XLVI Algo pasa con Yayo

 

 

«Reírse de todo es propio de tontos, pero no reírse de nada lo es de estúpidos»
Erasmo de Rotterdam

 

<JSteinbeck> hola, antes d q lo preguntes, sí, lo he visto
<Madrastra94> eh? d ke hablas? kien eres?
<JSteinbeck> disculpa, creo q me he equivocado
<Madrastra94> ah, ok

 

<Campanilla10> tenemos probls
<JSteinbeck> dímelo a mí
<JSteinbeck> acabo de confundirme y hablar con otra persona en el chat
<Campanilla10> no tengo tiempo para tonterías
<JSteinbeck> no me digas, yo tp!
<Campanilla10> q demonios está pasando? cómo q reabren el caso?
<JSteinbeck> antes d q t eches a mi yugular, te diré q para mí tb fue una sorpresa
<Campanilla10> pues algo deberías saber, no crees?
<JSteinbeck> no tengo NPI d lo d las nuevas pistas, si a eso t refieres
<Campanilla10> pues estamos buenos
<JSteinbeck> ha salido en todos los medios, lo ha tenido que filtrar la propia poli
<Campanilla10> habíamos quedado en no decir esa palabra
<JSteinbeck> d acuerdo
<JSteinbeck> d todos modos, esto era lo normal y no lo otro

 

<Campanilla10> crees que volverán con los interrogatorios?
<JSteinbeck> imagino q sí
<Campanilla10> ya sabes lo q tienes y lo q no tienes que decir
<JSteinbeck> claro q lo sé, lo sabes tú?
<Campanilla10> ja ja, q gracia
<JSteinbeck> q hay d lo otro? la investigación paralela?
<Campanilla10> está controlada, lo van a dejar estar
<JSteinbeck> lo sabes o sólo lo esperas?
<Campanilla10> lo sé
<JSteinbeck> seguro?
<Campanilla10> casi seguro
<JSteinbeck> joder...
<Campanilla10> oye, ya sabíamos q podía haber probls
<JSteinbeck> sí

 

<JSteinbeck> vale, está bien, todo sigue como lo previsto entonces
<JSteinbeck> es imposible q sepan algo d verdad, será un órdago d los d uniforme
<Campanilla10> + nos vale

 

JSteinbeck ha cerrado la conexión.
Campanilla10 ha cerrado la conexión.

 

Lorenzo había devuelto ya la llamada a Carolina, con quien convino quedar para tomar algo cuando estuviese algo menos liado con el caso. La llamada de su amiga le hizo recordar a su otra amiga, Ana, a la que también llamó.
—Hola, Loren.
—Hola. ¿Puedes hablar o estás currando?
—Puedo. En breve voy a comer de hecho. Dime.
—Era sólo por saber qué tal estabais tú y tu madre.
—Mejor. Ayer me quedé a dormir con ella. Aún no se le ha quitado del todo el susto, pero cuando me despedí de ella por la mañana parecía bastante animada.
—Genial.
—Imagino que es muy pronto para que hayas podido averiguar algo...
—Sí. Todavía no os puedo decir nada; me he reunido antes con Isabel. Le he contado lo de la amenaza y le he pedido que no hable con tu madre por el momento, por si acaso.
—Vale. He escuchado en la radio, de la que venía al museo, que han reabierto el caso.
—Sí. Es complicado de entender, porque Isabel me ha dicho que la policía no ha hablado con ella.
—Qué raro... ¿Crees que tendrá algo que ver con la amenaza?
—No sé qué decirte, sinceramente... No lo creo. Ya te llamo cuando sepa algo. Estad tranquilas las dos.
—Lo intentaremos.

 

Alejandro había sido el que había corrido la peor suerte en el reparto de tareas. A esas horas, se encontraba camino de la casa de la presunta testigo ocular, Luisa Marqués-Bayón, para volver a tomarle declaración. Por su parte, Maxi y Daniel habían telefoneado a las otras tres mujeres. Diana Zamora se encontraba en Madrid, pero la habían convencido para que se desplazase a Gijón esa misma tarde-noche o, a lo sumo, al día siguiente para poder tener una entrevista cara a cara. Con Isabel Sampedro aún no habían conseguido contactar, mientras que con Patricia Cornejo habían concertado una entrevista que empezaría en breves minutos, en cuanto ésta se presentase en comisaría. Ella había insistido en que prefería acudir allí a ser abordada en su trabajo, dada la naturaleza de su relación con el finado. A Daniel le había escamado un poco, pero Maxi había dado el visto bueno. En lo que sí coincidían ambos era en lo raro que resultaba que afirmase haber sido interrogada por teléfono días atrás. No constaba que nadie de la policía hubiese efectuado aquella llamada.
Mientras la esperaban, los agentes repasaron los datos que habían obtenido hasta el momento. Patricia Cornejo tenía treinta y siete años, era licenciada en Económicas y ejercía un puesto de responsabilidad en la sucursal gijonesa de EAFI Consulting, una importante consultoría a nivel nacional. Soltera y sin hijos. Por teléfono se había mostrado colaboradora aunque algo fría, y había admitido conocer íntimamente a Ricardo Castillo, de ahí que prefiriese mantener la conversación con los agentes en la comisaría.
Patricia entró por la puerta con paso firme y decidido. Se acercó al mostrador donde le indicaron que esperase unos instantes. Acto seguido, Maxi y Daniel salieron a su encuentro para descubrir a una mujer rubia, de larga melena, vestida de ejecutiva. Toda ella rezumaba cierto refinamiento. Su mirada era cortés pero con un deje de fiereza que despertó en Maxi una cierta lascivia. A Daniel, sin embargo, le parecía algo mayor para él.
—Señora Cornejo —se adelantó el más joven.
—Señorita.
—Señorita Cornejo, pase por aquí por favor.
La mujer los acompañó a la sala de reuniones. Se sentó en la cabecera de la mesa, con los policías uno a cada lado.
—Como le adelantamos por teléfono —comenzó Daniel—, queríamos hacerle unas preguntas relacionadas con la muerte de Ricardo Castillo.
—Adelante. A eso he venido.
—Antes de nada, estaría bien que nos aclarase qué es eso de que ya ha hablado con nosotros —Maxi iba a jugar el rol de poli malo, como siempre. Tanto él como Daniel se sentían más cómodos así—. No nos consta que nadie se haya puesto en contacto con usted.
—Sí, recibí una llamada... no sabría decirles qué día concreto... hará una semana por lo menos.
—¿Se identificó el agente? —intervino Daniel.
—Sí. Me acuerdo perfectamente de que me dijo su nombre y su número de placa. Juan Antonio Bernal. El número de placa, como comprenderán, no puedo recordarlo.
Ni una sonrisa ni una concesión. Frases rápidas, respuestas claras y mirada dura y desafiante. Aquella mujer no se lo iba a poner fácil.
—No tenemos ningún agente que se llame así —replicó Maxi, jugando a su mismo juego, la mirada severa, el rostro serio.
—Es todo cuanto sé.
—Bueno, dejemos eso para otro momento —terció Daniel en su papel de poli bueno—. Se habrá enterado, seguramente, de que hemos reabierto el caso de Moreda.
—Pensaba que era obvio, ¿si no para qué me han llamado?
—Me refería —siguió el policía, sin hacer caso a la pulla—, a si lo había visto u oído en la prensa antes de nuestra llamada.
—Sí, estaba enterada.
—Según hemos visto en el teléfono de la víc... de Ricardo, usted lo llamó en repetidas ocasiones la noche de su muerte.
—Es correcto.
—¿Se trataba de una llamada de trabajo?
—No.
—¿De ocio tal vez?
—Ya le dije por teléfono que Ricardo y yo manteníamos una relación.
—¿Sabía usted que era un hombre casado?
—En efecto.
Maxi estaba dejando hacer a Daniel, si bien éste de momento no lograba traspasar la coraza de impasibilidad de la mujer.
—¿Podría ser un poco más precisa en cuanto a qué tipo de relación mantenían?
Patricia suspiró. Bajo aquella coraza se atisbaba incomodidad.
—¿Quiere detalles?
—Podemos hacer esto por las buenas o por las malas —conminó Maxi.
Un nuevo suspiro, tras el cual comenzó a decir:
—Había quedado con él. Aquella noche, de hecho aquella tarde. Se supone que iba a venir a recogerme a la salida del trabajo, iríamos a cenar... ¿quieren que les haga un dibujo o se hacen una idea?
Maxi estuvo a punto de contestarle una burrada, pero decidió morderse la lengua por una vez, para beneplácito de Daniel, que seguía creyendo que era mejor tratar de sacarle la información por las buenas.
—Entenderá que, cuando se produce una muerte violenta, nosotros, la policía, tenemos que encargarnos de investigar los hechos desde todos los ángulos.
—Lo entiendo.
—Y el hecho de que usted fuese la última, o una de las últimas, en hablar o tratar de hablar con la víctima no le deja en muy buen lugar.
—¿Una de las últimas?
—Investigamos diferentes supuestos. Señorita Cornejo, necesitamos que sea sincera y no se ande por las ramas. ¿Dónde estuvo usted aquella noche?
—No lo vi ese día, si eso les sirve de algo.
—¿Con quién estuvo?
—Hasta las siete, en el trabajo. Un montón de gente puede corroborarlo.
—¿Y después?
—Me temo que sola. Ya les he dicho que mi intención era haberme visto con Ricardo y pasar con él la noche. No tenía un plan B.
—¿Es consciente de la importancia que tiene el no tener coartada para esa noche?
—¿Quieren ponerme las esposas?
Maxi no pudo aguantarse más.
—Mire, mi compañero es joven, amable y educado, y lo hace todo con mucho tacto y delicadeza. Yo soy feo, viejo y antipático, y me pasa como a Luis Aragonés: «tengo el culo pelado». No me gusta que nadie venga a la comisaría a tomarme el pelo, ni a mí ni a mis compañeros, así que déjese de soplapolleces y díganos de una puñetera vez: ¿dónde pasó esa noche, por qué no se reunió con él, desde cuándo eran amantes? O eso, o nos presentamos en su maravilloso trabajo, donde es usted tan respetada, con una orden judicial y le hacemos el interrogatorio allí, con cámaras de televisión grabando para que todo el mundo se entere de con quién fornicaba el señor Castillo, al margen de con su querida esposa.
—No me gusta nada su tono.
—Ni a mí su cara de asco. Venga, que no tenemos todo el día.
—¡Tengo unos derechos!
—Por favor, tengamos la fiesta en paz —terció Daniel—. Necesitamos, señorita Cornejo, que nos conteste a las preguntas que le ha hecho mi compañero. Disculpe su tono, pero tiene que respondernos. Lo de la orden judicial va en serio. Lo de las cámaras...
Estuvo tentado de decir que también, si por Maxi fuese.
—Les repito que no hice nada, no fui a ningún sitio ni me vi con nadie. Estuve esperándole un buen rato, lo llamé y no me contestó a ninguna llamada. De hecho, de noche ni siquiera daba cobertura, y él solía tener siempre el móvil encendido. Me extrañé y llamé a Isabel a la mañana siguiente.
Conque se conocían. Daniel anotó ese detalle.
—¿Habló con Isabel?
—Sí. Un minuto nada más. Le pregunté si sabía dónde estaba Ricardo.
—¿Y lo sabía?
—Si lo sabía, no quiso decírmelo.
Acusación velada. La cosa se ponía interesante.
—¿Habló algo más con ella?
—No. Nuestra relación no es muy... fluida, como ustedes podrán entender.
—Me hago cargo.
—¿Puedo irme?
—Sólo una cosa más... ¿Conoce a alguien que pudiera tener motivos para matarlo?
—No se me ocurre. ¿Entonces descartan por completo que se haya suicidado?
—Las pruebas así nos lo indican. —Daniel no entró en explicaciones—. Puede irse, pero es más que posible que tengamos que volver a hablar con usted en algún momento.
—Entendido. Buenas tardes.
—La acompañaríamos a la puerta, pero me parece que ya sabe el camino —expresó Maxi con toda la mala baba que pudo, al tiempo que le hacía un gesto a Daniel para impedir que la acompañase.
No había pasado un minuto cuando apareció Alejandro. Se reunió de inmediato con ellos y les contó lo que había sacado en limpio de su charla con Luisa.
—Es decir, que vio de lejos a un hombre pero no le vio la cara ni podría señalarlo en una rueda de reconocimiento.
—Eso me temo.
—Así que realmente no tenemos nada —concluyó Maxi.
—Algo sí tenemos —le contradijo Daniel—: sabemos que un tío blanco de entre veintipico y cuarenta años estuvo por allí antes de que el cuerpo fuese oficialmente descubierto por el guaje y su abuelo. Podría ser, o bien el asesino, o bien un cómplice, o bien un mero testigo.
—Un tío blanco de entre veintipico y cuarenta... podríais ser tú o Alejandro sin ir más lejos.
—Vale, no es mucho.
—La señora no sabía más —se excusó Alejandro—. Además, no veáis lo rollista que era, me costó Dios y ayuda marcharme de su casa.
—Así que triunfaste —dijo Maxi, guiñándole un ojo—. Puedes llamarla e invitarla a salir...
—Sí, como no sea para jugar al dominó... ¡Podría ser mi madre!
Daniel también participó en la broma:
—El amor no tiene edad.
—En fin, ¿y ahora qué hacemos?
—Habrá que volver a llamar a la viuda, ¿no os parece, chicos?

 

—Y además los plazos no son demasiado cortos, así que supongo que me dará tiempo. —Sara había terminado de explicarle a Lorenzo la reunión con los de la editorial—. ¿Tú qué tal con la viuda?
—Ufff, no lo sé. Me ha confesado algo que no debería decirle a nadie.
Los ojos verdes de la chica se abrieron interrogativamente.
—¿Ni a mí siquiera?
—A ti sí, pero es un bombazo. Me confesó que llegó a fantasear con cargarse a su marido.
—¿En serio?
—Sí, aunque también se apresuró a decir que no sería capaz de llevar sus fantasías a la práctica. Me dijo que tenía otras ideas también, igualmente censurables.
—¿Qué ideas?
—Estafarle mediante pólizas de seguros para ir quedándose con parte de su dinero. O contratar a alguien para que le diese una paliza, con el pretexto de robarle.
—¿Cómo es que te confesó todo eso?
—Supongo que quería ver mi reacción, por si la llamaban de la poli para interrogarla de nuevo, y decidir si decírselo a ellos también o no. Me pidió consejo.
—¿Y qué le aconsejaste?
—En principio es mi cliente... Le dije lo lógico: que no les dijese ni mu de todo esto. Se metería en un lío tremendo si es inocente.
Si es inocente.
—La sigo teniendo como potencial sospechosa. Mira, anoche Miguel y yo confeccionamos una tabla muy chula con posibles asesinos, móviles y oportunidades.
Antes de que pudiese ir a buscarla, sonó el teléfono fijo. Un número de muchas cifras.
—Yo lo cojo. Igual es Isabel desde fuera de casa. O Miguel o Ana desde el trabajo.
—Buenas tardes, ¿está el titular de la línea?
—¿De parte de quién?
—Mi nombre es Winston —dijo una voz sudamericana— y le llamo de la compañía Vomistar.
—Un segundo, ahora se lo paso. —Apartó el teléfono y le dijo por lo bajo a Sara: «Vomistar». Conectó el altavoz para que ésta pudiese oír la conversación. Luego puso la voz más grave para decir—: ¿Dígame?
—Buenas tardes, le habla Winston, de la compañía Vomistar.
Lorenzo siguió poniendo la voz todo lo grave que podía, mientras Sara aguantaba la risa:
—¿Quién dice que es?
—Me llamo Winston, le llamo de la compañía Vomistar. Le llamábamos para ofrecerle nuestro nuevo servicio de telefonía e Internet.
—Disculpe, ¿me podría repetir?
—Sí, mire, le decía que le llamo de la compañía Vomistar, para ofrecerle nuestro servicio de telefonía e Internet. ¿Me puede decir su nombre para referirme a usted?
—Benito —una brevísima pausa— Camela. —Sara contenía la risa a duras penas.
El teleoperador siguió, ajeno al cachondeo reinante en casa del detective.
—Benito.
—Camela.
—Sí, de acuerdo, Benito. Mire, Benito, ¿tiene usted Internet?
—Sí.
—Queríamos saber qué tipo de conexión tiene usted.
—¿Cómo que qué tipo de conexión?
—Sí, Benito, verá: usted tendrá contratada una conexión a Internet por un cantidad de megas.
—¿Megas?
—Sí, ¿de cuántos megas es su conexión, Benito?
Pera, pera, que yo estes coses no les manejo muy bien. Voy a llamar al mi fíu, que ye el que ta al tanto de estes modernidaes. Un momentín, ¿eh?
Sara lloraba de risa. El propio Lorenzo no pudo reprimir una carcajada tapando el auricular y luego volvió a ponerse al teléfono.
—No se retire por favor.
Contó mentalmente hasta diez. Después puso un tono mucho más agudo del natural:
—¿Sí?
—Hola, ¿con quién hablo?
Diz mi padre que llamáis pa algo de Internet, ¿no?
—Sí, como le decía a su padre, le llamamos de Vomistar para ofrecerle una mejora en su conexión de Internet. ¿Con quién estoy hablando?
Conmigo, ho. Que el mi padre no se entera un pijo de esto.
—¿Pero cómo se llama para poder referirme a usted?
Sin tapar el auricular:
Papa, diz el paisa esti que cómo me llamo. ¿Dígoselo? Vale. Mira, guapín, llámome Pelayo, pero tol mundo llámame Yayo.
—¿Disculpe, cómo ha dicho?
Esti no se entera de una... Que toy diciéndote que llámome Pelayo, pero tú pues llamáme Yayo, gallu.
—De acuerdo, señor Yayogallu. —Sara estaba tirada encima del sofá, llorando a lágrima viva. Lorenzo hizo esfuerzos ímprobos para no soltar una carcajada por el teléfono—. ¿Cuántos megas tiene en su conexión?
¿En cuál conexión ho? ¿En la del móvil o la del ordenador?
—En el ordenador, Yayogallu. Aunque también puedo ofrecerle una oferta de celulares si lo desea.
No home no, deja, nun fai falta.
—¿De cuántos megas es su conexión entonces?
Pufff, qué sé yo. Yo na más que lo uso pal porno y pa los trabajos del insti. El que paga esto ye mi padre, ¿quies que te lo ponga otra vez?
—Esto... creo que no me está entendiendo, señor.
Paezme a mí que el que nun entiendes nada yes tú, foriatón. Pera un segundín, que te lo vuelvo a pasar.
—No, pero Yayogallu, si yo creo que...
Lorenzo hizo un gesto con la mano que tenía libre para que Sara le siguiese. Anduvieron por el pasillo y entraron en el cuarto de baño.
Escucha, castrón, que aquí tengo alguien que quier decite algo.
Y acercó el teléfono al inodoro al tiempo que tiraba de la cisterna.
¿Sigues ahí, campeón? —dijo muerto de risa—. Vaya ho, colgóme, ¿pues creelo?
Lorenzo y Sara estallaron en carcajadas.

 

Sonó el móvil. En la pantalla ponía «Isabel».
—Hola.
—Hola, Lorenzo. Te llamaba para decirte que me ha llamado la policía. Voy camino de la comisaría.
—¿De la comisaría?
—Querían hablar conmigo, se ofrecieron a venir a mi casa. Pensé que sería mejor si yo me presentaba allí en vez de que ellos viniesen aquí. Por Margarita, la amenaza, ya sabes.
La amenaza. Por unos instantes lo había olvidado.
—Sí, muy buena idea.
—¿Quieres que te llame después de hablar con ellos?
—Sí, claro, por favor.
—¿Por el móvil o por el fijo?
—Mmmm, mejor mándeme un mensaje. Algo del tipo «Ya está, cuando quieras» o algo así. Ya la llamaré yo poco después. Aunque no reconozca el número, descuelgue igual.
—De acuerdo. Te dejo, que estoy llegando. Hasta luego.
—Hasta luego.

 

Era la primera vez que Isabel Sampedro estaba en la comisaría. Se sentía ligeramente intimidada, aunque intentaba no traslucirlo. Se hallaba en la misma sala de reuniones que apenas una hora antes había ocupado su odiada Patricia Cornejo. Maxi y Daniel se habían sentado a ambos lados de la viuda, igual que en el caso anterior.
—Lo primero de todo, gracias por haber venido hasta aquí. En realidad no era necesario —expresó cortésmente Daniel—. Queríamos hablar con usted sobre el fallecimiento de su marido. Sólo será un momento.
—Quisiera...
—¿Sí?
—Quisiera preguntarles antes, si no es mucha molestia, por qué me he enterado por la prensa de que reabrían el caso de Ricardo y no por ustedes.
—Le ruego que nos disculpe. Ha sido un fallo nuestro. De alguna manera, se filtró la información a la prensa antes de que pudiésemos ponernos en contacto con usted. Lamentamos profundamente no haberla avisado antes.
El «chico» mentía muy bien, pensó Maxi, quien por el momento guardaba silencio.
—Hubiese sido un detalle, la verdad.
—Si la hemos llamado ahora —comenzó el interrogatorio de verdad—, es porque hemos encontrado algunas discrepancias que nos hacen tener serias dudas de que su marido se suicidase.
—Contaba con ello.
—¿Sí? —preguntó maliciosamente Maxi.
—Ya les dije desde el primer momento a los agentes que me comunicaron la noticia que mi marido nunca se hubiese suicidado.
—¿Por algún motivo en especial? —retomó las riendas Daniel.
—Amaba la vida, tenía dinero, se... divertía mucho...
—¿Con usted?
—Tenía una amiguita. Una al menos, que yo sepa.
—¿Conoce usted a Patricia Cornejo?
—Sí.
—Hemos estado hablando con ella hace algo más de una hora. Aquí mismo.
Isabel sintió cierta repugnancia pero no dijo nada.
—Nos ha dicho que habló con usted el día que su marido apareció...
—... muerto. Puede decirlo. Sí, efectivamente. Me llamó por teléfono.
—¿Para qué la llamó?
—Para preguntarme dónde estaba Ricardo.
—¿Y usted qué le dijo?
—La verdad: que pensaba que estaba con ella, como era habitual los fines de semana.
—¿Nada más?
—¿Le parece poco?
—Entenderá que tenemos que preguntarle esto... ¿Qué hizo usted la noche y madrugada del 9 al 10 de julio?
—Estuve en casa. Bebiendo.
Aquella declaración no cayó en saco roto. Maxi entró al trapo:
—¿Es usted aficionada a la bebida, señora Sampedro?
—Si lo que pregunta es si me suelo emborrachar, la respuesta es no. Si pregunta si tomo alguna copa de vez en cuando, evidentemente sí.
Maxi hizo un gesto a Daniel para que le dejase seguir a él.
—¿Y, evidentemente, aquella mañana no estaba borracha cuando la llamó la amante de su marido?
—No lo estaba, ni aquella mañana ni nunca.
—¿Qué le dijo ella exactamente?
—Me preguntó por Ricardo, ya se lo he dicho. Ella pensaba que estaba conmigo, yo pensaba que estaba con ella.
—Y al poco rato él aparece muerto. Casualmente.
—¿Piensa que me puse de acuerdo con esa zo... con esa mujer para matarle? ¿Es eso lo que insinúa, agente?
—Es una posibilidad.
—¡Ni en sueños! —no pudo contenerse—. Si la muerta fuese ella, quizá podrían tener algo con qué empezar. Pero yo no mataría a mi marido, por muy golfo e hijo de puta que fuese. Pueden investigarme todo cuanto quieran, estoy limpia.
—Si usted lo dice...
—Verá, señora Sampedro —volvió a intervenir Daniel. Maxi miraba al infinito con hastío—, aunque no nos lo ha preguntado, se lo voy a contar igualmente: su marido no murió al caer del puente. Fue previamente envenenado.
—¿Envenenado? —dijo intentando parecer sorprendida.
—Sí, lo envenenaron y, una vez muerto, lo arrojaron desde el puente.
—Bien. Encuentren al que lo hizo.
—Eso estamos intentando.
—¿Les puedo ayudar en algo más?
—¿Sabe quién podría quererle muerto?
—¿Le han preguntado también esto a ella?
—Le hemos hecho las preguntas necesarias, igual que a usted, e igual que al resto de personas a las que interroguemos en relación con este caso. ¿Se le ocurre quién podría querer matarle?
—¿Aparte de ella? Ni idea. Quizá alguien del trabajo, hacía acuerdos con muchas empresas que no siempre salían bien.
Estaba dando palos de ciego y lo sabía. Pero quizá los policías no.
—De acuerdo. Eso es todo por ahora.
—¿Me puedo ir?
—Así es. La acompaño hasta la puerta.
—No será necesario.
Maxi y Daniel se quedaron en la sala de reuniones. Isabel se equivocó de pasillo, pero fue redirigida correctamente por un agente y logró encontrar la salida.
—¿Qué te parece? ¿Más o menos sospechosa que Patricia? —preguntó Daniel.
—La otra tenía mejor polvo —expresó con rudeza Maxi.
—Hablo en serio.
—Y yo. —Daniel puso cara de reproche—. Está bien, está bien. Creo que ambas ocultan algo. Me choca especialmente que hayan hablado esa mañana y que las dos digan que no sabían dónde estaba.
—¿Crees que han podido colaborar?
—No lo creo. Parece odiarla de verdad. Y no creo tampoco que a la otra le guste ésta.
—Cosas más raras se han visto...
—¿Tú qué opinas?
—Que necesitaremos un golpe de suerte para sacar algo en claro en este caso. ¿Les ponemos vigilancia o algo?
—No. No podemos perder a varios agentes persiguiendo a dos mujeres despechadas por toda la ciudad sin tener ningún dato que lo respalde. Nos podrían denunciar y el jefe nos cantaría las cuarenta.
—Ya... ¿Nos ponemos con lo de la Semana Negra?
—Qué remedio...
Lorenzo Blanco y los crí­menes inoportunos
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