XII Curvas peligrosas

 

 

«La belleza es muy superior al genio. No necesita explicación»
Oscar Wilde

 

—No me parece bien y lo sabes —refunfuñó Sara.
—¿Tienes alguna idea mejor? —replicó Lorenzo—. No, ¿verdad? —La chica dio la callada por respuesta—. Pues yo tampoco; esto es lo único que se me ocurre. Además tiene que funcionar. Estoy casi convencido. —Su casi equivalía a un sesenta o setenta por cien, pero menos daba una piedra—. Hay que intentarlo.
—Bueno, tú sabrás lo que haces. —Sara no acostumbraba a utilizar esa tan manida frase femenina. Al chico no le hizo mucha gracia oírselo decir, aunque entendía los motivos. Prefirió no prolongar la discusión y se despidió de ella con una carantoña en la cabeza. Sara mantuvo el gesto de contrariedad aunque permitió la caricia.

 

Daniel Jarillo se había pasado toda la tarde anterior y lo que llevaban de mañana tratando de averiguar algo que les pusiese sobre la pista del «asesino de la Semana Negra», como ya se le conocía popularmente. Por los datos facilitados por el forense, lo único que tenían claro era la imposibilidad de un suicidio o de un homicidio involuntario; había sido un asesinato, le habían disparado tres veces a bocajarro, y sabían además de qué calibre eran las balas. Esto último había disminuido notablemente las posibles armas utilizadas, aunque aun así existían varias opciones. Se había hecho una nueva batida por la zona pero no habían logrado dar con ningún arma; el asesino parecía habérsela llevado consigo o, al menos, no haberse deshecho de ella en las inmediaciones del lugar donde se encontró el cuerpo, si bien podía perfectamente haberlo hecho en cualquier otra parte de la Semana Negra, que se extendía por varios kilómetros en paralelo a la playa del Arbeyal. Mientras repasaba el, por el momento, escueto expediente, irrumpió en la sala su compañero, con cara de pocos amigos.
—¿Algún avance?
El joven policía negó con la cabeza y volvió a sumergir la vista en los papeles que tenía sobre la mesa.
—Joder, vaya una mierda —protestó malhumorado Maxi Colina—. Primero lo de Moreda, ahora esto. ¿Qué coño está pasando aquí? Que estamos en Gijón, narices, no en Estados Unidos.
—Cabreándote no vas a conseguir nada —replicó sosegadamente Daniel, que más parecía el veterano que el novato en aquellos momentos—. ¿A ti qué tal te ha ido?
—Decir mal sería decir poco. El fulano este no tenía mujer, ni hijos, ni amigos... Prácticamente vivía para su puñetero trabajo; estaba forrado pero apenas lo conocía nadie, ¿te lo puedes creer? ¿Has visto todo el dinero que tenía en su cuenta corriente? Si yo tuviese ese dinero, no me veríais el pelo por aquí ni de coña.
«No me digas», pensó Daniel haciendo una mueca irónica casi imperceptible.
—Y encima era autónomo —siguió diciendo Maxi—. Forrado, siendo su propio jefe y pagándole apenas unas migajas de su dinero a sus escasos empleados. Joder, ese tío es mi puto ídolo.
—A mí no me convence del todo lo de acabar como él —objetó Daniel—. Ya sabes, por lo de que te metan tres tiros entre ceja y ceja y tal.
—Muy gracioso, chico. Has estado muy pero que muy gracioso.
«Tengo un buen maestro», ironizó mentalmente, sin atreverse a decirlo en voz alta. Lo que sí dijo fue:
—Creo que lo mejor sería ir a hablar con sus empleados.
—Está bien, iremos —concedió con escaso convencimiento—. Pero primero espera, que tengo que ir a cambiarle el agua al canario. —Y sonrió como si fuese el chiste más ocurrente jamás inventado.

 

—Cariño, pero si yo te entiendo... sólo que ahora no es el momento apropiado.
—Si lo sé, precisamente por eso, y sólo por eso, sigo ahí. Pero esto ya está pasando de castaño oscuro —lamentó David Braña—. ¿Sabes lo que nos ha pedido ahora ese mequetrefe?
Siempre que el primer teniente de alcalde hablaba de éste lo hacía en términos poco amables. Su mujer le hizo la pregunta de rigor.
—No, ¿qué os ha pedido?
—Que investiguemos al jefe de policía. Que busquemos por activa y por pasiva hasta que demos con algo, mejor dicho, con algo de mierda. Así tal cual nos lo dijo. —Su enfado se acrecentaba por momentos—. No con estas palabras, pero prácticamente. Quiere que lo averigüemos todo de él, si se va de putas, si es marica, si no paga a Hacienda... Empezó a decir chorradas así, tal cual te lo estoy contando, ¡y lo más triste de todo es que lo decía en serio!
—Bueno, pero si el hombre está limpio dará igual lo que busquéis... —Hubo una pequeña pausa, mientras ambos se miraban con la pregunta implícita en los ojos—. ¿Tienes miedo de que encontréis algo turbio?
—En realidad —titubeó él—, me da casi igual que no sea trigo limpio. No tengo ni idea de si lo es o no —matizó—, pero hace tiempo que dejé de creer en las autoridades. Y eso implica que tampoco creo en el Gobierno del que formo parte, de ahí mi frustración.
Su mujer, que se había quedado en el paro poco tiempo atrás, lo miró con empatía.
—Sé de sobra lo mal que lo estás pasando, pero ya sabes que mientras yo no encuentre algo... —él asintió—. Además, con Rubén y Nerea...
—Sí, sé que ahora mismo es inviable poder dimitir —al fin pronunció la palabra que tenía en el subconsciente desde que había comenzado la conversación—, pero de todos modos yo también voy a empezar a mirar por ahí otras opciones para cuando esto se termine.
—Tienes que esperar al menos hasta las elecciones, por si acaso —arguyó ella.
—Sí, descuida. De todas formas, tal y como están las cosas, veo muy complicado que haya mucha gente que pueda apoyarle, o lo que es lo mismo, apoyarnos. Yo mismo no tengo muy claro a quién voy a votar.
—No te preocupes, cielo, todo se arreglará.
—Ojalá tengas razón...

 

Carolina Cueto caminaba o, mejor dicho, se contoneaba en dirección a la comisaría. Vistoso rímel en las pestañas, labios pintados de rojo pasión, uñas a juego. En las orejas, unos pendientes de plata en forma de aro; en la muñeca derecha, una pulsera de una conocida y prestigiosa marca. Llevaba puesta una minúscula cazadora de un verde chillón, desabrochada convenientemente de forma que permitiese mostrar el descomunal escote de la pretendidamente informal camiseta amarilla de tirantes que llevaba debajo. Una minifalda negra, con bastante menos tela que la cazadora, facilitaba la visión de un increíble juego de piernas fantásticamente torneadas, con unos muslos de anchura perfecta que sin duda causarían estragos entre la población masculina. Completaban su atuendo unos zapatos de tacón que realzaban aún más su figura y un pequeño bolso de diseño. En definitiva, sensualidad femenina en estado puro. Ni a un kilómetro de distancia daría la impresión de que le gustase pasar desapercibida.
Cuando estaba a punto de llegar a la comisaría, desvió su mirada estratégicamente para comprobar que otro par de ojos, éstos masculinos, se cruzaban con los suyos en silencio, aunque lo hizo, eso sí, de forma totalmente inapreciable para un observador casual debido a su innata coquetería. Posteriormente, entró por la puerta de la comisaría y se acercó al mostrador, contoneándose aún más si cabe que en su caminata previa por la acera. Ni que decir tiene que tan sugerente aparición provocó inmediatamente que todas las miradas de los policías, propios y extraños allí presentes, que en esos momentos eran más bien pocos, se clavasen en ella.
—Señorita, ¿puedo atenderla en algo? —Cristóbal se precipitó literalmente desde detrás del mostrador hacia la mujer, mientras recibía un codazo de Pablo, por habérsele adelantado.
La chica se atusó lentamente su larga y morena cabellera, mordiéndose leve y provocativamente la punta de la lengua, como sin saber qué contestar ante tan extraña pregunta.
—La verdad es que sí —dijo al fin, mientras los dos polis seguían medio empujándose cual colegiales, disputándose el honor de atenderla—. Creo que tengo información relativa a un crimen y no sé muy bien qué debo hacer —dijo, mientras se revolvía ligeramente el pelo con el dedo índice de su mano derecha.
—Pase por aquí, por favor. —Se adelantó esta vez Pablo todo lo cortésmente que pudo, llevándosela al primer despacho libre. Cristóbal les acompañó y, después de que ambos policías le cediesen caballerosamente el paso, entraron tras ella y cerraron la puerta. El resto de policías de servicio tuvo que volver a sus obligaciones con cara de genuina decepción.
—Siéntese por favor —dijeron al unísono y más por educación que otra cosa, porque era lo primero que había hecho la chica al entrar al despacho. Cristóbal se sentó del otro lado y Pablo se tuvo que conformar con apoyarse de medio culo en el borde de la mesa. Ambos eran conscientes de que si en ese momento llegaba algún superior, al menos uno de los dos tendría que abandonar la habitación, o incluso ambos, en caso de que el superior decidiese tomar nota personalmente. La joven les miraba a través de unos ojos marrón oscuro abiertos como platos y esperaba atentamente a que le diesen pie para comenzar. Entre tanto, cruzó sensualmente una pierna sobre la otra, lo que, debido a su exigua minifalda, les permitía a los policías contemplar en toda su magnitud sus asombrosamente bellas piernas.
—Así que —tomó la voz cantante Cristóbal— está usted aquí porque tiene información sobre un crimen...
—Sí, eso creo —dijo inicialmente en un tono seductor, para continuar con un hilillo de voz—: Me parece que sé algo sobre un asesinato. —Y se echó hacia atrás el pelo de una forma que a ambos policías les pareció encantadora.
—Pues, díganos usted, señorita... —intervino Pablo, visiblemente resentido con su compañero por haber sido relegado a un segundo plano.
—Cueto, Carolina Cueto —contestó ella como sin darle importancia—. Pero llámenme Caro, por favor.
Ambos asintieron, compitiendo nuevamente, esta vez por ver quién sonreía más.
—Yo soy Cristóbal.
—Y yo Pablo.
—Mucho gusto —respondió como en un susurro—. Pues verán, veréis —dudó—, ¿os puedo tutear?
—Por supuesto.
—Cómo no.
En breve iban a necesitar un babero si aquello seguía así.
—Ufff, qué calor hace aquí, ¿no? —dijo mientras se quitaba con parsimonia la pequeña cazadora, dejando al descubierto la camiseta amarilla de tirantes con un escote tan pronunciado, y ocupado hasta el último milímetro, que facilitaba una visión que se antojaba celestial para cualquier hombre heterosexual. Seguramente si alguien buscaba por el diccionario la palabra «canalillo», aparecería una foto de aquella chica con aquella camiseta.
«Esto no nos puede estar pasando», pensaba Cristóbal. «Joder, no será uno de esos programas de cámara oculta, ¿no? Pero estamos en la comisaría, es imposible que nadie haya instalado cámaras aquí sin que nos hayamos dado cuenta, menudos somos nosotros... ¿Y si es una broma de éste? No, con la cara de alelado que pone, tiene que estar igual de flipado que yo con este cañón de tía. Madre mía, qué pedazo de monumento...».
Las reflexiones de Pablo debían ser parecidas... si fuese capaz de pensar algo al mismo tiempo que observaba a la muchacha de arriba abajo con lo que él creía que era una mirada disimulada. Cristóbal salió momentáneamente de su ensimismamiento y atinó a preguntar:
—¿Qué era lo que quería decirnos, señorita?
—Caro, por favor —repuso ella con una cálida sonrisa. Después se inclinó hacia delante en la silla y dijo con gran seriedad—: Creo que conozco un dato que puede ser interesante para resolver el crimen de Moreda.
—Mmm, pero la investigación sobre ese caso... —comenzó a decir Pablo, pero fue cortado abruptamente por su compañero. Y fue este último quien continuó la frase—: Me temo que ahora mismo nadie se encuentra trabajando en ese caso en concreto —mintió parcialmente—, pero seguro que es muy interesante lo que nos puede, digo puedes decir, así que te escuchamos.
Su colega sonrió internamente ante la hábil salida de Cristóbal.
—Pues resulta que creo conocer a una persona que estuvo hablando con Ricardo Castillo, el muerto —aclaró, aunque a los policías poco les importaba en ese momento si se trataba del finado o de su vecino de Cuenca— el día antes de su trágica muerte. Supongo que lo mejor —sugirió la chica con firmeza mas sin perder ni un ápice de su coquetería— será que toméis nota, ¿no?
—Sí, claro —contestaron al alimón, y Cristóbal buceó entre la maraña de papeles sobre la mesa y se hizo con un folio en blanco y un bolígrafo azul. La chica puso cara rara.
—¿No tenéis ningún tipo de informe con datos sobre ese caso? —preguntó extrañada.
—¿Un expediente? Sí, claro, guardamos archivos de todos los casos. —Esta vez fue Pablo el que se anticipó. Automáticamente comprendió que la chica debía decirlo por el hecho de apuntar en una hoja suelta en vez de en el expediente—. Cristóbal, vete a por el expediente del «crimen de Moreda». —El otro se fue farfullando entre dientes, manifiestamente insatisfecho por tener que abandonar el cuarto donde se encontraba la seducción hecha mujer. Pablo aprovechó, asimismo, para incorporarse y pasar a ocupar la silla tras la mesa.
—De todos modos —le confesó cuando su compañero se hubo marchado—, acostumbramos a tomar notas primero de forma informal, para luego pasar a... —se le fue el santo al cielo mientras la chica le hacía ojitos— ... a limpio el...
—¿Y siempre tomáis notas a mano?
—Bueno, tenemos todo por duplicado —se repuso él, no sin cierta dificultad—. Es decir, el procedimiento es... bueno, inicialmente tomamos los datos a mano, luego los pasamos al ordenador y conservamos una copia de ellos en formato impreso, bien sea con notas manuscritas... —otra vez aquella mirada y otra vez el santo al cielo— ... bien sea con... o sea, imprimiendo lo que hemos apuntado... o una mezcla de las dos cosas —consiguió concluir.
—Ya veo. Tiene que ser un trabajo bastante estresante —comentó Carolina con dulzura y se revolvió el pelo pícaramente—. Siempre tomando notas, pasándolas a limpio, comprobando que todos los datos sean correctos...
La frase se quedó a medias por la súbita irrupción de Cristóbal con el expediente en la mano, aunque posiblemente la chica no hubiese añadido nada más de todos modos. De la que entraba y cerraba la puerta del despacho le pareció ver a un joven vestido de pizzero entrar en la comisaría.
—Aquí está el expediente —sonrió a Carolina mientras le lanzaba una mirada asesina a Pablo, posiblemente por dos motivos: haberle mandado a por el expediente y haberle quitado la silla. Se quedó de pie en frente de la chica para pasar luego a apoyarse dubitativamente en la mesa en posición similar a la de su colega antes. Como para ganar algún punto extra, le tendió con gentileza el expediente a Carolina, sabedor de que era totalmente ilegal hacer eso.
—Échale un vistazo si quieres.
La chica cogió el expediente con delicadeza y lo hojeó muy por alto. Apenas había cuatro páginas, de las cuales gran parte eran pura burocracia y la última hoja sólo estaba escrita hasta la mitad. Se lo tendió de vuelta acto seguido, aparentemente poco interesada en él. Él lo posó sobre la mesa distraídamente.
—Muy bien, pues vais a tener que añadir alguna cosilla ahí. —Nueva sonrisa maliciosa.
Pablo había vuelto a perder el habla, así que Cristóbal siguió llevando el peso de aquella atípica entrevista.
—Como supongo ya te habrá contado mi compañero —omitió deliberadamente su nombre, en un vano intento por hacerle de menos; el otro, al no llevar ya la voz cantante, volvía a estar embobado con el cuerpo de la chica, así que ni siquiera se dio cuenta—, primero tomamos notas manuales de lo que nos cuentan los testigos, antes de incorporarlos al expediente.
—Sí, eso me ha dicho.
En el pasillo se oían voces, ligeramente acaloradas, pero no se alcanzaba a distinguir quiénes eran los interlocutores ni de qué discutían.
—Bien, pues creo que ahora ibas a decirnos el nombre de alguien...
—Sí —asintió ella con algo de indecisión—. El nombre del hombre al que vi con el fallecido... Vaya, disculpadme. —Dejó la frase a medias pues había empezado a sonarle el móvil. Éste se encontraba dentro de su reducido bolso, y éste a su vez colgado de la silla en la que se encontraba sentada. Descruzó las piernas con sumo cuidado para no enseñar su ropa interior y se giró para descolgar el bolso. Lo abrió y buscó en él el móvil. No tardó demasiado en encontrarlo debido a la pequeñez del bolso.
En el pasillo el ruido se había incrementado. Parecía distinguirse ahora la voz del pizzero al que había atisbado antes Cristóbal discutiendo con el improvisado agente del mostrador, que había ocupado ese puesto dada la ausencia de los otros dos agentes, atareados en flirtear con la chica. Mientras, la chica respondía con monosílabos y algo de cháchara intrascendente. «Sí. Sí, en efecto. Sí, en la comisaría, me están atendiendo justo en estos momentos. Claro, el segundo, sí, segundo, eso es. Sí, luego te llamo; claaaro, mamá. Ya sabes que puedes venir a verme cuando quieras. Venga, un besito. Chao». El eventual agente del mostrador picó en la puerta del despacho, acompañado por un veinteañero con un polo blanco de cuellos verdes y una gorra también verde, luciendo en ambas prendas el logo de una conocida pizzería. En la mano portaba un par de cajas de pizza de tamaño familiar e insistía en saber quién le iba a abonar aquello. Cristóbal fue en esta ocasión más rápido y echó literalmente del despacho al otro agente y al pizzero, obligando a Pablo a acompañarles para aclarar el asunto, y quedando de este modo felizmente a solas con la muchacha.
—Lamento la interrupción —se disculpó cortésmente Cristóbal, esforzándose en mirar a los ojos a la chica, que en algún momento había vuelto a entrecruzar sus formidables piernas—. Bien, ¿por dónde íbamos? Mmm, sí, creo que ibas a contarme con quién mantuvo una conversación la víspera de su muerte el fiam... el cadáver de Moreda —se autocorrigió.
—Lo cierto es que... —titubeó ella—. Supongo que no es muy ortodoxo pero me sentiría más cómoda si pudiese ir al servicio antes —dijo al fin.
—Sí, claro, acompáñame. —Se levantó y se apuró para abrirle la puerta a la chica. Después le hizo seguirlo a través del pasillo, al fondo del cual, girando a mano derecha se encontraban los aseos.
Pablo y el otro policía parecían haber logrado hacer entrar en razón al pizzero, o éste a ellos. El caso es que ahora hablaban pacíficamente, sin voces ni estridencias.
Mientras tanto, alguien entró inadvertidamente en la comisaría y se coló furtivamente en el despacho, cuya puerta había quedado entornada, sacando rápidamente un objeto oscuro de un bolsillo. Cristóbal dudó entre si esperar a la chica a la puerta de los servicios, o si volver al despacho. Finalmente tomó la primera resolución, lo que resultó decisivo para el extraño, que pudo salir del despacho sin ser interrumpido en sus misteriosos quehaceres. De la que se dirigía a la puerta de salida de la comisaría fue interceptado por Pablo, mientras el otro policía le abonaba al pizzero el importe de las pizzas que había traído sin que nadie las hubiese solicitado.
—Un momento, ¿quién es usted? ¿Y de dónde ha salido?
El hombre, de estatura media y cabello castaño claro, vestía un mono azul algo mugriento e iba sin afeitar y con cierto desaliño. De su mano derecha colgaba la típica caja de herramientas de color gris.
—Hola, buenas. No les había visto, agentes —se disculpó con voz ronca—. Soy el electricista.
—Joder, vaya día —murmuró Pablo—. Que yo sepa, nadie ha solicitado un electricista. ¿Estoy en lo cierto, Borja? —Éste asintió. El pizzero, que ya estaba encarando la salida, se giró para meter baza—. No me digas más —se dirigió directamente al hombre del mono—, te han llamado y ahora dicen que no te necesitan. —Antes de que el aludido pudiese responder, agregó—: A mí me han tenido casi diez minutos para pagarme dos puñeteras pizzas.
—A ver, espere un momento. —Se acercó al despacho y comprobó con asombro que no estaban ni su colega, lo cual le traía al fresco, ni la hermosa muchacha, lo cual le importaba bastante más. Esperaba que no se hubiese ido sin despedirse y, sobre todo, sin facilitarles su número de teléfono por si tenían que ponerse en contacto con ella para... bueno, para lo que fuese oportuno—. ¿Dónde narices...?
Carolina hizo su triunfal reaparición desde la lejanía del pasillo. «Sin duda habrá ido al aseo», pensó el desorientado policía, mientras la veía caminar escoltada, casi literalmente, por Cristóbal, de vuelta hacia el despacho. Antes de entrar, Pablo, que tenía al electricista arrimado al hombro, preguntó:
—¿Tú has llamado al electricista?
Los ojos en blanco fueron una respuesta suficientemente explícita.
—¿Y no sabes si Maxi, Daniel o algún otro...?
—No me suena de nada.
—En fin, lo siento, disculpe, pero al parecer ha sido una equivocación.
—Joder —gruñó—, ¿y ahora quién me paga el desplazamiento?
—Sentimos las molestias, pero no podemos pagarle nada. Ahora por favor, si es tan amable de marcharse...
El electricista, en solitario en su protesta, pues el pizzero había abandonado definitivamente la comisaría momentos antes, marchó rezongando. «Antes la policía tenía palabra, ahora ya no te puedes fiar de nadie; joder, venir hasta aquí para nada. Luego el jefe dirá que estoy todo el día de paseo, menuda mierda de trabajo, y encima me echan de aquí como si estuviese apestado...». Ambos policías rehusaron contestarle nada al operario y dejaron que éste se llevase su arenga fuera de la oficina.
—Señori... esto, Caro, por favor. —Le abrieron atentamente la puerta del despacho y volvieron a entrar, colocándose los tres como al principio. Esta vez la chica sí les dio, entre miradas y gestos provocativos, por descontado, la información que les había prometido: el nombre del hombre con el que presuntamente se había reunido el cadáver del parque de Moreda la víspera de su violento fallecimiento. No sirvió de mucho, no obstante, pues ninguno de ellos se molestó en pasarlo a limpio en el expediente de un caso que, por lo que a ellos concernía, estaba cerrado y más que cerrado.
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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