LXVI Mal karma

 

 

«Karma, karma, karma, karma, karma, chameleon / you come and go, you come and go. Loving would be easy if your colours were like my dreams: / red, gold and green, red, gold and green»
Karma chameleon (Culture Club)

 

Pedro Mata circulaba con su coche por la avenida de la Constitución. Tres días después de la monumental bronca que acabó con su andadura política en el seno de la Junta de Gobierno, tenía un montón de cosas en la cabeza. Pensó en difundir más datos confidenciales que pudiesen perjudicar a su jefe y sus excompañeros, pero para ello necesitaría acceder a la casa consistorial donde se guardaban gran parte de los archivos, tanto físicos como informáticos, que podrían servirle para sus propósitos. De lo contrario, si se atrevía a filtrar información difícilmente contrastable, se arriesgaba a que le interpusiesen alguna demanda o querella por difamación, injurias, calumnias y toda esa terminología legal, esa enrevesada jerigonza que nadie entendía muy bien, ni siquiera los propios abogados ni los jueces que dictaban las leyes.
¿Y eso a dónde le llevaría? A ningún sitio. A perder tiempo y esfuerzo inútilmente. Los ciudadanos ya sabían lo que había: cada vez menos gente, o al menos gente medianamente inteligente, confiaba en los políticos: ni en sus excompañeros de junta ni en casi ninguno. Se lo habían ganado a pulso, obviamente, con constantes tramas de corrupción, apropiaciones indebidas, nepotismo y mil escándalos más, en Gijón, en Asturias y en toda España. Posiblemente en casi todos los países. ¿Qué persona en su sano juicio iba a seguir confiando en ellos con todos los datos que se conocían en la «era de la información»? Pensándolo fríamente, las opciones de ser reelegidos eran prácticamente nulas. No hacía falta que él contribuyese a desprestigiar al alcalde y sus acólitos aún más.
En todo eso pensaba Pedro cuando le dio por juguetear con la radio del coche, buscando alguna emisora que pusiese música y le permitiese evadirse un poco de todo aquel asunto. Eso motivó que dejase momentáneamente de mirar para la carretera. Primer error. El segundo fue el dedicarse a aquellos menesteres cuando circulaba por la siempre concurrida avenida de Pablo Iglesias, donde los conductores acostumbraban a ir a bastante más velocidad de los 50 Km/h permitidos. El tercer y fatal error fue que justo en aquellos momentos se encontraba a la altura donde esa calle pasaba de cuatro a tres carriles. El volantazo llegó demasiado tarde. Su coche quedó emparedado entre otros dos vehículos: el turismo que viajaba justo detrás de él y una pesada furgoneta que iba por el carril de más a la izquierda. La colisión fue brutal para los tres vehículos pero el suyo, sin lugar a dudas, fue el que llevó la peor parte, adquiriendo la tétrica apariencia de un acordeón. Siniestro total.

 

La noticia corrió como la pólvora en los medios de comunicación e Internet. Cuatro heridos y un muerto en un accidente múltiple perfectamente evitable y en el que se habían visto inmiscuidos hasta siete coches —tres de forma directa y otros cuatro por efecto dominó— ya era de por sí noticia, pero si a eso le añadíamos que el muerto no era otro que Pedro Mata, el portavoz y una de las caras más visibles de la Junta de Gobierno, la repercusión de la noticia era más que evidente. Incluso antes de conocerse las causas del accidente, el alcalde de la ciudad se apresuró a salir en los medios para expresar su más sentido pésame «ante tamaña pérdida», que les dejaba a él y a todo su equipo «totalmente consternados y afligidos»... Es decir, el peloteo de rigor habitual en estos casos. La muerte de Pedro pondría, sin duda, fin a las filtraciones.
Jacobo Arjona, que no era creyente ni ateo sino todo lo contrario, pensó que de alguna manera el karma se había encargado de poner las cosas en su sitio con alguien tan impresentable como había resultado ser Pedro. También pensó, no obstante, que el mismo karma muy posiblemente tuviese algún tipo de cuenta pendiente con él. Suspiró pesaroso, pero acto seguido se encargó de quitarse de la cabeza aquellas ideas. A fin de cuentas, no era algo que ni él ni nadie fuese capaz de controlar. ¿Por qué preocuparse entonces?
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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