XXV ¿Amigos o amantes?

 

 

«Cuanto más se ama a un amante, más cerca se está de odiarle»
François de La Rochefoucauld

 

Lorenzo llevaba un par de días posponiendo las llamadas telefónicas que tenía que hacer, después de que su amigo Roberto le hubiese facilitado las identidades de los titulares de ambas líneas. En realidad no era que no tuviese interés en llamar; al contrario, había estado tratando de planear alguna estratagema verosímil para poder hablar y, a ser posible, citarse con esas personas, las dos últimas que habían marcado el número de Ricardo, y poder poner los puntos sobre las íes, pero no acababa de encontrar ninguna treta que le convenciese del todo. En cualquier caso no podía, o no quería, demorarse más pues sabía que el tiempo corría en su contra, así que la mañana del miércoles 21 de julio tomó la determinación de efectuar la primera llamada. Decidió llamar en primer lugar a la amante del finado y dejar para después de su reunión con Luisa la llamada a la otra mujer, desconocida para él. Marcó el número y aguardó con algo de inquietud hasta ver a qué tipo de persona se encontraba al otro lado de la línea. Una voz femenina descolgó tras tres tonos.
—¿Diga?
—Buenos días, ¿podría hablar con Patricia, por favor?
—Soy yo, ¿quién es usted?
En su voz había desconfianza. ¿O quizás algo más?
—Mire, disculpe que la moleste. Soy el agente Juan Antonio Bernal, de la policía de Gijón. La llamaba en relación a una investigación que estamos llevando a cabo para esclarecer un... crimen... que ha tenido lugar aquí en Gijón. ¿Conocía usted a Ricardo Castillo?
La desconfianza inicial se transformó en mal disimulada irritación.
—Mire, agente, ya hablaron conmigo sobre este asunto cuando encontraron el cuerpo. —A Lorenzo le constaba que no había sido así pero la dejó continuar sin decir nada—. Y le repito lo mismo que ya le dije a algún compañero suyo, lamento profundamente la muerte de Ricardo, pero no hay nada que yo pueda hacer para ayudarle.
Sin dar tiempo a que continuase, Lorenzo contraatacó con rapidez:
—No me importa lo que haya hablado con otros compañeros, señora... ¿o es señorita?
—¿Y usted me lo pregunta? Veo que la coordinación no es el punto fuerte de la policía.
¿La mujer era muy belicosa o eran sólo figuraciones suyas?
—Podía perfectamente haber cambiado de estado civil en los últimos días. —Su afirmación no tenía ningún sentido pero algo tenía que contestar. Siguió adelante aparentando seguridad—. Sea como fuere, no es éste el motivo de mi llamada. Le recuerdo que soy policía.
—¿Puede decirme el número de su placa?
Él se la dijo de carrerilla sin titubear lo más mínimo. Ésa se la tenía estudiada. Continuó diciendo:
—Reconoce usted, por tanto, conocer al fallecido.
—Sí, así es. —Su voz se suavizó ligeramente. Parecía estar algo recelosa. ¿Pero por qué?
—Hemos estado realizando algunos avances en la investigación...
—Es curioso —interrumpió Patricia con despreocupación—, pero el compañero suyo con el que hablé en la otra ocasión me dijo que estaba a punto de cerrarse el caso. Que, desgraciadamente —suspiró dramáticamente, con una mezcla de resignación y teatralidad—, todo parecía indicar que Ricardo se había suicidado.
—Mire, entiendo que siempre es duro tener que hablar de alguien que acaba de fallecer de forma violenta —trató de empatizar haciendo de poli bueno para pasar a continuación a hacer de poli malo—, pero me importa bien poco lo que usted habló o dejó de hablar con mi compañero. La investigación ha tomado otros derroteros y ahora los que nos encargamos de llevarla a cabo somos diferentes personas, ni mejores ni peores, pero diferentes a las que llevaban el caso inicialmente así que, por pesado que resulte, las personas que tenían relación con la víctima, entre las cuales se incluye usted, mucho me temo que van a tener que volver a pasar por lo mismo una vez más. Así que ahora necesitaría que me respondiese a algunas preguntas como si nunca hubiese hablado con ningún compañero mío, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¿Qué tipo de relación mantenía usted con el fallecido?
—Ya le... —se contuvo para luego responder—. Teníamos una relación profesional, su empresa y la mía habían hecho negocios y él y yo, junto con otros compañeros suyos y míos, habíamos mantenido varias reuniones para tratar de cerrar diferentes acuerdos.
—¿Dichos acuerdos llegaron a buen puerto?
—En líneas generales sí.
—¿En líneas generales?
—Verá, no sé si usted siempre ha sido policía o si ha trabajado alguna vez en otros campos, pero en el mundo empresarial no siempre se llega a buen puerto en las transacciones comerciales. Hay muchos matices, como se podrá imaginar.
—En efecto, soy consciente de ello —omitió contestar a la velada pregunta sobre su pasado profesional—. Lo que quería decir es si en algún momento se pudo producir alguna desavenencia importante entre su empresa y la de él que pudiese motivar problemas de índole digamos... personal, que pudieran desembocar en acciones violentas o agresivas entre miembros de una y otra compañía.
—Si pretende insinuar que alguien de mi empresa pudo enfadarse tanto con alguien de la suya, o en particular con él, por cuestiones de negocios, como para atentar contra su vida... ciertamente lo veo muy improbable.
—Pero no imposible.
—¿Acaso hay algo imposible en esta vida?
«Está bien. Cambio de estrategia».
—Volviendo al tema de las reuniones... ¿usted y Ricardo se reunían, ha dicho, con cierta frecuencia para cerrar acuerdos?
—Yo no diría tanto como «con cierta frecuencia».
—Digamos varias veces.
—Sí, nos reunimos en varias ocasiones, así es.
—¿Siempre acompañados por otros representantes de ambas empresas o, en alguna ocasión, sólo usted y él?
—Las dos cosas —admitió, con aparente tranquilidad—. Alguna vez fue necesaria la participación de otras personas y en otros casos sólo nos reunimos él y yo. Es frecuente minimizar el número de gente involucrada en los acuerdos comerciales a fin de ahorrar gastos innecesarios, dietas, desplazamientos, etc. La crisis afecta a todo el mundo en mayor o menor medida, como usted bien debe saber.
«Como usted bien debe saber». ¿Un mero formalismo o se estaba choteando de los salarios de la policía, sin duda insignificantes en comparación con las cifras que podían estar moviendo aquellas empresas financieras? Lorenzo lo dejó correr. Let it be.
—Sí, me hago cargo —dijo como toda respuesta—. ¿Y esas reuniones derivaron, quizá, en algún tipo de relación de carácter personal entre ustedes?
—Como creo haberle dicho antes, no, no teníamos ningún tipo de relación personal. Sólo negocios. Lo cual no es óbice, claro está, para que lamente su pérdida. Creo que fue usted quien dijo al principio de esta conversación que siempre es duro hablar de alguien que ha fallecido de forma violenta.
Era inteligente la tía. Un hueso duro de roer. Pero mentía. Isabel Sampedro conocía la relación existente entre Patricia Cornejo y su difunto marido y así se lo había hecho saber a Lorenzo; sin embargo, Patricia se empeñaba en negarla. Muchos podían ser los motivos pero el detective no tenía aún ni la más remota idea de cuáles eran los de aquella enigmática e inflexible mujer.
—Bueno, creo que de momento eso es todo. Seguramente tendremos que hacerle más preguntas en el futuro e incluso es bastante posible que la tengamos que citar a comisaría. —Mentira cochina. De reunirse en algún lado, sin duda la comisaría sería el único lugar en el que Lorenzo no podría citarse con ella. Y ahora la pregunta clave—: Repítame, si es tan amable, su dirección para comprobar si la tenemos bien anotada en nuestra base de datos.
—¿Cómo me había dicho que se llamaba?
Lorenzo le repitió el nombre del actor de doblaje que había proporcionado al principio.
—¿Y su número de placa, por favor?
También se lo repitió, tal cual había dicho antes. Después repitió su pregunta. Entonces, y sólo entonces, ella accedió a darle su dirección.

 

Lorenzo llegó con tiempo de sobra a su cita con la enigmática señora que le pretendía ayudar a localizar a su inexistente mascota. Por teléfono la mujer sonaba bastante deseosa de colaborar y, además, había dejado entrever que conocía alguna cosa útil para la investigación del crimen de Moreda, pero el joven detective sabía que las apariencias, a menudo, tienden a engañar. Quizá sólo fuese una charlatana ávida de un poco de conversación.
Tras consultar el reloj un par de veces y comprobar que aún tardaría un poco en aparecer la mujer, se decidió a acceder a la cafetería. Miró a su alrededor, tratando de ver alguna cara «conocida», alguna persona a la que hubiese visto por el parque el segundo sábado, siete días después del crimen, cuando anduvo tomando notas de potenciales sospechosos. Nada. Apenas tres mesas ocupadas y un par de personas en la barra. Nadie que le sonase de vista siquiera. El camarero tomó nota a la mesa contigua, que había entrado al parecer justo antes que Lorenzo, y después fue a la de éste.
—Un Nestea.
Llevaba unos diez minutos en el local cuando entró una mujer de cincuenta y tantos años, de rostro enjuto y maquillado en exceso. Vestía la ropa acordada: un conjunto de chaqueta y blusa de tono beige. La reconoció al instante aunque ella tardó unos segundos en echar un vistazo general al local hasta dar con él. Se acercó a su mesa con cierto retraimiento y preguntó con educación mientras Lorenzo se levantaba:
—¿Es usted Iván Muelas?
—Sí, soy yo. Y ya le he dicho que me puede tutear. —Le tendió la mano cortésmente, antes de que la mujer se viese tentada a darle dos besos. Un vaho de perfume barato recorrió la mesa.
—De acuerdo. Yo soy Luisa. —Él asintió con la cabeza mientras ambos se sentaban—. Te imaginaba más... Eres muy joven. —Había cierto rubor en sus palabras. Parecía sentirse cohibida de citarse con alguien que podría ser su hijo.
—Así que usted vive por esta zona.
—Así es.
—¿Y va habitualmente al parque de Moreda?
La respuesta quedó postergada por la llegada del camarero. La mujer dudó bastante sobre qué pedir para acabar decidiéndose por un café con leche mediano.
—Pues la verdad es que voy bastante, sobre todo los fines de semana porque me queda muy cerca y así aprovecho para pasear un poco y aprovechar el buen tiempo... cuando lo hay, claro, ya ves que el tiempo está loco últimamente.
—Ajá. Bueno, no quisiera ser impaciente pero lo cierto es que tengo bastante interés en que me cuente cualquier cosa sobre Sprocket.
—Sí, bueno, yo realmente... Vi cosas muy extrañas ese día en el parque.
—¿Vio usted a mi perro? —Sacó una foto del bolsillo y se la mostró.
La mujer tomó la foto entre sus manos y la miró detenidamente. Entornó los ojos un par de veces. No estaba muy claro si para enfocar mejor o en un extraño gesto de rancia coquetería.
—Sí, con toda seguridad vi a su perrito aquel sábado. —Sus palabras de presunta seguridad contrastaban con el ligero pero perceptible temblor de su voz. A Lorenzo no le pasó por alto este detalle—. Bueno, vi un perrito como el suyo... tuyo, quiero decir, tampoco podría asegurar totalmente que fuese el tuyo, claro está.
—¿Se fijó en quién lo llevaba?
Los ojos dudaban pero la boca se lanzó a contestar.
—Sí, claro. O sea... en ese momento no, claro, pero luego pensando... Bueno, en realidad me parece que vi al menos dos perritos como el tuyo. —Lorenzo comenzaba a hartarse del ridículo término «perrito», por más que ridículo fuese una palabra que le viniese como anillo al dedo a aquella señora—. Uno lo llevaba un hombre joven, de unos treinta y tantos años, con el pelo bastante largo, a mí no me gusta nada ese tipo de pelo para los hombres, aunque ahora lo moderno...
—Ya, claro —cortó con educación Lorenzo, mientras le ofrecía la mejor de sus sonrisas. Aquélla le parecía la mejor manera de interrumpir a la gente que se enrolla como las persianas sin provocar que se sintiesen ofendidos—. ¿Así que era un hombre melenudo el que llevaba un perro como el mío?
—Sí, tenía bastante pelo, no sé si diría exactamente melenudo pero... Desde luego no lo llevaba así normal, como tú. —Se ruborizó ligeramente al mirarle a la cara tras estas palabras. El detective ignoró el cumplido y le apremió para que siguiese—. Aquel joven no me dio muy buena espina —sentenció.
—¿Y el otro perro que vio?
—Ah, sí, el otro. —Miró al techo buscando la inspiración. Lorenzo tomó un sorbo de su refresco mientras esperaba a que la mujer hiciese memoria—. Ése creo que lo llevaba una chica. Sí, una chica, rubita, muy mona; ella también llevaba el pelo muy largo pero eso ya es más frecuente en las chicas jóvenes, ¿verdad? Iba de camiseta y pantalón corto, muy corto creo recordar, supongo que querría aprovechar el paseo para ponerse morena (era bastante blanquina, ¿sabes?). Ésa no me dio mala espina, y el perrito parecía muy a gusto con ella.
«Madre mía. Como toda la información que me pueda aportar sea así, lo llevo claro». Hizo la pregunta pese a que ya se figuraba la respuesta.
—No tendrá usted ningún dato más concreto de quiénes son, dónde viven o cómo poder contactar con esas personas, ¿verdad?
—No, me temo que no —tuvo que confesar.
—Bueno, en cualquier caso...
—Pensé que podría servirte de algo; quizá tú les puedas conocer, como decías que a lo mejor el que se había llevado a tu perrito era un conocido...
—Sí, sí, por supuesto que me sirve. No se preocupe. Ahora mismo no tengo muy claro a quiénes puede responder esa descripción, pero gracias por su ayuda igualmente.
—Sería bien triste que una persona conocida te robase a tu mascota... pero pasa cada cosa por el mundo que una ya no se asusta de nada, ¿verdad? Sin ir más lejos... —Se quedó a media frase. Aquél era el momento. Lorenzo la ayudó a continuar:
—¿Sí? ¿Dígame?
—Es que, bueno, ya te dije por teléfono que no es lo único raro que vi aquel día en el parque...
—Ah, ¿no? —Su interpretación de persona sorprendida no fue muy convincente, pero la señora estaba totalmente decidida a hablar, así que no le prestó mucha atención.
—Supongo que estás enterado del «crimen de Moreda», ¿no?
—Sí, lo leí en el periódico.
—Que apareció el cadáver de un hombre entre los matorrales...
—Sí, eso he oído. ¿Lo conocía usted?
—No, no, no tenía el gusto. Parecía un hombre respetable, o al menos una persona importante, un hombre de negocios, eso decían... —Lorenzo le dio vía libre para que siguiese hablando. No fue necesario mucho esfuerzo para que la señora se lanzase a ello—. El caso es que aquel sábado yo había ido a pasear por el parque. Me gusta bastante ir, aunque algunas veces te encuentras con gente que lleva unos perrazos enormes; suelen ser chavalinos, de ésos con pintas raras y que les gusta que sus perros ladren a la gente, se peleen entre ellos... Nada que ver con su perrito, claro está —Lorenzo asentía sin abrir la boca. Luisa se crecía por momentos, acompañando sus palabras con numerosas gesticulaciones melodramáticas—. Pues como te decía, aquel día, de la que estaba llegando al parque, vi a un hombre como revolviendo entre los matorrales, justo al lado del principio del puente. Parecía que trataba de ocultar algo allí.
Lorenzo preguntó con el tono más neutro que pudo, como quien no quiere la cosa:
—¿Conocía a ese hombre?
—Bueno... la verdad es que tenía un aire familiar —mintió. Después se autocorrigió—: Bueno, quiero decir, le vi desde cierta distancia, no pude contemplar bien su cara, pero me parecía una persona conocida, no sé.
—¿La típica persona que conoces de vista, porque vive en tu barrio por ejemplo, pero en la que nunca habías reparado antes?
—Sí, algo así. Veo que entiendes lo que digo. —De nuevo el detective asintió en silencio—. Era un hombre joven, bueno, no tanto como tú... Tendría unos treinta y algo, supongo.
—¿Y qué hacía ese hombre, aparte de esconder algo entre los matorrales?
—Iba vestido con una camiseta rosa o roja o algún color así, y llevaba un pantalón de hacer deporte, corto y oscuro, negro me parece.
—¿Se fijó en alguna característica física concreto? ¿Si era muy alto o muy bajo, gordo, delgado...?
—Es curioso que me preguntes eso. —Sus ojos, por una vez, dejaron de buscar la inspiración en el techo para clavarse, no sin cierta timidez, en los de su joven interlocutor—. Es justo lo mismo que me preguntaron ellos.
—¿Ellos?
—Verás... es que... cuando vi aquello me extrañó pero al principio no le di más vueltas. Pero luego, cuando vi la noticia en la tele, me di cuenta de lo que había visto, y les llamé a ellos —bajó la voz para conferirle nuevamente el tono de susurro—: a la policía.
Lorenzo hizo la conexión mental sobre la marcha. ¿Acaso no se llamaba Luisa la presunta testigo que aparecía en el informe policial? Dudó unos segundos en si formular o no la pregunta obvia; decidió esperar a ver cómo continuaba la historia por sí misma y se limitó a escuchar.
—Sé que puede sonar un poco raro pero les llamé por teléfono y les conté que tenía información relacionada con «el caso», creo que lo llaman así, y me mandaron ir allí a la comisaría a explicárselo todo.
—¿Y les resultó de ayuda? Quiero decir, ¿se mostraron agradecidos por su declaración?
Alisó la falda sobre sus rodillas antes de decir.
—¡Qué va! Al contrario, me trataron con bastante descaro y con muy poca educación. Últimamente la gente joven, bueno no toda, no te ofendas, pero muchos de los jóvenes de hoy en día se muestran poco receptivos con la gente que ya tenemos un poco más de edad.
«Un poco más de edad». Lorenzo recordó una expresión que empleaba una amiga suya para referirse a la gente de ese rango de años, de quienes decía que tenían «una edad prudente». Él, sin embargo, prefería una perversión de la tan manida expresión «de mediana edad», sustituyéndola maliciosamente por «de la Edad Media». Hizo esfuerzos para no sonreír.
—Y si tenemos más años, ¿no es de suponer también que tenemos más experiencia y hemos visto más mundo? —continuó la mujer en su singular alegato—. Pero ellos no pensaban así, al parecer.
—Usted les describió al sujeto. Se acordaba bien de cómo era, ¿no?
—Sí, perfectamente. Les dije que era un hombre más bien delgado, de estatura normal, con el pelo oscuro y bastante corto.
—¿Y les dijo lo que estuvo haciendo? ¿Que ocultó algo entre los matorrales y demás?
—Les conté lo que vi. Eso y que luego se fue a toda prisa, corriendo como alma que lleva el diablo.
—Sí que es una actitud extraña, no cabe duda —musitó Lorenzo inintencionadamente. Acto seguido realizó una pregunta para evitar suspicacias—: ¿Así que no tomaron nota de lo que les decía?
—Bueno, tomar nota sí tomaron... pero no creo que hiciesen nada con lo que apuntaron. Dijeron que se pondrían de nuevo en contacto conmigo si fuese necesario, y hasta el día de hoy no me han llamado ni nada. Sinceramente, no creo que lo vayan a hacer ya.
—Nunca se sabe. Imagino que las investigaciones de delitos de sangre llevan su tiempo.
—¿Crees que aún pueden llamarme?
—Hombre, yo no soy policía, ignoro cómo se llevan a cabo esas investigaciones pero... supongo que aún es pronto para descartar nada. Quizá la llamen o quizá no, pero usted puede y debe tener la conciencia bien tranquila, cumplió con su deber cívico de informarles de lo que había visto por si les era de utilidad. No puede hacer más.
—Sí, ¿verdad? Me alegra que pienses así. Una ya nunca sabe cuándo ayuda y cuándo estorba —expresó compungida.
La mujer se había terminado su café y su historia no daba para más.
—Bueno, me alegro mucho de que se haya molestado en llamarme. Voy a tratar de hacer averiguaciones para ver si puedo dar con mi pe... con Sprocket. —Comenzó a levantarse; la señora hizo lo propio. Él se adelantó y se acercó a la barra. La mujer le siguió y dijo sin demasiado entusiasmo:
—No, no. No te molestes.
Él pagó ambas consumiciones
—Es lo menos que puedo hacer por su tiempo y su amabilidad.
—Si me entero de algo más... —comenzó a decir.
—Sí, sí, llámeme si descubre alguna otra cosa. Se lo agradezco de antemano.
Le tendió la mano como había hecho al comienzo de la cita. Ella ofreció la suya con la delicadeza (o cursilería, según se mire) que parece protocolaria en las mujeres de edad prudente y con aires de aristócrata venida a menos.
—Espero que tengas suerte y puedas recuperar a tu perrito.
—Yo también lo espero. Muchas gracias por todo.

 

Lorenzo preparó sus notas para realizar la segunda llamada. En este caso no contaba con ningún dato concreto sobre la mujer a la que pertenecía el número de móvil, al margen de su nombre, ni sobre su relación con el finado, con lo cual su estrategia tendría que variar ligeramente. De todos modos, la primera llamada le había servido para llevar algunas lecciones aprendidas y no dejarse sorprender en demasía por lo que pudiese acontecer. Tras tres tonos, como en el primer caso, una melosa voz de mujer sonó al otro lado de la línea:
—¿Dígame?
—Buenas tardes. Mire, soy el agente Claudio Serrano, de la policía de Gijón. —Esta vez comenzó presentándose para tratar de llevar mejor el peso de la conversación—. ¿Podría hablar con Diana, por favor?
—Sí, soy yo. ¿Ocurre algo?
La voz, amén de más cálida, era también más humilde. De buenas a primeras, le cayó mucho mejor que Patricia Cornejo.
—La llamaba en relación a un crimen que estamos investigando aquí en Gijón. El asesinato de Ricardo Castillo. —Pronunció la palabra «asesinato» con frialdad y cierta dureza. No quería que la segunda mujer se le subiese a las barbas como había hecho la primera—. ¿Lo conocía usted?
—¡Oh, Dios mío! —La exclamación parecía totalmente auténtica, sin ningún tipo de fingida afectación—. Dios mío, ¿asesinato ha dicho?
—Sí, me temo que sí. —Bajó ligeramente el listón. La mujer parecía realmente afligida—. ¿No estaba usted enterada?
—De su muerte sí... pero no pensé que... Habían dicho que se trataba de...
—Eso es lo que estamos investigando —contestó a su pregunta no realizada—. Entonces lo conocía, ¿no es así?
—Sí, bastante bien —admitió.
«Bastante bien. Genial».
—¿De qué lo conocía?
—Era... bueno. Yo... verá, yo viajo bastante, por cuestiones de trabajo, y en ocasiones me desplazo a Gijón.
«Interesante. Así que no es de aquí».
—Sí. —No quiso decir más para darle pie a continuar por su cuenta. A ver por dónde salía.
—Y nos habíamos conocido en uno de mis viajes de negocios.
—¿En una reunión de trabajo?
—No, él... vamos, no fue en una reunión. —Había muchas dudas en sus palabras. Sonaba genuino pero ¿quién sabe?—. Fue en un hotel. Yo estaba alojada allí y él estaba en el hotel por negocios, con gente de fuera de España, haciendo un poco de anfitrión y eso.
—Ajá. ¿De dónde me ha dicho que es usted?
—De Valladolid. Aunque si se refiere a dónde resido habitualmente, Madrid.
—¿Se encuentra ahora mismo en Madrid?
—Sí.
—Pero ha estado recientemente aquí en Gijón, ¿no es cierto?
—Sí, estuve... hace poco.
—Concretamente, ¿estaba usted aquí el fin de semana del 9 al 11 de julio?
—Sí, estuve hasta ese domingo ahí... ¿Falleció... quiero decir... le mataron ese fin de semana?
—Efectivamente. En la madrugada del viernes al sábado.
Silencio al otro lado. ¿Unos ligeros sollozos quizá? Lorenzo trató de retomar la conversación.
—Entiendo que esto está siendo duro para usted pero necesitamos conocer todos los datos para llevar a cabo la investigación. ¿Se citó con él ese fin de semana?
—No... no pude. Quiero decir, discúlpeme un segundo. —Se sintió el sonido de un pañuelo al sonarse brevemente la nariz—. Ese fin de semana pensábamos vernos, sí; lo estuve llamando, pero no conseguí dar con él.
Eso cuadraba con el hecho de que su número figurase en la lista de llamadas perdidas. A Lorenzo le pasó de pronto una idea por la cabeza.
—¿Le envió algún mensaje al móvil?
—Mmmm... sí, creo que sí.
—¿Me puede decir qué decía dicho mensaje?
—Creía que ustedes... Yo la verdad es que... no lo recuerdo con exactitud. ¿No se ha encontrado el teléfono?
La pregunta era inteligente y estaba formulada como con indiferencia. Lorenzo tenía preparada la respuesta de todos modos.
—Verá... estamos investigando desde diferentes perspectivas. Sabemos que usted es una de las últimas en haber intentado contactar con el difunto. Tenemos a gente especializándose en los mensajes y otros estamos ocupándonos de las llamadas. Lo cierto es que ahora mismo, aunque quisiera, no podría darle esa información porque ese trabajo lo están realizando otros compañeros. En cualquier caso, comprenderá que tampoco estaría autorizado a darle la información, aunque la tuviese.
Un deliberado galimatías de explicación para evitar más preguntas. Funcionó.
—Ya, entiendo...
—¿Qué le decía en el mensaje que le mandó?
—Bueno, no sé si fue sólo uno. Es posible que le enviase varios... Era para reunirnos, para vernos ese fin de semana. Normalmente nos veíamos cuando yo venía a Gijón, o cuando él venía aquí, o en algún sitio intermedio al que tuviésemos que ir por negocios.
Y ahora la pregunta clave:
—¿Qué clase de relación mantenía con el difunto?
—¿Realmente es necesario...?
—Me temo que sí. Estamos hablando de un caso de asesinato. Comprenderá que tenemos que investigar a todas las personas relacionadas con el fallecido.
—Manteníamos una relación personal...
—¿Amantes? —aventuró Lorenzo con cierto sigilo.
—Es una palabra bastante fea.
—Dígame usted otra.
—De acuerdo, sí. —Parecía estar luchando consigo misma—. Podríamos decir que ésa es la palabra apropiada. Teníamos una relación pese a que él era un hombre casado.
—¿Desde hace mucho tiempo?
—Hace unos meses.
—¿Cuántos aproximadamente?
—Mmm... seis. Entre seis y siete, creo.
Lorenzo tomó nota, tanto por escrito como mentalmente.
—¿Tiene usted alguna idea de quién podría tener interés en acabar con la vida de Ricardo?
—No. Ni idea. No se me ocurre... —Lorenzo esperó pero la frase de Diana se quedó en puntos suspensivos.
—Me había dicho que se encuentra en Madrid en estos momentos.
—Sí, es correcto.
—¿Va a tener que venir a Gijón en un futuro inmediato?
—Aún no lo sé. Es decir, no tengo... no tengo ningún viaje proyectado aún, pero en mi trabajo los viajes pueden surgir de un día para otro.
—Quizá tengamos que hablar con usted en persona en algún momento... Por lo pronto, nos mantendremos en contacto por teléfono. Procure estar localizable.
—Sí... Oiga.
—¿Sí?
—¿Soy... sospechosa?
A Lorenzo le sorprendió que fuese tan directa.
—Mire, aún no tenemos suficientes datos como para poder esclarecer los hechos, así que todo el mundo es potencialmente sospechoso. Es todo cuanto le puedo decir.
Un breve silencio. Lorenzo ya iba a despedirse y colgar pero Diana alcanzó a decir:
—Yo le quería... —Volvieron a brotar unos pequeños sollozos ahogados—. Encuentren a quien lo hizo, por favor.
—Haremos todo lo posible.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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