35
De pie en el exterior del hospital donde Salazar Sanso aún se estaba recuperando, Janeal vacilaba una última vez.
Había pasado todo el vuelo matutino de Nueva York a Tucson en primera clase mirando fijamente su zumo de naranja, considerando lo imprudente de una visita. Se pondría al descubierto, por un lado, y se arriesgaría a hacer estallar la ira del hombre. O su encaprichamiento, si es que aún existía. Él decidiría, porque podía hacerlo, entre chantajearla o arrojarla a los lobos.
Janeal odiaba pensar en Robert Lukin y Katie Morgon como los lobos. En aquel momento ella era el auténtico lobo, y ellos eran tan inofensivos como el pato de Pedro y el lobo. Pero si la descubrían, aquellos roles con certeza se invertirían y ella acabaría en la barriga de alguien.
Salazar Sanso, amante de los «juegos», como él los llamaba (juegos que terminaban en muerte), no mantendría su promesa. No hay duda de que veía las promesas como estrategias, y su reciente arresto era un motivo para reevaluarlas. Enviar a Robert detrás de Katie era sólo el primer movimiento en una competición que les superaría a todos si ella no se anticipaba a su plan de juego, porque Sanso era un mal perdedor, y jamás admitiría la derrota ante nadie relacionado con Jason o Janeal Mikkado.
Sanso la hundiría antes de hundirse él mismo. Ella lo sabía porque había llegado a regirse del mismo modo. Había funcionado con Milan Finch.
Tenía que adelantarse a los movimientos de Sanso. Si tenía éxito dejaría que Robert y Katie cabalgaran juntos hacia la puesta de sol mientras ella se fundía en negro.
Por mucho que no quisiera hacerlo, debía dejar marchar a Robert. Otra vez.
Al menos esta vez Sanso no podía amenazar a nadie a quien ella amase, porque Jane Johnson no amaba a nadie.
A nadie.
Antes de que su vuelo aterrizara en Arizona ya había decidido que sus problemas tenían solución, y que la solución empezaba con una llamada a uno de los amigos de Milan Finch en la oficina del fiscal general. Jasper Tennant se convirtió en su amigo después de que ella acallara una historia que le incriminaba en un escándalo de malversación de fondos, haciendo correr una teoría alternativa que finalmente creó una duda lo suficiente razonable en el tribunal como para salvar su reputación. Y su carrera.
Ahora era ella la que necesitaba un favor.
Con la ayuda de Jasper se aseguró un pase para entrevistar a Sanso como abogada de la defensa, una tal Lisa Rasmussen, una socia real de la firma que ya había accedido a representar al criminal. Excepto que la verdadera Lisa estaba de vacaciones en Europa hasta finales de semana. Todo aquello explicaba por qué Janeal estaba allí un domingo por la tarde, llevando una bandeja con comida para llevar en una mano y una mochila de Dolce & Gabbana en la otra. Llevaba una peluca de pelo corto de color almendra y un traje pantalón con raya diplomática color chocolate, ambos del estilo de Lisa, basándose en algunas fotos que había localizado fácilmente en internet. Un par de finas gafas de Anne Klein completaban el atuendo.
Sanso reconocería la mente y voz de Janeal (si no lo hacía ella se encargaría de pincharle un poco la memoria), pero si todo iba bien él no podría separarla de la alineación de All Angles.
Para empezar, no era como si él leyera revistas estadounidenses, elogiadas o no. Aunque a ella le gustaba pensar que él quizá leyera cómics.
De todos modos, su imagen ya no saldría más en la revista. Aquel suplicio caería sobre el nuevo editor ejecutivo.
Janeal entró en el hospital y tomó el ascensor hasta la cuarta planta, y después se dirigió al ala de seguridad, sin que nadie le informara de que el horario de visita había finalizado. En la puerta de Sanso el guardia que estaba de servicio asintió como si la hubiera estado esperando y no comprobó la identidad que ella misma había falsificado en la habitación del hotel.
Sanso dormía cuando entró en la habitación. La débil sombra de los últimos destellos de sol abriéndose camino entre las cortinas opacas era la única fuente de luz a aquella hora. Janeal colocó la bandeja en la mesa con ruedas de la cama y la abrió. El hombre había envejecido algo desde su último encuentro. El cabello gris le bordeaba las sienes, y la frágil piel se le combaba debajo de los ojos. Sin duda, las heridas y el sueño daban la apariencia de que era más vulnerable de lo que era en realidad.
El aroma de la tilapia a la parrilla y el arroz al limón llenó la habitación. Janeal se apartó y se sentó en la silla de madera tapizada de las visitas, con su rostro en la sombra. No tuvo que esperar mucho para que el olor despertase a Sanso. Empezó a moverse al cabo de dos o tres minutos.
—¿Hambriento? —dijo desde la oscura esquina.
Sanso no contestó, aunque ella notó cómo su cabeza se movía al sonido de su voz. Después de un largo suspiro él empezó a dar palmaditas sobre las sábanas, probablemente buscando los controles de la cama.
—Déjame a mí —dijo ella, con los ojos adaptados a la oscuridad.
Fue a su lado y levantó la zona donde reposaba su espalda, y entonces colocó el control remoto de tal modo que colgaba por encima de la cabecera de la cama, donde él no podía alcanzarlo. Regresó a su asiento.
—Debería ver lo que estoy comiendo —murmuró él—. Y con quién.
—Estás comiendo pescado y arroz. Con Lisa Rasmussen.
—Lo dudo.
Su voz era barítona y áspera.
—Pruébalo y dime si me equivoco.
—Ah. No es la comida de lo que dudo. —Empujó la bandeja de plástico con los dedos y olisqueó—. Podrías haber traído un tenedor.
—Nunca te importó ensuciarte las manos.
—Cierto. Y a ti tampoco. Al menos hace mucho tiempo. Janeal Mikkado.
Cruzó las manos encima del pecho y suspiró como un hombre satisfecho con la vida.
—Te acuerdas.
—Niña, el número de mujeres que no he olvidado es tan pequeño que tengo tiempo de nombrarlas a todas en mis plegarias matutinas. He esperado a que regresaras a mí. Te busqué de vez en cuando, pero no con demasiada vehemencia. Soy un hombre de palabra. ¿Sabes que he orado por ti cada día desde la mañana en que vendiste tu alma por un millón de dólares?
—¿Sabes que te he maldecido a diario desde la noche en que masacraste a mi padre?
—Las oraciones son mucho más efectivas que las maldiciones.
—Mira dónde yaces, asesino.
Sanso giró la cabeza hacia ella y abrió los ojos. Parecían agujerear las sombras, y ella se preguntó si él podía verla con claridad.
—Apostaría algo que estoy tendido en una cama mucho más brillante que la que tú te has construido para ti —dijo él—. Dime por qué ahora, después de todos estos años, finalmente has venido a mí. Estoy seguro de que podrías haberme encontrado con más facilidad en algún otro lugar si de verdad lo hubieras deseado.
Metió la mano en la bandeja de comida y partió un trozo de pescado. Se lo puso en la lengua y lo masticó lentamente, chupándose los dedos antes de tragar.
—¿Quieres un poco? —le preguntó.
Janeal respondió suavemente, midiendo cada sílaba como si ella controlara la conversación. La irritaba no tener el control; se había acostumbrado a dirigir las palabras de los demás.
—¿Qué pretendías contándole a Robert Lukin que había otro superviviente?
La risa de Sanso fue silenciosa, pero su mandíbula subía y bajaba.
—Sólo un poco de diversión inofensiva. Ese chico dedicó su vida a atraparme; ¿sabes cómo se siente uno al ser idolatrado de ese modo? —Descartó la pregunta con un movimiento de cabeza—. Claro que no. ¿Pero a qué va a dedicar su vida ahora que ya me ha vencido? Necesitaba un poco de diversión.
—Estoy sorprendida de que admitas la derrota con tanta rapidez —dijo Janeal. Creía sinceramente que Sanso tenía intenciones más siniestras para el hombre que le había capturado finalmente… y de un modo tan humillante, si lo que se contaba por ahí era cierto.
Sanso se puso otro pedazo de pescado en la boca y volvió sobre el tema.
—Es cierto. Pienso en mi situación como una pausa temporal en el juego. No hay nada malo en hacerle pensar que ha terminado por ahora. Eso es estrategia. Tú eres una anguila mucho más escurridiza que lo que he sido yo. Le tomará un poco más de tiempo dar con tu paradero. Estoy pensando en veinte, veinticinco años. Y si te está buscando a ti, no me está buscando a mí.
Janeal tenía algunas dificultades para seguir aquel embrollo. ¿Estaba él diciendo que su intención no había sido dirigir a Robert hacia Katie? Si no, ¿cómo había entrado Katie a formar parte de aquella trama?
Sanso se tapó la boca con una mano, fingiendo vergüenza por una declaración impactante, y habló por entre sus dedos.
—Oh, espero que no estés enfadada conmigo por habérselo contado. Eso no formaba parte de nuestro acuerdo, ¿verdad? No creo que haya violado ninguna regla hablándole de ti. Él pensaba que era el único superviviente, ya sabes. Contarle que había otro fue un momento realmente precioso. Tendrías que haber estado aquí.
En la oscuridad de aquella habitación de hospital con olor a pescado la imagen de lo que Sanso pensaba que había hecho se aclaró en la mente de Janeal. Sanso no tenía ni idea de que Katie Morgon existiera, y Robert no tenía ni idea de que Janeal Mikkado existiera.
Pero Katie sí sabía acerca de Janeal.
Decidió que tendría más suerte controlando lo que le revelaba Sanso si no decía nada en absoluto.
—Cuando él descubra que has hecho negocios conmigo, eso debería endulzar un poco vuestro reencuentro. He guardado esa información para más tarde, pero cuando él lo descubra sabrá que ha estado buscando con un propósito. ¿No sería triste enviar a un chaval a la larga cacería de la mujer que le dejó atrás a propósito? Ya se verá, pero enviándole hacia ti le habré ayudado a hacer más justicia, incluso aunque ya te las hayas apañado para gastarte todo aquel dinero. Dime que lo invertiste, por favor…
—Él no va a malgastar veinte años de su vida en mí.
—Si parece que no va a hacerlo, le informaré de tus travesuras más pronto de lo que había planeado.
Janeal no podía contener la furia de su voz.
—¡Teníamos un trato!
—Y lo he cumplido fielmente. Mantengo todos los tratos que me convienen. Pero de vez en cuando tengo que renegociarlos.
—Me parece una negociación bastante interesada.
—Tú tienes tu identidad secreta, niña. Eso debe costar algo.
—¿Cuánto?
Sanso depositó otro trozo de pescado en su boca.
—Te encontrará —dijo Sanso masticando—. Los supervivientes de cualquier tragedia tienen una conexión que les une. Lo he visto una y otra vez. Sí, te encontrará. —Tomó otro bocado—. Y cuando lo haga, yo le encontraré una vez más.
Janeal le miraba fijamente.
—O quizás tú le encontrarás por mí —dijo Sanso relamiéndose los labios—. Adelántate a sus movimientos, salva la piel. Me ahorrarías un montón de tiempo.
Janeal se puso en pie y se colocó la mochila en el hombro. Él levantó sus ojos hacia Janeal lentamente, sin mover la cabeza. Ella no debía haberse cuidado lo suficiente de ocultar la furia de su rostro, porque él se rió de ella: una risa suave y relajante.
—No te enfades. Sólo he hecho tu vida más interesante. Deberías darme las gracias.
Janeal agarró el pomo de la puerta y lo giró.
—Janeal Mikkado. Quédate un momento —el tono de su voz había cambiado de la burla a la tentación, resucitando en la memoria de Janeal su primer encuentro con él cuando era una niña—. Cuéntame lo que has hecho con tu vida.
Permaneció de pie en el cono de luz que llegaba del pasillo. Se sorprendió a sí misma considerando su invitación. Intentó llevar su mente de nuevo a la urgencia del momento en que él la había puesto.
—Nada interesante —dijo ella.
—Tú podrías limpiar un baño y hacerlo interesante, niña. ¿Por qué siempre huyes de mí?
Su respuesta brotó sola antes de poder revisarla.
—No tengo ningún deseo de ser como tú.
—Yo creo que tienes prisa por marcharte porque sabes que ya eres exactamente igual que yo, y eso te asusta.
Sus ojos brillaron en la oscuridad, y ella se dio cuenta de que decía la verdad. Era como él: podía recorrer la superficie del mundo sin preocuparse por los deseos de nadie más que ella misma.
—No deberías estar asustada —dijo él—. Podríamos ayudarnos el uno al otro. Almas gemelas unidas.
—¿Ayudarnos el uno al otro para hacer qué?
Él no respondió de inmediato.
—A encontrar la felicidad que nos sigue eludiendo a pesar de todos nuestros logros.
—Yo ya soy feliz.
Parecía necesario protestar, aunque sin mucha convicción.
La risa suave de Sanso sonó debidamente malvada esta vez.
—No te rías —murmuró ella.
—Ven y ponme la cama otra vez como estaba para que pueda dormir. Aunque dudo que vaya a dormir mucho esta noche.
Janeal no evaluó si debía hacer lo que él le pedía o si debía salir por la puerta abierta. Pero cuando la puerta se cerró del todo se vio a sí misma de pie al lado de la cabecera de la cama, agarrando el control remoto y devolviéndoselo a su mano.
Los dedos de él se cerraron sobre los suyos y ella le dejó.
—Encuentra a Robert Lukin antes de que él te encuentre a ti. Tienes ventaja. Podemos quedarnos lo que ya tenemos. Podemos tener más.
—Nosotros no tenemos nada —dijo ella.
Sanso acercó los dedos de ella a sus labios.
—Podríamos tenerlo todo —le dijo tras besarle los nudillos—. Cuando hayas negociado con Robert, volverás a mí.
—Yo no voy de visita a la cárcel.
—Yo tampoco.
Janeal se soltó de su mano y caminó rápidamente hacia la puerta. La abrió con fuerza y salió al pasillo. Estaba temblando.
—Hasta pronto —profetizó él desde la oscuridad.