia arriba, dándole un aire más juvenil, y poseía una cara angulosa y unos ojos fríos y oscuros que dejaban entrever un cierto deje de falsedad. A sus cuarenta y dos años, y tras dos matrimonios frustrados, había decidido dar por zanjado el asunto de la convivencia marital, así que en la actualidad vivía solo y procuraba no salir más de dos o tres veces con una misma mujer, eludiendo de esta manera cualquier tipo de compromiso. Si bien procuraba mantener una relación cordial con todo el mundo, en especial con sus compañeros de trabajo, no parecía tener lazos muy estrechos con nadie y no se le conocían muchas aficiones, más allá del deporte y el cine, únicos hobbies en los que parecía refugiarse.
En el trabajo se le tenía en buena consideración y se había ganado el respeto de sus compañeros por su esfuerzo y profesionalidad, si bien en algunas ocasiones llegaba a ser demasiado vehemente en sus manifestaciones, llegando a pequeños rifirrafes con sus superiores a la hora de enfocar algún asunto relacionado con el periódico, aunque generalmente la sangre no llegaba al río y terminaban encontrando alguna solución de compromiso, a menudo propuesta por él mismo, una vez se había calmado.
Los últimos días en la redacción habían sido un poco tensos, precisamente por unas pequeñas desavenencias entre él y su inmediato superior. Se trataba del asunto de las dos muertes, los crímenes del parque de Moreda y de la Semana Negra; él se mostraba partidario de informar y alertar a los ciudadanos del presunto aumento de criminalidad en la ciudad, mientras que su jefe, y la gente de más arriba en la jerarquía de El Comercio, habían recibido sendas advertencias por parte de la Junta de Gobierno así como de la Jefatura de Policía, de no extenderse en exceso ni poner el grito en el cielo con ninguno de los dos crímenes, a fin de no preocupar innecesariamente a la ciudadanía. «Mamarrachadas de políticos», había manifestado Arturo airadamente, «nadie va a silenciarnos porque al gobierno o a la policía no les guste ver publicado que hacen mal su trabajo».
Pero eso había sido durante la semana. Ahora comenzaba el fin de semana y él no trabajaba hasta el lunes, así que tenía tiempo por delante para practicar deporte, ver películas... e ir al casino, actividad que también realizaba de cuando en cuando, pero que no había confesado a nadie y, por tanto, casi nadie conocía. Con diversos pensamientos en mente relacionados con cómo aprovechar el fin de semana, llegó casi sin darse cuenta a la puerta del gimnasio, lugar en el que sí era de sobra conocido por sus clientes habituales.

 

Maxi Colina tamborileaba nerviosamente con sus gordos dedos sobre la larga mesa rectangular de la sala de reuniones. Daniel Jarillo mantenía la vista fija en la pared, desnuda a excepción de un redondo reloj de gruesos bordes negros, fondo blanco y doce grandes dígitos, y un par de fotografías enmarcadas de dos de los más ilustres comisarios que habían pasado por aquel lugar. El jefe de policía había convocado una reunión de carácter urgente para tratar un asunto relativo a la investigación que Maxi y Daniel estaban llevando a cabo, que por lo que a ellos concernía no estaba resultando muy provechosa: sólo habían conseguido hablar con tres de los cuatro empleados de Marcos Tuero y no habían sacado nada en limpio. Sin embargo, su jefe tenía algo importante que comunicarles y quería contárselo a ellos dos en privado, antes de hacer partícipes al resto de compañeros. Les había hecho pasar a la sala, donde los subordinados habían ocupado dos sillas contiguas del lado derecho de la mesa y, antes de poder sentarse y comenzar a exponerles la cuestión, su teléfono móvil había comenzado a sonar y había abandonado la habitación para atender la llamada.
Maxi dejó de tamborilear para rascarse con la mano derecha su escasamente poblada coronilla. Su joven compañero seguía impertérrito, con la mirada clavada en algún punto indeterminado de la pared. Ambos esperaban en silencio el regreso de Ramón Candela, que retornó finalmente, con el móvil aún en la mano, disculpándose por la demora.
—Quería hablaros del cadáver de la Semana Negra, Marcos Tuero —dijo a continuación, mientras tomaba asiento en una de las cabeceras de la mesa—. Estos días he estado un poco liado y hasta hoy no había tenido oportunidad de leer el informe sobre el tipo. Yo lo conocía.
Daniel le miraba con atención; Maxi, sin embargo, parecía contemplarle con hastío.
—No me refiero a conocerlo personalmente —aclaró— sino desde un punto de vista digamos... criminal. Estuvo indirectamente implicado hace años en un asunto relacionado con la pederastia. —Los curiosos ojos marrones del joven policía se apretaron en una mueca de desagrado. Los del veterano agente apenas se inmutaron—. Estuvo asociado en un negocio con un pederasta, para ser más exactos. Fue en León, cuando yo trabajaba allí.
—¿Y cómo es que no figura en su ficha? —preguntó Daniel, aprovechando la pausa hecha por su superior.
—Salió indemne de todos los cargos. En realidad, no hubo manera de demostrar que él hubiese hecho nada; de hecho lo más probable es que fuese así. Ya andaba por aquí por Asturias, pero de cuando en cuando se dejaba caer por León, que era donde estaba su socio. Tenía un negocio tapadera, una inmobiliaria, con otro tío que sí había hecho algo. Un puto pederasta, hablando en plata. Se supone que Marcos sólo contribuía en lo económico, fue el que pagó un par de bajos comerciales, hipotéticas oficinas en las que presuntamente —abrió comillas imaginarias con los dedos— «operaba» el otro. Cuando denunciaron al pedófilo y lo investigamos y toda la pesca, conseguimos llevarlos a juicio; en realidad a los dos, aunque finalmente Marcos sólo tuvo que testificar por haber hecho negocios con el otro... Eleuterio Reina, «El Lute» lo llamaban. Pero lo que teníamos contra «El Lute» era bastante endeble —arqueó involuntariamente las cejas formando dos medias lunas—; y Marcos, el muy cabrón, suponemos que tenía pruebas, tenía que saber lo que hacía su puñetero socio en aquellos antros, podía ayudarnos a joderle vivo... —Ramón trató en vano de controlar su temperamento, pero su cabreo era evidente—. Pero no lo hizo. Cuando testificó, alegó que no sabía nada, que se limitaba a colaborar económicamente, que era un ciudadano honrado y, hasta donde él sabía, su socio también. Que no tenía pruebas de nada y patatín patatán. Total, éste salió limpio y el otro, en libertad con cargos.
Ramón pareció tomarse otro respiro y se echó hacia atrás en la silla. Daniel volvió a la carga.
—Sigo sin entender por qué no figura en nuestra ficha que se le procesó... o al menos que testificó para salvar al hijoputa de su compañero.
El jefe de policía frunció el ceño antes de responder.
—Nos amenazó con denunciarnos por acusaciones ilícitas. Es... era un tío con mucha pasta, se podía permitir abogados muy buenos, y dijo que, o limpiábamos por completo su nombre, borrándolo de cualquier ficha policial entre otras cosas, o nos empapelaba a todos. No sé hasta qué punto podía haber ganado o no en un juicio, pero allí en León... bueno, el que mandaba en aquel momento, que no era yo precisamente, dijo que nuestro Cuerpo no podía permitirse el lujo de ser denunciados por un —nuevamente entrecomilló en el aire— «ciudadano honrado y respetable», así que llegaron a un acuerdo con sus abogados y su expediente quedó limpio como una patena. Él no presentó ninguna denuncia contra nosotros...
—... y todos tan contentos —intervino por vez primera Maxi, que ahora sí parecía ligeramente interesado en el asunto.
Ramón le miró con cierto desdén, aunque al policía no pareció importarle.
—¿Qué pasó con «El Lute»? —interrogó Daniel—. ¿Conseguisteis pillarlo más adelante?
—Alguien se nos adelantó. —Hizo una señal muy expresiva, pasándose el pulgar de derecha a izquierda a la altura del cuello.
—¿Se lo cargaron?
—Joder con los cazurros...
Ambos ignoraron de nuevo el pretendidamente ocurrente comentario de Maxi y Ramón contestó a la pregunta:
—Sí, se lo cargaron. Apareció muerto en un descampado. Cosido a cuchilladas. Durante las primeras semanas hubo varios indicios, seguimos algunas pistas... pero, conforme pasaba el tiempo, y apremiados por otros asuntos que algunos consideraban más urgentes... el caso acabó por caer en el olvido.
—Todos estaban satisfechos, ¿no?
—Sí. Los medios de comunicación lo presentaron como un ajuste de cuentas a un maldito pederasta que se había librado de la cárcel de chiripa; la opinión pública consideraba que se había hecho lo correcto; muchos dentro de nuestro Cuerpo también lo pensaban. Qué cojones, yo también lo pensaba... Sólo que, aun así, era nuestro deber dar con quien lo hizo... Pero no hubo manera y finalmente dieron el asunto por zanjado.
Daniel hizo la pregunta que los tres tenían en mente:
—¿Crees que esto tiene que ver con lo de León? ¿Puede ser otra especie de ajuste de cuentas por encubrir al «Lute»?
—Hombre, ha pasado mucho tiempo y además sin pruebas es complicado aventurarlo pero... Si tuviese que apostar, sí, creo muy probable que esto esté de alguna manera relacionado con lo que pasó en León.
Adoptando un extraño sentido pragmático, Maxi fue un paso más allá que su compañero.
—¿Tenemos algún sospechoso? De los cazurros digo, alguno del que sospechaseis antes de dar por cerrado el caso.
—Había varios tíos, varios padres de críos a los que presuntamente acosó, o de los que intentó abusar, ese hijo de puta, pero ninguno era más sospechoso que otro. De todos modos, eso no nos vale de mucho. En primer lugar, eran de allí, leoneses —recalcó la palabra, dedicándosela especialmente a Maxi—, con lo que lo único que podríamos hacer es contactar con la policía de allí y ver si saben algo.
—Pues hagámoslo —se animó Daniel.
—Pero —continuó Ramón—, en segundo lugar, todo esto que os he contado es totalmente extraoficial. No existe ese caso. Nunca existió, al menos en lo referente a Marcos, y en lo referente a los padres denunciantes. Y en tercer lugar, apenas queda un puñado de los agentes que estaban allí en aquella época; ni yo mismo estoy ya allí. No tenemos nada.
—Joder, vaya una mierda. —Maxi había vuelto a su diplomacia habitual.
—Hombre, algo sí tenemos. —Daniel se esforzaba por ver el lado bueno—. Esto que nos has contado, aunque sea intangible, tiene un valor, ¿no?
Ramón cerró momentáneamente los ojos, inclinó la cabeza y apretó el puente de su nariz con los dedos índice y pulgar. Sus subordinados esperaron en silencio.
—Vamos a ver —retomó al fin la conversación, abriendo los ojos al tiempo que decía—: es posible que esto me traiga... nos traiga más complicaciones que otra cosa, pero... aún conservo algunos contactos en León. Supongo que puedo conseguir que me faciliten los datos que no se eliminaron del informe policial de aquel caso. Los nombres, direcciones, datos básicos de la gente implicada o imputada.
—Y cuando lo tengamos —dijo el joven agente con voz triunfante—, lo primero que podemos hacer es ver si alguno de ellos se mueve ahora por aquí por Asturias.
—Eso sería tener mucha suerte, chico —enunció Maxi, que no era partícipe del entusiasmo de su menos experimentado compañero.
—Bueno, veré que puedo hacer —dijo Ramón. Y añadió a modo de conclusión—: Inicialmente pensaba informar de esto a vuestros compañeros también pero, pensándolo bien, mejor será que todo esto que os he contado quede entre nosotros tres, al menos por el momento. Venga, tenemos trabajo que hacer.
Los tres abandonaron la sala de reuniones.

 

Miguel se precipitó en la cocina nada más entrar en casa; sacó de la nevera una pizza de cuatro quesos, que metió ipso facto en el horno, y un par de latas de Coca-Cola, y se atrincheró en su habitación, encendiendo el ordenador mientras se cambiaba de ropa rápidamente para estar más cómodo. La cita con sus amigos casi le había hecho olvidarse de sus torneos de videojuegos online; tras la relativa decepción de su eliminación en el de hockey, en el que a priori tenía más opciones al participar menor número de concursantes, se había apuntado a otros tres —dos de los cuales comenzaban esa misma noche—: uno de motos, otro de fórmula 1 y un tercero de fútbol americano, aunque de este último no albergaba muchas esperanzas de ganar ni siquiera el primer partido. El de motos, concretamente MotoGP 09, pues la empresa que diseñaba el videojuego aún no había sacado la versión de 2010 para plataforma PC, comenzaba en apenas veinte minutos, así que se conectó a la página desde la que se accedía al torneo para tenerla abierta y volvió hacia la cocina donde se quedó un buen rato mirando para el horno hasta que por fin se decidió a sacar la pizza y llevársela a su cuarto, donde la engulló con bastante premura mientras miraba el reloj compulsivamente para poder comenzar la carrera a su debido tiempo.
Había tenido que conformarse con elegir como piloto a Randy De Puniet, con su Honda satélite, puesto que su preferido, Valentino Rossi, y el resto de favoritos, Casey Stoner, Dani Pedrosa, Jorge Lorenzo, Andrea Dovizioso y Nicky Hayden, ya estaban escogidos. De todos modos, en aquel juego, como en casi todos, no era tan importante el piloto o la moto que se escogiese como la destreza del jugador, así que esperaba al menos poder optar al pódium en alguna de las carreras que conformaban el campeonato.
El otro torneo que le aguardaba aquella noche, aunque un par de horas más tarde, era el del Madden NFL 08, videojuego de fútbol americano del año 2008, que había sido el último año que habían sacado versión para ordenador. Al parecer, la política actual de la compañía desarrolladora del juego era sacar algunos de sus juegos estrella, como era este caso, sólo para consolas y no para ordenadores, a fin de minimizar la cada vez mayor piratería informática. A Miguel le importaba un bledo de qué año fuese el juego; si le gustaba, podía jugar a él durante años aunque estuviese obsoleto. Además, a este torneo se había apuntado por mera curiosidad, pues apenas había disputado partidos y no tenía casi ninguna opción de ganar. Devoró su último trozo de pizza, ayudado por un largo trago de refresco, justo a tiempo para situarse en la parrilla de salida, de la que partía en un honroso octavo puesto —de dieciocho participantes—, y prepararse para acelerar a tope en el mítico circuito holandés de Assen.

 

Entretanto, Lorenzo y Sara se encontraban de nuevo en la Semana Negra, a donde se habían dirigido, tras despedirse de Miguel, en un poco frecuente arrebato de improvisación por parte de Lorenzo, que hojeaba con notable interés el ejemplar de A Quemarropa, el diario gratuito que editaba la Semana Negra con el resumen de la jornada anterior, el programa del día, entrevistas y alguna tira cómica.
—A las 9: José Luis Ibáñez «Novela policiaca y Guerra Civil», en la Carpa Movistar. Joder, qué perra con la puñetera guerra —dijo Lorenzo a modo de pareado involuntario—. A las 9 y media: «El enigma de la calle Calabria» de Jerónimo Tristante.
—¿El del foro? —preguntó Sara.
—Sí, ése. A las 10 —continuó leyendo—, «La soledad de Patricia», de Carles Quílez. Siempre te lo pregunto pero ¿es el otro de Flanagan, el que no es Andreu Martín?
Sara dudó unos segundos, tratando de hacer memoria.
—No —dijo al fin—, el otro de Flanagan es Jaume Ribera.
—Bueno, pues éste era en la Carpa del Encuentro; también a las 10, en la de Movistar, Willy Uribe presenta «Cuadrante Las Planas». No tengo ni idea de qué irá, pero de este tío quiero leer una novela negra que tiene relacionada con el fútbol.
Siguió ojeando brevemente el diario, esta vez para sus adentros, y comentó:
—Nada, únicamente podríamos ir a la de Uribe. Como mucho dura tres cuartos de hora porque luego ponen una peli en esa carpa. Pero vamos, me da lo mismo, ¿eh?
—Como tú quieras, a mí sí que me da igual. ¿Cenamos antes o después?
—Después... o durante, si no vamos. Porque ahora tenemos negocios que hacer. —Y sonrió sacando del bolsillo de su camisa de cuadros un papel doblado que contenía una relación de novelas de la colección «Etiqueta Negra».
—¿Que vamos al Súper lo primero? —indagó la chica.
—Sí. Luego ya miraremos a ver qué tienen en Magazín o en las de viejo, pero primero vamos al Súper a ver si cambiaron o añadieron alguno de los de «Etiqueta Negra».
El Súper, como su nombre indica, era una especie de supermercado del libro donde, como en algunos otros de los stands de libros de la Semana Negra, la mayoría de los ejemplares estaban a precios irrisorios, siendo especialmente jugosos para los amantes de la novela negra los títulos de la colección «Etiqueta Negra», con un gran surtido de autores americanos y europeos y un precio único de 1,95 € por novela, lo que las convertía en una de las compras obligadas para los amantes del género. En el Súper también se podían encontrar ejemplares de otra colección afín, de la misma editorial pero especializada en el género de ciencia ficción, denominada «Etiqueta Futura», así como un sinfín de novelas y libros de otras temáticas, tales como monográficos sobre grupos musicales, principalmente de los años setenta, ochenta y noventa, libros sobre geografía o costumbres asturianas, ensayos filosóficos, etc.
Se abrieron paso con algo de dificultad entre la muchedumbre que abarrotaba siempre el Súper y, antes de llegar a los estantes de la colección buscada, Lorenzo hizo un gesto a Sara para que se volviese a su izquierda.
—Míralo, ahí está. No falla, ¿eh?
La chica se giró y pudo ver pasar a un tipo más bien bajo y rechoncho, con gafas de montura blanca y grandes bigotes canosos que en otros tiempos debieron ser negros. Lucía una camiseta negra con una gran dibujo en forma de viñeta de cómic en el centro y caminaba ligeramente encorvado y con paso presuroso. Sara se giró nuevamente hacia Lorenzo y sonrió.
—Sí, ahora lo vemos todos los años.
—Igual el insignificante detalle de ser el organizador de todo este tinglado tenga algo que ver —ironizó él y ambos se rieron.
Llegaron al fin a los estantes deseados y comenzaron la búsqueda: Donald Westlake, Stuart Kaminsky y Lawrence Block fueron los autores elegidos y Lorenzo se marchó feliz y contento con su botín.
—¿Vamos a la conferencia entonces? —cuestionó Sara.
Lorenzo consultó su reloj antes de responder.
Na, casi mejor vamos a cenar, tengo más hambre que inquietud por lo que pueda contar ese tío. ¿O querías ir tú?
—No, no, vamos a cenar. Yo también tengo bastante hambre.
Tras deambular brevemente por la zona de bares, acabaron ocupando una mesa en una carpa donde pidieron sendas patatas asadas, ella de bacon y queso y él de picadillo con queso Cabrales.
—¿Sabes por qué estamos aquí hoy? —preguntó Lorenzo antes de darle un buen bocado a su patata.
La chica abrió expresivamente sus verdes ojos, como hacía siempre que algo la sorprendía o desconcertaba.
—Suponía que por los libros...
Lorenzo sonrió y se tapó la boca parcialmente con la mano, para poder responder sin que se le viese la comida que estaba masticando.
—Sí y no —comenzó—. Claro que los libros eran un gran aliciente, pero realmente hemos venido aquí en busca de perspectiva.
—¿Perspectiva?
—Sí, para mi... trabajo, ya sabes. —El local estaba prácticamente lleno, así que bajó moderadamente el tono, aunque lo cierto es que cada uno estaba a lo suyo.
—Mmmm, ¿pero para eso no sería mejor ir al —ella también bajó el tono— propio parque?
—Sí, eso también; de hecho, ése será mi siguiente paso, mañana sábado, para que haya el mismo ambiente que el día de autos. Trabajo de campo, ya sabes. Pero previamente necesitaba distanciarme un poco del caso para reflexionar sobre los datos que Caro... —Sara hizo un mohín al oír nombrar a la otra chica. Lorenzo le hizo una caricia y continuó diciendo—: Los datos que me pasó me hacen pensar que hay intereses ocultos, quizá muy gordos, quizá no tanto, por los que han echado tierra encima de este asunto. Vamos, que huele mal la cosa.
—¿Entonces me vas a revelar ahora qué eran esos apuntes misteriosos que estuviste escribiendo antes?
—Claro, pero ya sabes, no podemos hablar de esto con nadie.
—¿Ni con Miguel?
—Bueno, con él sí, pero con nadie más. —Tomó un trago de su refresco de naranja y continuó—: Lo primero de todo y posiblemente más importante, ni siquiera ellos —se llevó la mano derecha, con la palma totalmente extendida, al pectoral izquierdo— tienen ninguna duda de que no fue un suicidio.
—¿Ellos?
—La pasma —susurró a modo de respuesta mientras seguía dando cuenta de su patata—. Pretendía ser la estrella de sheriff —aclaró.
—¿Y entonces cómo... vamos, qué le pasó?
—Veneno.
Una familia feliz, integrada por un matrimonio de mediana edad (un hombre alto de pelo negro por los lados y con unas entradas que más parecían una autopista, una mujer regordeta de pelo castaño con mechas rubias) y un par de críos, niño y niña, de unos nueve y once años respectivamente, se instaló en la mesa de al lado. Lorenzo les observó con disimulo mientras el padre de familia posaba la bandeja con la comida de todos al tiempo que exclamaba:
—¡Este verano está siendo la monda, eh! —Y le propinó un codazo de pretendida complicidad a su hijo varón, que no se mostraba precisamente muy entusiasta con su progenitor, aunque esbozó una sonrisa de compromiso.
El joven detective se abstuvo de hacer ningún comentario burlón respecto a la familia de al lado y reanudó la conversación.
—Pues eso, que en el informe viene explícitamente que la causa fue ésa, y no nada de lo que se publicó a posteriori en los medios, o lo que le comunicaron a Isabel.
Una de las grandes cualidades de Sara era su capacidad de escucha. Acostumbraba a aguardar en silencio mientras alguien le contaba algo, sin interrumpirle ni lo más mínimo, y dejaba las preguntas o comentarios, si es que procedía alguno, para el final. Una virtud de la que Lorenzo carecía por completo, quizá en parte debido al torbellino de ideas simultáneas que surcaban su mente, obligándole a expresarlas en voz alta según le llegaban si no quería que alguna se quedase en el tintero. Afortunadamente, en esta ocasión él era el narrador y ella la oyente, con lo cual él podía explayarse a gusto y ella esperaría pacientemente su turno para intervenir.
—De lo cual se infiere —continuó— que hay gente que no quiere que esto salga a la luz.
—¿Gente con suficiente poder como para silenciar a...? —La chica imitó el gesto del sheriff sobre su pecho izquierdo. Lorenzo le siguió con la vista sin decir nada, aunque Sara captó la mirada y se sonrojó ligeramente—. Es el mismo gesto que hiciste tú —protestó sin mucha convicción.
—No he dicho nada —se excusó Lorenzo con una sonrisilla malévola—. Y contestando a tu pregunta, sí, me temo que gente con suficiente poder como para eso.
—¿Tienes alguna idea?
—Muchas... —Sus ojos miraron de arriba abajo a la chica por unos segundos, que sonrió con cierto rubor—. Ah, ¿de lo que pasó dices? Bueno, de entrada tenemos unos cuantos hechos constatados —la chica esperó la continuación de la frase, que llegó tras una breve pausa dramática y una nueva bajada del tono de voz—: el cuerpo se descubrió el sábado por la mañana, pero los hechos ocurrieron el viernes de madrugada; encontraron veneno en su organismo, en cantidad suficiente para causarle la muerte; cuando lo arrojaron desde el puente, ya estaba muerto; no llevaba encima ningún tipo de identificación pero, y aquí viene lo más paradójico, encontraron su móvil abandonado a unos cuantos metros del cuerpo.
Lorenzo recitaba los datos que había memorizado del informe policial ante la atenta mirada de la joven traductora, que escuchaba con serenidad.
—Hasta ahí los datos. Ahora las hipótesis: básicamente se me habían ocurrido cuatro, aunque ya he descartado una por ser excesivamente absurda. Te cuento las otras tres, puedes ir parándome para decir lo que quieras, ¿eh? La primera: toma el veneno accidentalmente y casca, y después alguien lo arroja desde el puente.
—Parece algo rebuscado, ¿no?
—Sí, bastante. La segunda es casi igual: toma el veneno, esta vez a propósito, casca y luego alguien lo lanza desde el puente.
—¿Pero para qué lanzarlo si lo hizo él mismo?
—Ahí está el tema. Podría ser alguien que estuviese compinchado con él para confundir a los investigadores; de momento, ignoro los motivos. Vamos con la tercera y última hipótesis: le hacen tomarlo y luego lo lanzan.
—¿Para que parezca que se suicidó?
—Sí, pero no encaja, porque el más mínimo análisis detectaría las sustancias que tenía en el organismo, como así ha sido.
—Quizá no contaban con que lo encontrasen tan pronto.
—Si mis conocimientos literario-cinematográficos no me fallan, tendría que pasar mucho tiempo para que no se notase que había tomado lo que había tomado.
El padre de la familia feliz se levantó de la mesa para pedir algo más. Tuvo que pasar justo al lado de Lorenzo, ya que el otro camino a la barra se había hecho infranqueable debido a un corpulento matrimonio de la tercera edad que se había sentado con gran dificultad en la otra mesa, con las sillas prácticamente pegadas a ellos, y de donde parecía poco probable moverles sin utilizar una grúa.
—Disculpad, chicos —dijo el patriarca, tratando de salir. Lorenzo metió la silla para dentro a fin de permitirle el paso. Una vez hubo pasado, Sara reanudó la conversación donde la habían dejado.
—Pero estaba escondido entre los matorrales. Es posible que no pensasen que lo fuesen a descubrir hasta después del fin de semana.
—Aun así no sé si sería tiempo suficiente para sintetizar todo el veneno... En cualquier caso, estaba muy mal escondido, lo encontraron a las primeras de cambio. Además, es un parque público, la gente va a correr, a pasear el perro, lleva a los niños a jugar... Y encima, se —entrecomilló en el aire— «olvidaron» su teléfono móvil allí, aunque sí se llevaron la cartera o el dinero que llevase encima. No tiene sentido como robo, ni tampoco como... —Se interrumpió de nuevo para dejar pasar de vuelta al dicharachero padre de familia, que portaba un par de botellines de agua.
—Gracias, muchachos.
Lorenzo y Sara sonrieron; después Lorenzo miró con sorna a la chica en un gesto cómico pero no dijo nada, dada la proximidad de sus vecinos de mesa.
—Así que ya ves, primero no tenía ningún dato y, ahora que ya tengo, sigo sin saber qué hacer con ellos. No se me ocurre ningún motivo lógico para todo este embrollo. ¿Alguna idea?
Los ojos de Sara recorrieron de arriba abajo el cuerpo del joven detective.
—Muchas... —Los dos se rieron—. Pero en lo referente a este caso —dijo ya en tono serio—, no sé qué decirte. ¿Cuál va a ser tu punto de partida?
—Hombre, mañana iré a More... —se autocorrigió—: mañana iré al parque. Ya sabes, mejor sin nombres. A tomar notas de quién suele ir por allí, qué suelen hacer, sus horarios, etc. Aunque con un solo día no me va a servir de mucho, quizá tenga que ir más veces, pero bueno, por algún lado tengo que empezar.
—Claro.
—De todos modos, lo que más me choca, mejor dicho, las dos cosas que más me chocan son: a) lo del puente. Es como... muy teatral, muy de cara a la galería. Sólo tendría sentido si se hubiese arrojado él mismo, cosa que, a tenor del informe del forense, es totalmente imposible pues ya estaba... ya no se encontraba consciente en ese momento.
—Sí, es verdad. Es muy teatral, como muy de Shakespeare.
—Ya, pues esperemos que no. En ese caso, acabaríamos todos muertos...
—Hombre, no lo decía por eso.
—... ya ya, sería una gran desgracia. Morir tan joven... vamos, y perderme la Champions, claro.
—Claro, jajajaja.
—La otra cosa que me choca, punto b), es que hay muchos cabos sueltos: la imposibilidad de que se arrojase él mismo, la falta de documentos personales unida a la inexplicable presencia del teléfono móvil, el haber escondido el cuerpo de forma tan descuidada... y de repente, de un día para otro, los de la estrella (esta vez no repetiré el gesto), cogen y dicen que c’est fini, que ya no investigan más, que está todo clarísimo. Aquí hay gato encerrado, que por otra parte es una frase que siempre había querido decir.
—Sí, tienes razón... no parece nada lógico ese comportamiento.
—Hay otra cosa más.
—¿Sí?
—En el móvil había dos números que habían realizado llamadas perdidas o, al menos, que no obtuvieron respuesta. Poco antes de la hora de autos.
—Eso sí que puede ser una buena pista. ¿A quién pertenecían?
—No lo sé. Los de la estrella lo dejaron correr... los nombres no figuraban en el expediente, pero afortunadamente los números sí.
—¿Vas a intentar localizar a sus dueños?
—Sí, será lo segundo que haga, después del trabajo de campo en el parque.
—Así que tu caso arranca definitivamente.
—Eso parece.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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