27

Katie permanecía de pie en el exterior de su casa de Nuevo México; se anudó el cinturón de su suéter de lana favorito. Giró el rostro para dejar que el aire fresco de la montaña le acariciara las mejillas, una de las pocas partes de su cuerpo que no sufrió daños en el incendio. Cualquier otro día aquella sensación hubiera calmado su espíritu, pero hoy un terrible dolor de cabeza se sobreponía a los dedos del viento.

Dolor de cabeza y una sensación de inquietud que no había experimentado desde las horas previas a aquella horripilante noche tanto tiempo atrás. Flashbacks, recuerdos a los que no había vuelto durante años, llenaban su estómago de presentimientos. Aquella paz que la inundaba con tanta facilidad cuando oraba y leía su Biblia en braille hoy la evitaba. Necesitaba hablar con alguien.

Katie dejó caer el bastón blanco plegado en el bolsillo de su chaqueta. No lo necesitaría en el camino que bordeaba la Casa de la Esperanza por detrás, el refugio que había fundado hacía más de una década para mujeres que se recuperaban de la adicción al alcohol y a las drogas. El esfuerzo la había salvado de la desesperación y le había proporcionado un lugar donde redimir su pasado hecho jirones. Entendía un par de cosas acerca del dolor, y también del valor de las segundas oportunidades.

Katie sabía exactamente cuántos pasos había entre la casa y el camino de gravilla, y cuántos entre las curvas cerradas del sendero, y cuántos desde la última roca polvorienta que siempre olía a mojado hasta la puerta trasera de Donna María. Los ojos de su mente le daban toda la visión que necesitaba.

Habían pasado un par de semanas desde que Katie visitó a Donna María por última vez, la anciana viuda que llevaba dos décadas viviendo en una apartada propiedad colindante a la Casa de la Esperanza. Cuando Katie la conoció, el mismo día en que la propiedad fue adquirida y destinada a ser un centro de rehabilitación, Donna María la llamó y le dio la bienvenida con un beso cálido en ambas mejillas y un plato de sármi, lo que sorprendió a Katie dejándola sumida en un sentimiento de gratitud sin palabras. Nunca había comido ese plato fuera de la kumpanía y no pensaba que fuera un manjar común. La mujer afirmó que era una receta heredada de su abuela gitana. De dondequiera que hubiese salido, la comida era más deliciosa que cualquier hornada de rollitos de col que ella hubiera hecho jamás, y también más efectiva que un suero de la verdad.

En los años que siguieron Donna María se convirtió en una de las pocas mujeres que conocía la conexión de Katie con la masacre de Mikkado. Por lo general, Katie se guardaba aquella condición y otros tantos detalles para sí misma. Nadie había sobrevivido a aquella tragedia, y no veía ninguna razón para revelar su singular experiencia. No era algo que le gustara revivir.

—¡Hija, estaba pensando en ti!

Katie oyó rechinar y abrirse el marco de madera de la puerta con tela metálica antes de que hubiera terminado de cruzar el patio trasero. Su ansiedad disminuyó ante tal expresión de cariño. Donna María la usaba con frecuencia, y probablemente no sabía cuánto calmaba el alma de Katie.

—Debería haber llamado antes —se disculpó Katie. Las tablas del porche crujieron cuando las pisó.

—Tú no necesitas llamar. Entra y dime si el pan de maíz que he preparado es comestible. He usado maíz azul esta vez.

Donna María tomó la mano de Katie en la suya, una mano de piel suave y arrugada, siempre perfumada con jabón de lavanda.

Su cocina olía a maíz caliente y mantequilla, y cuando Katie se sentó en un taburete de bar, en el mostrador, la anciana mujer le puso un tenedor frío en la mano y deslizó un plato delante de ella. Katie no tenía hambre.

—La servilleta está a tu izquierda —le informó Donna María.

El pan caliente estaba casi sumergido en mantequilla, aunque en realidad esto ayudó a que la pesada bola de pasta pudiera atravesar la estrecha garganta de Katie. Se limpió un dedo pringoso en la servilleta húmeda.

—Está perfecto —dijo, sabiendo que lo hubiera apreciado mejor si no hubiera estado tan angustiada.

—Muy bien. Tú has comido tu pan y yo he tomado mi té, así que ahora continúa y despliega todos tus pensamientos.

Katie oyó que Donna María se acomodaba en el taburete que había a su lado.

—¿Qué tal una pequeña charla? —bromeó Katie.

—¿Quién tiene tiempo para eso cuando no es el motivo por el que has venido?

—¿Y cómo conoces lo que me ha traído aquí?

—Cuando vienes para charlar un poco no te molestas en anudarte el cinturón de la chaqueta.

Katie se tocó el nudo en su cintura. No sabía eso de sí misma.

—Me acabo de enterar.

—Estoy segura. ¿Entonces?

—Últimamente he estado preocupada y he pensado que la compañía de una buena amiga me ayudaría a ver las cosas de otro modo. ¿Tienes algún paracetamol?

—Sí.

Su falda susurró por el roce mientras se acercaba a la cocina. Por alguna razón Katie había optado por identificar a Donna María y a su abuela gitana como la misma persona. No le vino ninguna otra imagen a la mente.

—No eres de las que suelen tener dolor de cabeza, Katie.

Un cajón se abrió y tamborileó un bote de pastillas.

—Por lo general, no.

—¿Qué te pasa?

—Tengo pesadillas. Ya van dos o tres días seguidos. Me despierto temblando, pensando que hay alguien en mi habitación. Pero no hay nadie, por supuesto.

El agua corrió desde el grifo de la cocina hacia un vaso.

—Tu pasado siempre te ha perseguido.

—Esto es peor.

—Cuéntame de qué tratan —le dijo Donna María con calma.

Katie tomó otro educado mordisco del pan de maíz. Realmente estaba muy bueno, y deseaba poder disfrutarlo plenamente.

—Es complicado. Es absurdo. Son imágenes más que información.

—¿Como qué?

—Una mujer sin rostro. Un desierto. Una bolsa de monedas de oro. Una olla… —dudó antes de añadir—: un incendio.

Cientos de imágenes más la habían asaltado; seguramente no hubiera podido recordarlas todas aunque lo hubiese intentado. Pero aquellas pocas permanecían firmes.

—Que aparezca fuego en tus pesadillas no debería sorprenderte.

—Lo que ardía era el pelo de la mujer.

El vaso de agua y la pastilla golpearon el mostrador al lado de su mano derecha. Donna María se deslizó de nuevo en el taburete.

—Su pelo era como el mío —dijo Katie.

—Entonces es una buena noticia que tu peluca sea fácil de quitar.

Katie se rió. Aquello era por lo que había venido. Para disfrutar de la perspicacia y la alegría de Donna María.

—Al menos no la llevo cuando me voy a la cama.

—Pues deberías.

Katie sintió cómo el espacio entre sus omoplatos se relajaba. Se tragó el paracetamol con el vaso de agua.

—No es el fuego lo que te molesta —dijo Donna María cuando Katie dejó el vaso encima del mostrador.

Katie reflexionó sobre ello.

—No. Es la mujer.

—¿Es porque no tiene rostro?

De mala gana Katie evocó la imagen en su mente: la cabeza ardiente como de Medusa enmarcaba un lienzo en blanco de piel. En su sueño, la cara sin rasgos se derretía como la cera, descubriendo un agujero oscuro como la máscara de un esgrimista. Un vacío insalvable. Un alma negra.

—Es inquietante, pero hay más. Aún no he dado con ello. —Katie acarició el vaso de agua—. Se acerca.

—¿A ti?

Katie asintió.

—En el sueño. Se hace más grande cada noche. Es como si yo estuviera de pie en un punto fijo…

—En ese desierto.

—¿Cómo lo sabes? —Katie deseó poder ver el lenguaje corporal de Donna María.

—Una conjetura.

—Creo que sabes más de lo que dices, Donna María. ¿Qué significa el sueño?

La anciana mujer le puso una mano en el brazo.

—Te he interrumpido. Dijiste que cada vez era más grande.

—Es como si avanzase —finalizó Katie.

—¿Ha intentado hacerte daño?

Katie se estremeció. Aquello mismo se le había pasado a ella por la cabeza, y en parte era el culpable del terror que seguía a sus vigilias.

—Aún no. —Hizo una pausa—. Algo pasó aquella noche, Donna María. Estoy segura de que algo más pasó y que eso es lo que me persigue.

Permanecieron sentadas en silencio unos momentos.

—¿Quién es ella? —preguntó Donna María.

Katie jugueteó con las tiras del cinturón de su chaqueta.

—Creo que soy yo.

—Ah.

—Ahora bien, si no es algo junguiano ni freudiano…

—Dime, hija, ¿tienes algún motivo para tener miedo de ti misma?

No creía que lo tuviera, al menos no lo había creído en todos estos años.

Katie se aclaró la garganta.

—Todos tenemos un lado oscuro, ¿no es cierto?