XLVIII Barras de bar, vertederos de amor

 

 

«Os enseñé mi trocito peor»
Insurrección (El último de la fila)

 

El local estaba de bote en bote. La iluminación era escasa, la música mala, el ambiente oscuro, turbio, sórdido. Lo esperado. Allí la gente iba a lo que iba. Arturo Doriga, camisa oscura, pelo engominado como de costumbre y mirada perdonavidas, no había perdido mucho tiempo en prolegómenos: había recibido ya dos «noes» pero no descansaría hasta conseguir su presa. Se acercó a la barra y pidió otra copa. Fingió tropezar con una morena minifaldera cuyo cuerpo representaba treinta y pocos, aunque su cara parecía decir cuarenta.
—Lo siento.
—No pasa nada.
—¿Te puedo invitar a algo?
—Puedes.
El camarero trajo un Gin-tonic. La morena dio un largo trago.
—¿Has venido sola?
—Espero que no me salgas con el rollo de «¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?».
Arturo levantó los brazos con las palmas hacia arriba.
—No pensaba hacerlo, te lo juro. Arturo.
—Yolanda. Estoy con una amiga, por cierto.
—¿Sin novio?
—¿Siempre eres tan directo?
—Casi siempre.
Sonrió. Se echó la melena para un lado. Arturo pudo contemplar que la minifalda no era la prenda más escueta de su vestimenta. El escote le llegaba casi hasta el ombligo.
—Me gustan los tíos sinceros.
—Genial. No me has contestado.
—No tengo novio. Ni marido. Ni amante. Aunque sí tengo un hijo. De siete años.
Arturo no sabía muy bien cómo interpretar aquello.
—¿Y está aquí?
—Sí, claro, siempre me lo traigo de marcha, no te digo.
Ambos se rieron.
—Lo que quiero decir es que no busco nada serio, ¿entiendes?
—Entiendo. Yo tampoco.
—¿Tienes casa?
—Tengo. Es de lo poco que no me han quitado mis exmujeres.
—¿Varias?
—Dos. Pero tenemos buena relación. Nunca nos vemos ni hablamos.
Yolanda le rio la gracia y después se rascó el hombro de una forma que pretendía ser sugerente. Si a uno le gustaban aquel tipo de mujeres. A Arturo le gustaban mucho.
—¿Vienes a mi casa entonces?
—¿Tienes alcohol allí?
—Claro.
Se mordió los labios.
—Espera. Voy a despedirme de mi amiga primero.
A la tercera iba la vencida, pensó el periodista, mientras esperaba con avidez la vuelta de su ligue de aquella noche.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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