9

Desde el asiento trasero del Mercedes plateado, que corría rebasando los límites de velocidad, Salazar Sanso miraba con el ceño fruncido a Callista en el asiento del conductor. Él no tenía que estar haciendo aquel viaje hacia el campamento de Jason Mikkado. En aquel momento sus hombres tendrían que estar entregándole el dinero en las manos. Pero Janeal era una tonta.

Una tonta preciosa y salvaje.

¿Qué había hecho con su dinero? La anticipación de su hallazgo fue el único lado positivo en aquel giro de los acontecimientos.

—Juran que los billetes no están en su coche —dijo Callista por enésima vez.

—Ella lo cambió de lugar —dijo él.

—¿Por qué haría eso arriesgándose a tu cólera?

—Porque se cree más lista de lo que es.

—Es lista.

—Lo justo para ser igual de estúpida al mismo tiempo —él escupió las palabras.

Los ojos de Callista se movieron rápidamente para encontrarse con los de él en el espejo retrovisor, pero no dijo nada.

Estaban a menos de dos kilómetros del campamento romaní. Sus hombres habrían tenido muchas oportunidades de ponerlo todo bajo control para cuando llegasen.

—¿Ya la han encontrado? —preguntó él.

—Debe estar a cientos de kilómetros de aquí ahora mismo.

—No, no lo está.

Callista, por suerte, no preguntó cómo es que él sabía eso. Tenía muy poca paciencia para preguntas aquella noche.

—El campamento está intacto —dijo ella—. Hemos asesinado a diez hombres y hemos acorralado a casi todos los demás, las mujeres y los críos.

—¿Cuántos?

—Cerca de setenta personas.

—Al menos hay ciento veinte personas viviendo allí.

—Muchos de los hombres están en la ciudad.

—Afortunados ellos.

—Hasta que regresen.

—Prepara una emboscada.

—Salazar, no vale la pena.

—No me digas lo que vale la pena, mujer. Tú sabes lo que vale una apuesta aquí. Quiero todo lo que necesito, o lo quiero todo reducido a cenizas.

Callista pisó el acelerador.

Sanso miró el reloj.

—Mata a cualquiera que intente huir. ¿A cuántos de los nuestros hemos perdido hasta ahora?

—A tres.

—Podemos permitírnoslo. Al menos su sangre no está en mis manos.

Callista no dijo lo que él quería, que tenía un sentido del humor malvado y pervertido. En lugar de eso, dijo:

—Nadie parece saber dónde está Janeal, y Jason tampoco lo sabe o no quiere decirlo. Están esperando a que tú llegues para explicarles qué pasará ahora.

Sanso sacó una pequeña pistola del bolsillo interior de su chaqueta; comprobó la cámara y olisqueó el cañón.

—Si Janeal es tan lista como tú crees entenderá al instante que la única manera de salvar la vida de su padre y evitar que vaya a la cárcel es viniéndose conmigo. Y la única manera de que venga conmigo es trayéndome el dinero con ella.

—Estás desperdiciando una atención innecesaria en la chica. Ella no ha resultado como creíamos. Iremos al plan B.

—Pero yo quiero a la chica, querida. No hay razón para que no la tenga.

Esta vez él sostuvo la mirada de Callista a través del espejo. La envidia estaba creciendo en ella.

—¿Por qué siempre deseas a las únicas que no creen que gobiernas el firmamento?

—No te pongas celosa.

—Quema el campamento. Quema el dinero. Y que no se hable más de ello.

Sonó un teléfono móvil en el asiento junto a Callista.

—¿Por qué no nos salimos ambos con la nuestra esta noche? —dijo Sanso—. Diles que inspeccionen el campamento y que después lo quemen. Una a una, todas las tiendas, hasta que encontremos el dinero o hasta que se extinga el fuego.

Callista abrió el teléfono para contestar la llamada a la vez que le decía a Sanso:

—Yo creo que ella ya se ha ido. Tendrás que usar a su padre para hacerla regresar.

—No. Todavía estará allí porque cree que le ama. No se marchará. Pero si algo aprendí de la muchacha anoche es que su amor por el dinero es más fuerte que su amor por su precioso papá. No sabía eso de sí misma hasta anoche, pero funcionará a mi favor, ¿no crees?