LIX Aliados
«Jueves, viernes, sábado sentado junto al
mar. / Es un buen lugar para irse a olvidar. / Dejé a mi familia
junto al televisor. / En el rompeolas aún se huele el sol»
El rompeolas (Loquillo
y Trogloditas)
La nota en la tarjeta era tan escueta como
clara. «Llámame a este nº sobre las 2». Podía ser una trampa, pero
había que intentarlo.
—¿Diga?
—¿Daniel?
—Sí, soy yo. Un momento. Vale, ya está.
¿Lorenzo?
—Sí. Recibí tu «mensaje». ¿Y bien?
—Me gustaría que charlásemos en persona. En
privado, sin mi compañero.
—¿Extraoficialmente?
—Sí.
—¿Dónde?
—Me da igual. Donde te venga bien.
—¿En El Muelle?
—Vale. ¿En qué parte?
—No sé, ¿donde la Antigua Rula por
ejemplo?
—Muy bien. ¿En media hora o así? Ya sé que
es mala hora, pero es cuando libro para comer. Así me ahorro de dar
explicaciones en comisaría.
—De acuerdo. Hacia las dos y media entonces
donde la Rula.
—Nos vemos.
Lorenzo atravesó el pasadizo que comunicaba
la Plaza Mayor con la plaza del Marqués, recorrió ésta y cruzó la
calle para caminar junto a una de las dársenas del Puerto
Deportivo, más conocido como El Muelle. Siempre le había llamado la
atención la cantidad de embarcaciones amarradas en el puerto en
cualquier época del año. Aunque la idea de navegar no le
desagradaba, tampoco era algo que nunca se hubiese llegado a
plantear realmente. Se preguntó si muchos de los que disponían de
alguna pequeña embarcación atracada allí la tenían sólo por
capricho o si realmente hacían uso de ella con relativa frecuencia.
Con estas ideas vagando por su cabeza, llegó al edificio de la
Antigua Rula, delante del cual, y para su sorpresa, ya se había
personado Daniel Jarillo.
—Te agradezco que hayas venido —dijo éste,
tendiéndole la mano.
—¿Cómo negarme? Representas a la Ley
—replicó sonriente Lorenzo mientras se la estrechaba—. ¿Dónde
quieres que hablemos?
Daniel señaló con el mentón el rompeolas del
muelle, apenas a un minuto de donde estaban. Caminaron en silencio
hasta allí. Subieron los escalones, se apoyaron en el muro y, aún
sin hablar, echaron un vistazo a la mar. Después el detective
preguntó:
—¿De qué querías hablar?
—En la comisaría noté que quizá tenías más
cosas que decir, pero mi compañero puede ser un poco brusco a
veces.
—No parezco santo de su devoción, no.
—Pensé que igual podíamos charlar tú y yo.
Elaborar algunas teorías. Ayudarnos mutuamente. Ya sabes, hoy por
ti, mañana por mí.
Lorenzo arqueó las cejas con
escepticismo.
—¿Quiere decir eso que puedo decir lo que
quiera sin temor a represalias?
—¿Has cometido algún delito?
—No.
—Entonces no debería haber problema.
—¿Pero dónde esta el límite? Soy detective,
represento a mi cliente y no debo, ni quiero, perjudicarla.
—¿Ella es culpable de algo?
—No.
—Te repito que entonces no habrá
problemas.
—Sin ánimo de ofender...
—No te fías.
—No del todo.
—Normal.
Ambos sonrieron. Lorenzo preguntó:
—¿Cómo sé que esto no es una trampa?
—No lo sabes —admitió—. Sólo quiero hablar.
Poner algunas cosas en común contigo y ver a dónde nos conduce
eso.
—Así que puedo hablar libremente.
—Pero ten en cuenta que soy policía.
—¿Todo lo que diga podrá ser utilizado en mi
contra?
—Algo así.
Más sonrisas. Se quedaron mirando fijamente
el uno para el otro. Finalmente Lorenzo dijo:
—Lo tendré presente.
—Genial. Como prueba de buena voluntad,
empezaré yo. Pregúntame lo que quieras relacionado con el caso. Si
sé la respuesta, prometo contestarte con sinceridad.
—Se me ocurre algo mejor.
—¿Sí?
—Cada uno hace una pregunta al otro, y el
que responde tiene que decir la verdad... si la sabe.
—No puedo comprometerme a contestar lo que
sea...
—Ni yo a traicionar los intereses de mi
cliente o sus allegados.
Se mantuvieron la mirada de nuevo. Esta vez
durante unos instantes que a ambos les parecieron eternos. Una leve
sonrisa de Daniel precedió a su respuesta:
—Está bien, pero si las preguntas se salen
de madre, lo dejamos.
—Me parece razonable.
—Como ya lo había dicho antes, lo mantendré.
Empiezo yo contestando. Pregúntame.
—¿Tenéis otros sospechosos diferentes a los
que yo os he proporcionado?
—No. Me toca: ¿cómo supiste que había muerto
envenenado?
—Me pones en un aprieto... Conozco a alguien
que conoce a alguien y así sucesivamente. Conseguí que me leyesen
el informe del forense, rápidamente, muy por alto, lo justo para...
encontrar las palabras «veneno» y «muerto
antes de caer desde el puente» o algo así.
—Es todo lo que me vas a decir de ese tema,
¿no?
—Sí.
—Vale. Dispara.
—¿Tenéis alguna prueba física, huellas
digitales, ADN... que relacionen a alguno de los sospechosos con la
escena?
—Sólo al corredor, pero no es ni mucho menos
concluyente.
—¿Estaba fichado de antes?
—No, pero le tomamos las huellas cuando le
hicimos venir a declarar. Hay una coincidencia parcial, pero
concuerda con lo que dijo, que tocó ligeramente el cuerpo cuando lo
descubrió.
—Es inocente.
—¿Lo conoces?
—No, pero hemos hablado varias veces.
Simplemente estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Te toca.
—¿Cómo diste con esos tres excompañeros de
Ricardo? Quiero decir, ¿por qué ellos tres? Trabaja un montón de
gente en su empresa.
—Las personas son animales de costumbres.
Tienden a actuar de una forma muy repetitiva y, habitualmente,
predecible. Las redes sociales ayudan mucho también. Dada tu
profesión, no creo que te sorprenda saber que hay mucha gente que
publica toda su vida por Internet.
—Es cierto, aunque la verdad es que en
comisaría no es nuestra principal fuente para obtener información
—reconoció—. Quizá deberíamos empezar a modernizarnos un poco. ¿Así
que eran los mejores candidatos?
—Eso es.
—Ya.
—He visto en la prensa que hay un pariente
de vuestro jefe que da bastante que hablar... Guillermo
Rabanal.
Daniel frunció el ceño al oír el nombre.
Pese a ello, Lorenzo siguió diciendo:
—Me imagino que es un tema delicado, pero
¿qué pinta él en toda esta historia?
Los ojos de Daniel permanecieron fríos y su
rostro enfurruñado. Contestó al fin:
—Nada de nada.
—¿No lo sabes o no quieres, o no puedes,
decírmelo?
—Rabanal es un grano en el culo.
Simplemente.
—¿Siempre metiendo en problemas al
jefe?
—Eso es.
—Está bien, sólo tenía miedo de que él
tuviese algo que ver en este asunto... O sirviese para que quizá
alguien presionase a vuestro jefe y...
—No sigas por ahí. En serio, no puedo
decirte más sobre ese tema. Rabanal es un tarambana y ahí se queda
la cosa. No tiene nada que ver con el crimen, si es a lo que te
refieres.
Las palabras fueron pronunciadas con algo de
dureza, pero Lorenzo no atisbó en los ojos del policía más que
desagrado y, posiblemente, hastío; en ningún caso hipocresía.
—Está bien. Tu turno.
El tono volvió a ser sosegado mientras
Daniel formulaba la pregunta:
—¿Realmente la viuda no se puso en contacto
contigo hasta después de que se diese como causa oficial el
suicidio? Es importante saber la temporalidad de los
acontecimientos.
—Lo sé. Y sí, fue a raíz de que dieseis por
zanjado el caso cuando ella, a través de su vecina y de la hija de
ésta, realmente, que es quien es mi amiga... fue en ese momento
cuando la viuda se puso por primera vez en contacto conmigo. Ni un
minuto antes.
—Tenía que preguntarlo —se excusó
Daniel.
—¿Te llevas bien con tu compañero?
—¿Esta pregunta forma parte del juego?
—No, aunque sí me gustaría saber la
respuesta.
—No es un mal poli, si es lo que preguntas.
Simplemente tiene mala leche. Lleva muchos años en el Cuerpo, está
bastante quemado. Este trabajo es bastante peor que lo de
investigar en solitario como haces tú, sin tener que rendir cuentas
a nadie.
Lorenzo pensó que ni investigaba en
solitario ni estaba libre de rendir cuentas, al menos a sus
clientes. Optó por la diplomacia:
—Sí, supongo que mi oficio es más permisivo,
si lo quieres ver de ese modo.
Daniel asintió. Después pareció dudar si
hacer o no la pregunta que rondaba por su cabeza desde el principio
de la conversación. La pregunta por la que había citado
principalmente al detective. Se armó de valor y la formuló:
—¿Tienes alguna teoría de qué demonios pudo
pasar? Tengo la desagradable sensación de que llevamos todo el
tiempo dando palos de ciego y no avanzamos gran cosa. Sinceramente,
cualquier sugerencia con algo de sentido será bien recibida.
—Pues... de hecho, sí, tengo una teoría,
aunque es sólo en base a suposiciones.
—Te escucho.
—A la vista de los datos forenses, tenemos
claro que fue envenenado, un crimen que, en las novelas, suele ser
cosa de mujeres. —Daniel no le interrumpió, quería ver qué podía
aportar su homólogo en el sector privado—. Pero esto es la vida
real, así que en ese sentido no sabemos nada. Cualquiera pudo
echarle algo en la copa, o donde fuese, y cargárselo. También
tenemos el escenario del crimen o, mejor dicho, donde se encontró
el cuerpo. Los que trabajáis en la comisaría conocéis de sobra el
parque de Moreda. Yo me he pasado unas cuantas horas allí desde que
comenzó el caso y he contemplado con especial interés el puente
bajo el que apareció Ricardo. Me parece sumamente improbable que
una persona débil sea capaz de levantar a alguien por encima de la
barandilla del puente y arrojarla al vacío. Se necesita fuerza. Lo
que nos lleva a pensar en un hombre...
—... o una mujer fuerte.
—Sí, fuerte o muy
fuerte, diría yo. Por otra parte, investigando el entorno de la
víctima, encuentro a tres excompañeros con los que tenía especial
relación, así como dos amantes confirmadas...
—¿Podrían ser más?
—Según mis fuentes, podrían serlo. Todos ellos tienen algún móvil, bien
sea la envidia por su éxito en el trabajo o con las mujeres, los
celos en el caso de las amantes o el dinero de la herencia, en el
caso de mi clienta. El tema que más me ha preocupado desde el
primer momento, aparte de cuando cerrasteis momentáneamente la
investigación...
—No teníamos alternativa...
—No pretendía ser una pulla. El tema que más
me preocupa es por qué narices envenenas a alguien y luego te
molestas en tirarlo desde un puente.
—Para ocultar el lugar donde realmente
murió.
—Correcto. Eso es lo que pensé, pero me deja
a su vez otros dos interrogantes. Si quiero matar a alguien
envenenándolo, y que no sepan dónde lo maté, no me hace falta algo
tan teatral como despeñarlo de un puente, con la doble dificultad
que eso entraña: dificultad física de trasladarlo hasta el puente y
arrojarlo por encima de la barandilla, y dificultad digamos...
logística de que nadie te vea ir cargando con él hasta allí. —El
policía escuchaba ahora en silencio. Lorenzo continuó—: Y si quiero
matar a alguien empujándolo desde una altura, ¿para qué molestarme
en envenenarlo primero? ¿Para transportarlo allí o conseguir
empujarlo? Bastaría con noquearlo previamente, un golpe
contundente, sin necesidad de veneno. Imagino que tú tampoco tienes
las respuestas a estas preguntas.
—No las tengo... No sé, ¿puede haberlo hecho
para crear confusión?
—Podría ser, pero no lo veo, me parece
demasiado extravagante. A no ser que se tratase de un asesino en
serie, en cuyo caso ya habríamos encontrado alguna otra
víctima.
La teoría del asesino en serie había sido la
primera que había sugerido Daniel a su compañero, muchos días
ha.
—Mataron a un hombre en la Semana Negra
—recordó Daniel.
—Sí, a tiros, lo he visto en la prensa. Pero
emplearon diferente modus operandi. Desconozco los pormenores del
caso... ¿tiene algún tipo de conexión, de similitud con lo de
Moreda?
—Ninguna.
—Bien. Descartando, por tanto, la obra de
algún asesino en serie, narcisista y con ganas de llamar la
atención, nos encontramos en un aparente callejón sin salida. Lo
cual nos conduce a mi teoría: ya te adelanto que no es muy
brillante y puede que te parezca algo disparatada o melodramática
pero es lo mejor que se me ha ocurrido.
—Adelante.
—Pienso que pudieron hacerlo entre
dos.
—¿Dos cómplices?
—Sí. Una persona, hombre o mujer, poco
importa, le administró el veneno y otra, con más fuerza física,
presumiblemente hombre por tanto, lo arrojó desde el puente. Ambos
seguramente se habrán preparado una buena coartada para el momento
en el que el otro hacía su parte.
Daniel se quedó un momento rumiando la
idea.
—Me gusta tu teoría. Parece factible. ¿Cómo
has llegado a ella?
A Lorenzo le vinieron a la cabeza dos
nombres propios: Bowie y Castle. No le parecía muy profesional
confesar que la idea surgió a medias de un brainstorming con su amigo Miguel usando el método
que David Bowie emplea para componer sus canciones, y de una
imaginaria partida de poker en un sueño
ciertamente estrafalario con Richard Castle y sus amigos
escritores. Se limitó a decir:
—Le di vueltas y vueltas y más vueltas...
hasta que surgió.
—Pues tiene bastante sentido.
—A mí también me gusta... el único problema
es que no tengo ninguna prueba.
—Ya...
—Claro que... —Se le iluminó la bombilla
mientras decía—: Yo no tengo los recursos que tenéis vosotros, no
puedo acceder a las bases de datos —estuvo tentado de decir que sí,
a través de su amigo informático, Roberto, que era capaz de
hackear casi cualquier cosa—, no puedo
encontrar vínculos entre diferentes personas, o no al menos del
mismo modo que podéis vosotros.
—¿Qué propones?
—Poner sobre la mesa todos los nombres,
datos, hábitos, familia, amigos, contactos, aficiones... de los
principales implicados, y tratar de extraer algún factor
común.
—En cierto modo, supongo que ya lo hemos
hecho —replicó Daniel.
—Supongo... Pero me refiero a escarbar entre
toda la maraña de datos que tengáis de cada uno de los sospechosos
de forma exhaustiva, confeccionar algún tipo de tablas o listados
esquemáticos y ver si hay algo que tengan en común dos o más
personas, cualquier cosa, por pequeña que sea. Muchas veces los
casos se resuelven por un pequeño detalle que inicialmente había
sido pasado por alto.
Al menos en las series y las películas solía
ser así.
—Quizá tengas razón.
—Es sólo una idea.
—Partiendo de la base de que el crimen sea
obra de un par de cómplices.
—Sí, bueno. Ésa es mi premisa.
—Esto me recuerda aquella frase de Groucho:
«Éstos son mis principios».
—«Si no le gustan, tengo otros» —completó
Lorenzo.
Ambos investigadores sonrieron.
Indudablemente estaban en la misma onda.
—¿Le vas a decir algo a tu compañero sobre
nuestra charla?
—No creo. No le veo muy receptivo respecto a
ti, no te ofendas.
—No me ofendo.
—Pero sí creo que puedo encauzar las cosas
para que parezca que ha sido idea mía, sin tener que
mencionarte...
—Eso estaría bien.
—¿La viuda te va a pagar igual, aunque
seamos nosotros quienes resolvamos el caso?
—Sí. Por supuesto.
—¿Seguro?
—No me cabe la menor duda.
—Bien, tengo que irme; aún no he comido y si
llego tarde al trabajo, Maxi me lo echará en cara.
—Una última cosa —recordó de pronto
Lorenzo—. ¿Tenéis algún indicio sobre quién metió la carta
amenazante en el buzón de Margarita?
—Qué va... Las letras parecen recortadas de
varios catálogos de supermercados...
—Sí. Ya lo había comprobado yo.
—Pero de momento no tenemos nada sobre el
que lo hizo. Voy a intentar interceder para que mantengan la
vigilancia sobre su casa de todos modos, al menos dos o tres días
más.
—Te lo agradezco.
—Es mi trabajo. Lo dicho, tengo que
irme.
—Espero que podamos volver a hablar.
—Tienes mi número, y yo tengo el tuyo.
—¿Qué horas son buenas para llamar?
—Ésta. A mediodía. O de noche, a partir de
las nueve y media o diez. Pero mejor mándame un mensaje antes y ya
te llamo yo en tal caso.
—Perfecto.
—Ha sido... interesante compartir teorías
contigo.
—Lo mismo digo.
Se dieron la mano. Un apretón firme, sereno,
mirándose a los ojos sin el más mínimo atisbo de hostilidad.
Lorenzo estaba seguro de no haberse equivocado en lo que le dijo a
Miguel: en Daniel tenía a un aliado.