LA TORRE3

I

OH, corazón, turbado corazón,

¿qué haré con este absurdo, esta caricaturesca

y decrépita edad prendida a mí

como una cola de perro?

Jamás tuve

tanta excitada, apasionada y fantástica

imaginación, ni oído y vista

que tan ansiosos esperaran lo imposible.

No, ni siquiera de niño

cuando con caña y cebo,

o con el más rastrero gusano,

ascendía la cuesta del Ben Bulben

teniendo todo el insoportable día de estío

para retozar. Creo

que deberé mandar de paseo a la Musa

y elegir a Platón y a Plotino como amigos

hasta que la imaginación, el oído y el ojo,

estén de acuerdo con los argumentos

y traten de cosas abstractas;

o ser ridiculizado por una especie

de abollada tetera en los talones.

II

Avanzo por las almenas y atalayo

los cimientos de una casa o donde el árbol,

como un dedo tiznado, nace de la tierra;

empujo la imaginación

bajo el declinante resplandor del día

y apelo a imágenes y recuerdos

de ruinas o de añosos árboles,

pues que existe un misterio en todos ellos.

Más allá del cerro vivió la señora French,

y una vez que cada bujía de plata o candelabro

encendía la obscura caoba y el vino,

un lacayo que podía adivinar

el deseo de tan respetable señora,

corrió y con las tijeras del jardín

cortó las insolentes orejas a un labriego

y las trajo en una pequeña bandeja tapada.

Algunos recordarán, cuando aún yo era joven,

a una muchacha campesina loada por una canción,

que vivía en alguna parte del pétreo paraje,

y que alabaron el color de su rostro

y tuvieron inmenso júbilo en alabarla,

recordando que, si ella paseaba por allí,

los labradores la rodeaban en la feria

¡tanta gloria le había conferido esa canción!

Y ciertos hombres, enloquecidos por los versos,

o por brindar repetidas veces en su honor,

se levantaron de la mesa y acordaron

probar tal fantasía con sus propios ojos;

mas confundieron el resplandor de la luna

con la prosaica luz del día

—la música había extraviado su ingenio—

y alguien se ahogó en la inmensa ciénaga de Cloone.

Extraño, mas quien compuso la canción era ciego;

y, sin embargo, una vez meditado, encuentro

que nada es extraño; la tragedia comenzó

con Homero, que era ciego, y con Helena,

quien traicionó a todos los palpitantes corazones.

Ojalá pudieran la luna y la luz del sol

simular un destello inextricable,

porque, si triunfo, deberé enloquecer a los hombres.

Y yo mismo inventé a Hanrahan

y lo conduje por el alba, sobrio o embriagado,

desde algún lugar en las cabañas vecinas.

Atrapado por las truhanerías de un viejo,

tropezó, cayó, anduvo a tientas de un lado para otro,

y para pagar sólo tenía rodillas rotas

y horrible esplendor de deseo;

todo esto lo concebí hace veinte años:

buena gente barajando naipes en un viejo corral;

y cuando le llegó el tumo al anciano rufián,

hechizó los naipes bajo su pulgar

y todos, menos uno, se convirtieron

en una baraja de sabuesos que no en una de naipes:

y al naipe lo convirtió en una liebre.

Hanrahan se alzó frenético

y siguió a las aullantes criaturas hasta,

oh, hasta he olvidado qué... ¡basta!

Debo recordar a un hombre a quien ni el amor

ni la música ni una enemiga oreja cortada

podía estimular: estaba tan fatigado;

una figura hundida en el mito

que no existe vecino que pueda contar

cuándo finalizaba su día de perro:

un arruinado anciano, amo de esta casa.

Antes de llegar aquella ruina, por siglos,

rudos guerreros, de jarreteras cruzadas en las rodillas,

o con grebas de hierro, treparon las estrechas escaleras,

y ciertos guerreros había cuyas imágenes

—en la Gran Memoria almacenadas—

vinieron con gritos sonorosos y pechos sin aliento

para romper el descanso del durmiente,

mientras, sobre la tabla, golpeaban sus grandes dados de madera.

Como he de preguntar a todos, venga quien pueda;

venid anciano, indigente o contrahecho;

y traed al ciego vagabundo celebrante de la belleza;

el hombre rojo que el juglar envió

por los olvidados prados de Dios;

la señora French dotada de tan fino oído;

el hombre ahogado en una ciénaga,

cuando Musas burlonas eligieron a la rústica pastora.

¿Blasfemaron todos los viejos y viejas, ricos y pobres,

quienes hollaron estas rocas y cruzaron esta puerta,

quizá con rabia pública o secreta,

como yo blasfemo ahora contra la vejez?

Mas, he encontrado una respuesta en esos ojos

que están impacientes por irse;

idos, pues, pero dejad a Hanrahan

porque necesito todos sus pujantes recuerdos.

Viejo disoluto con un amor en cada viento,

haz brotar de la profunda y circunspecta mente

todo cuanto descubriste en la tumba,

porque es cierto que calculaste

cada inopinado e imprevisto aprieto

—atraído por un ojo delicado,

por un roce o un suspiro—

dentro del laberinto de otro ser;

¿habita la imaginación más profundamente,

en una mujer perdida o en una conquistada?

Si en la perdida, admite que emergiste

de un gran laberinto por orgullo,

por cobardía, por algún necio pensamiento sutilísimo

o por algo una vez llamado conciencia;

y si la memoria retoma,

el sol entra en eclipse y el día se cancela.

III

He aquí mi testamento:

elijo a hombres erguidos

que a los arroyos ascienden

hasta el salto de las fuentes

y, al alba, fijan la vista

junto a las húmedas rocas;

los declaro herederos

de mi orgullo, el orgullo

del pueblo que no fue atado

ni a la Causa ni al Estado,

ni a escupidos esclavos,

ni a los tiranos que escupen,

el pueblo de Burke y Grattan

que, libre para rehusar,

dio orgullo como el del alba

cuando la luz temeraria

se desata; u orgullo

cual del cuerno fabuloso,

o el de la súbita lluvia

cuando todos los arroyos

están secos, o el de la hora

en que el cisne fijar debe

la vista en un centelleo

que flota desfalleciente

sobre una vasta extensión

del arroyo reluciente

y entona su última endecha.

Y les declaro mi fe:

me burlo del pensamiento

de Plotino y vocifero

en los dientes de Platón,

muerte y vida no existieron

hasta que el hombre las forjó,

e hizo de su amargo ser

barril, tronco y cerradura,

sol, luna y estrella: todo,

y añadir, además,

que, muertos, resucitamos,

soñamos y así creamos

Paraíso translunar.

He preparado mi paz

con sabias cosas de Italia

y altivas piedras de Grecia,

fantasías de poeta,

evocaciones de amor

y palabras de mujeres,

y todo de cuanto el hombre

hace un sueño sobrehumano

semejante a un espejo.

Tal como en esa cornisa

clamorean las cornejas

y van dejando caer

ramita sobre ramita.

Cuando las hayan formado,

la madre descansará,

y en la cumbre de esta cueva

templará su áspero nido.

La fe y el orgullo, ambos dejo

a los jóvenes erguidos

que las montañas ascienden

y bajo ardiente alborada

puedan lanzar su carnada;

aquel metal me forjó

antes de ser quebrantado

por el trato sedentario.

Debo ahora afinar mi alma,

compeliéndola al estudio

en una escuela sapiente,

hasta el desastre del cuerpo,

la lenta decadencia de la sangre,

el irascible delirio,

la torpe decrepitud

o las peores maldiciones

que nos alcanzan: la muerte

de los amigos, la muerte

de cualquier ojo brillante,

que nuestro aliento contienen,

pareciendo, únicamente,

cuando duda el horizonte,

las nubes del cielo o el grito

adormilado de un ave

en la hondura de las sombras.

1926

Cinco poetas contemporáneos
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