20

Janeal Mikkado no fue a Grecia inmediatamente. Aquello no ocurrió hasta muchos años después, cuando Milan reservó el viaje, unas vacaciones para celebrar el ascenso que él mismo le había otorgado a ella.

Un ascenso que ella había urdido a sus espaldas sin que él lo supiera.

En vez de hacer eso, cuando se marchó de la reunión con Salazar Sanso en un bar de Albuquerque, se llevó sus auténticos billetes pequeños, alquiló un coche y condujo hasta Missouri, donde se puso en contacto con una kumpanía con la que su padre había hecho negocios tres años atrás.

Estuvo poco tiempo en aquel campamento, porque no tenía intención de quedarse con ellos y porque ellos no expresaron ningún deseo de que se quedara. Su escueta visita había tenido el inesperado efecto secundario de inyectarle amargura al dolor que sentía por la muerte de su padre. En aquel lugar, donde la gente era valorada por poco más que sus transacciones mercantiles, se encontró furiosa con su padre por su deshonestidad. Quién era en realidad, lo que había hecho con su dinero y sus alianzas… todo eso lo había escondido de ella, la única persona que lo había amado por encima de todas las cosas.

De alguna manera, permitir que la amargura eclipsara su pérdida le hizo más sencillo seguir adelante. Olvidar lo que se había quedado atrás. Creer que lo había dejado en contra de su voluntad.

La pequeña comunidad había sido hospitalaria por su dinero, por la cantidad que ella les contó que tenía, que era una pequeña parte de la verdad. Pero fue suficiente para pagar sus recursos y asegurarse un nombre nuevo, un certificado de nacimiento y un número de seguro social válido, los primeros documentos personales que había tenido nunca.

Cuando el verano languideció y las hojas de septiembre se tornaron doradas, Jane Johnson compró un coche usado barato pero fiable y se dirigió con él hacia la ciudad de Nueva York. Janeal nunca llegó a pensar en sí misma como Jane, aunque ya nadie la volvería a llamar por su verdadero nombre; ni siquiera Milan, que nunca supo o no le importaron los detalles de su pasado. Así era como ella lo quería. Jane era un nombre bueno e invisible que le sería de utilidad en una ciudad donde quería ser invisible.

Desaparecer resultó más fácil de lo que había imaginado, un truco de magia facilitado por sus fondos, que invirtió y racionó estratégicamente. Al cabo de un año había alquilado un estudio normal y corriente, se había hecho con un trabajo de cocinera en un pequeño restaurante familiar, se había enrolado en la Universidad de Nueva York y había comenzado a trabajar en la creación de su nueva vida.

En el centro de su visión para aquella vida había un agujero negro. Intentó llenarlo de sus recuerdos, su pérdida y sus decisiones, y después uso su nueva vida para dar forma a una tapa que pudiera ocultarlo, sellarlo y oscurecerlo ante cualquiera que se dignase a mirar.

Planeó hacerlo todo sin ayuda y tuvo un buen comienzo. Pero cuatro años más tarde, mientras se preparaba para entrar en el periódico de la universidad, se encontró con Milan Finch.

Janeal se había convertido por aquel entonces en aprendiz de pastelera de un restaurante de primera categoría, y fue convocada a salir al salón a petición de un cliente. Quería conocer al responsable de los asombrosos pastelitos de queso, kalitsounia kritis, tan buenos como no había probado otros desde su reciente visita a Creta.

Cuando Milan vio a Janeal salir de la cocina se puso en pie y se la quedó mirando fijamente sin decir nada durante unos larguísimos segundos. Ella les miró, a él y al hombre con el que cenaba. Un socio de negocios, supuso al ver el traje y la corbata y el maletín que se mantenía en equilibrio en el borde de la mesa. Janeal tuvo que romper el silencio, no porque se encontrara incómoda, sino porque la gente había empezado a mirarles.

—Espero que todo sea de su agrado.

—Todo —dijo él finalmente—. En especial el impresionante color de tu cabello.

El comentario hizo sonar una nota de soledad dentro de Janeal que la mirada del hombre no había conseguido desencadenar. Involuntariamente alzó la mano para esconder el mechón de pelo de nuevo bajo su gorro, y después le devolvió la mirada para compensar aquel momentáneo lapso de decoro. Janeal le encontró más guapo de lo que le había visto la primera vez. Supuso que pasaba de los treinta, pero estaba en forma y quizá fuera más mayor de lo que aparentaba. Descendiente de italianos, tal vez, con aquellos ojos del color de las aceitunas y la cara cuadrada. Rico, a juzgar por el traje hecho a medida.

—¿Y la comida?

—¿Qué te están pagando? Dímelo y yo te pagaré el doble para que seas mi chef privado. Mi oferta de trabajo es muy atrayente. Te ofrezco muy buenos beneficios.

Janeal había elegido la pastelería y la edición, en vez de una alternativa más prometedora como chef, en parte para evitar, dentro de lo posible, los quemadores de la cocina, las llamas al descubierto y los flambeados a los que se enfrentaban todos los profesionales de la cocina. Aun así, encontraba muy divertido su descaro como para ofenderse.

—Invertirías mejor tu dinero en un griego nativo —dijo ella.

—¿Tú no lo eres? —fingió él sorprendido.

Ella también podía responderle en tono de burla, si eso era lo que él quería.

—Tan griega como tú. Nunca he estado allí.

Quizá ahí había pretendido alardear.

—Entonces te llevaré conmigo —anunció él—. Sí, realmente tengo que hacerlo.

Y ella estuvo segura de que él era totalmente consciente del doble sentido.

Él lo hizo, la llevó y se la llevó, en ambos sentidos, y ella le dejó hacerlo porque eso le servía para sus propósitos. Resultó que Milan era una estrella emergente en el mundo del periodismo, y ella enseguida le convenció de que tenía más talento en una silla de editora que en su cocina.

Sin embargo, Janeal se dio cuenta muchos años antes de ver la Acrópolis, que él se dejaba llevar por fines egoístas más incluso que ella. También reconoció un agujero negro en el centro de su vida. Al contrario que el suyo, el de él no tenía tapa ni fondo. Era insaciable.

Incluso así, se apoyó en él descaradamente.

Janeal no podía decir por qué había escogido aquel preciso día, unos quince años después de la muerte de su padre, para revisar el sendero que había tomado su vida. Quizá fuera la nostalgia, o tal vez alguna especie de esperanza perdida, o un bálsamo momentáneo, como el frío vacío del ascensor en el que subía para ir volando a la planta veintiuno de su oficina sobre Manhattan.

O quizá, simplemente, el recuerdo había escapado del hoyo que ella había intentado tapar durante tantos años. Las pesadillas, cada vez más recurrentes, rezumaban bajo la tapa como el vapor se escapa de la boca de una alcantarilla. Los dolores de cabeza, además, conducían los recuerdos de su pasado al mismo centro de su cerebro, amenazando con partirlo en dos.

Daba igual cuál fuese la explicación para sus reminiscencias aquella tarde, comprendió que los recuerdos eran un símbolo de una vieja transición en su vida: y el presagio de una nueva que pronto tendría que hacer.

Janeal se tocó las costillas con cuidado. Milan siempre tenía precaución de magullarla donde nadie podía verlo. Nunca le levantó la mano contra la cara, nunca le agarró la garganta, nunca le retorció las muñecas. La violencia empezó años atrás como un juego, como una retorcida fantasía que siempre caminaba sobre el borde del precipicio, con placer en suelo firme y con terror por la caída. Todo aquel tiempo se habían mantenido en equilibrio allí, demandándoselo mutuamente, disfrutando del peligro de una posible caída al vacío sin haber tenido nunca que enfrentarse a ello.

Hasta anoche, cuando Milan la empujó sobre el precipicio, reemplazando la emoción por la certeza de que la muerte corría para encontrarse con ella. Si Milan no hubiera apartado las rodillas de sus pulmones cuando lo hizo, seguramente ella habría golpeado el suelo lo suficientemente fuerte para hundirse dos metros bajo tierra.

Él estaba disgustado por un negocio fallido.

Janeal se pasó el bolso de diseño al otro hombro y corrigió su postura.

El ascensor tocó su campanita y las puertas se abrieron a un océano gris de cubículos. Su despacho era el más alejado del ascensor, y llegar hasta él se le hacía tan largo como atravesar una carrera de baquetas de quince metros. A las siete de la tarde del viernes el piso tenía que estar considerablemente vacío, habitado sólo por adictos al trabajo y unos cuantos devotos que sencillamente no tenían vida fuera de la oficina.

Como ella. En especial ahora que Milan no quería formar nunca más parte de su vida. Quizá hubiera hecho mejor yéndose a casa después de su aparición en el cóctel del alcalde. Qué previsible era que hubiese regresado a la oficina.

Así pues, se enfrentó con una muchedumbre de personas que parecían saber que la encontrarían allí, gente erróneamente convencida de que estaba más disponible a aquella hora tardía del fin de semana que en cualquier otro momento.

Mandy, la directora artística, se dirigió a ella con una montaña de papeles en la mano, como si hubiera estado esperando a que se encendiese la luz del ascensor. En otro cubículo el editor gerente esperaba de pie con una expresión resignada por haber sido expulsado a golpes de la línea de salida. Volvió los ojos hacia el reloj que descansaba en el otro extremo de la sala antes de sentarse de nuevo.

Janeal salió, inclinando el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha para evitar cojear, a pesar de la rodilla hinchada. El teléfono de su despacho sonaba como si no hubiera dejado de hacerlo desde que se marchó a las cuatro.

Vio el pelo pajizo de su asistente flotando encima de las paredes de los cubículos, viniendo hacia ella. Alan Greenbrook cortó a Mandy mientras Janeal alcanzaba su despacho de paredes de cristal al otro lado de la sala. Sujetaba el café negro de Janeal en una mano y extendía la otra para agarrar los diseños de Mandy.

—Te llamaré cuanto esté lista —escuchó Janeal que le decía mientras ella tomaba el camino más tortuoso hacia su puerta.

Durante cuatro años había ocupado el despacho de la esquina en el edificio de oficinas de Milan, como editora en jefe de All Angles, una aclamada revista de interés social que había sido descrita como «una traducción para el hombre de a pie de los gigantes menos accesibles». La publicación estaba redactada con sencillez sin llegar a ser corta de alcances. Era, en verdad, tan liberal como muchas revistas de éxito de los quioscos, pero tanto su nombre [Todos los ángulos] como su reputación requerían que en sus páginas se compartieran de igual manera los complementarios puntos de vista conservadores. No porque Janeal creyese en ello, sino porque aquello daba dinero.

Los conservadores tenían tantos dólares como los liberales, pero menos opciones de gastarlos cuando se trataba de material impreso. Hasta que Milan Finch concibió All Angles en algún momento de sus años de universidad. Su plan de negocios, que empezó como una tesis y después se transformó en un master de dirección de empresas, tenía muy poco que ver con la ideología y sí mucho con los rendimientos económicos. Él ofrecía lo que la gente quería escuchar; incluyó a conservadores, a liberales y a aquellos que evitaban las etiquetas en una gran audiencia feliz donde todos estaban de acuerdo en estar en desacuerdo: lo llamó objetivo y equilibrado y aceptó su dinero por articular sus posiciones sin más consideraciones o sin forzarlos a debates cara a cara.

All Angles nunca destapó historias, sólo habló de ellas. La revista no revelaba nada e investigaba muy poco. No había nada contundente en ella. Sólo un llamado al individuo en vez de al colectivo. Una promesa de representación. Milan se había autoproclamado editor desde el origen de la revista, pero en los cuatro años que habían pasado desde que había ascendido a Janeal a editora en jefe su circulación se había cuadruplicado. En los últimos dos años la página web había rivalizado en tráfico con YouTube.

Aquel era el resultado de un plan que le había llevado diez años a Janeal, basado en su absoluta convicción de que en estos tiempos la gente quiere ser escuchada en vez de escuchar. Ese hecho en concreto fue lo que le permitió pasar desapercibida para Milan durante tanto tiempo; no era distinto a los demás hombres. Cuando Janeal se percató de ello se salvó a sí misma de convertirse también en una mujer corriente: lo reconoció e hizo un alto en su camino para no transformarse en una de esas personas deseosas de que los demás escuchen el dolor de su pobre corazón. El que hubiera sido tan transparente tiempo atrás le daba asco. Por eso fue que Salazar Sanso la había cortejado años atrás. Por eso fue que Milan Finch la había iniciado en aquella línea de trabajo como jefa de departamento.

—Tú entiendes a mis lectores mejor que nadie —había dicho él.

Sí. Al menos Milan Finch no se equivocaba en eso. Pero se equivocaba en creer que ella no había cambiado. Ese fue uno de sus muchos errores.

Janeal empezó a sentir los primeros síntomas de su migraña nocturna. El pensamiento de que Milan quizá tuvo siempre la razón le inflamó las neuronas.

—Señora Johnson.

Alan se colocó el taco de papeles debajo del brazo y le abrió la puerta. La manera en la que se las arreglaba siempre para llegar a tiempo para abrírsela la impresionaba todas las semanas sin falta. Como siempre, él estaría sonriendo. Sonriendo a pesar de ella.

—Alan.

Su reticencia a mostrarse públicamente desdichado, especialmente un viernes por la noche, a ella le inspiraba y le fastidiaba a la vez. Alan no era ni un adicto al trabajo ni un marginado social. Nunca se le oía decir que podía estar pasando aquellas tardes con su preciosa novia en el club nocturno de su hermano, sin importar hasta qué hora le entretuviese Janeal.

Entró tranquilamente a la habitación detrás de ella, elegante como un bailarín, haciéndolo todo al mismo tiempo y sin parecer frenético: cerrar la puerta, colocar el café en el posavasos, dejar los papeles en el escritorio, atender al teléfono que seguía sonando y atrapar el receptor entre la mandíbula y su hombro, alcanzando a tomarle el abrigo antes de que ella lo dejase tirado por ahí.

—Despacho de Jane Johnson —dijo él.

Jane amaba a Alan como imaginaba que amaría a un hijo si lo tuviera. Aunque a él no le hacía falta saberlo. Ella, con treinta y dos recién cumplidos, aún tenía mucho tiempo por delante para pensar en hijos, siempre que Milan no fuera el padre.

—Sí, señor, la entrevista aparecerá en la edición del lunes.

Siempre que Milan no fuera el padre. Agarró su bolso, una cosa con asas de setecientos dólares que le había regalado su estilista, y pasó junto a su asistente personal, repasando mentalmente lo que había estado planeando hacer todo el día. Había llegado su hora.

Alan continuaba hablando. Con el senador Lynch, seguramente.

—No se va a imprimir nada sin su aprobación, señor.

Alguien había dejado una cesta de regalo sobre el aparador detrás de su escritorio, bajo la ventana. La versión neoyorquina de las estrellas (las casillas de un tablero de damas de las oficinas iluminadas en los rascacielos), esparcían luz en una vista nocturna que hubiera sido negra de otra manera. Miró la nota. Era de un médico de St. Luke envuelto en el escándalo de las medicinas mal administradas del mes pasado, agradeciéndole por su justa representación y bla, bla, bla.

—Le pasaré su mensaje. Gracias.

Alan colgó el teléfono, probablemente antes de que el interlocutor hubiera dejado de hablar, y colocó el abrigo en el gancho de la puerta.

Champán. Chocolate negro. Uvas importadas. Caviar. Tiró el caviar a la basura.

—Al senador Lynch le gustaría revisar la copia del artículo antes de que vaya a imprenta.

—¿Por qué no lo tiene ya su asistente?

Ella se volvió hacia el escritorio con la botella de champán en la mano.

Alan señaló tres hojas de papel en su carpeta.

—Mandy tiene que rediseñarlo. Apex Electronics retiró su anuncio.

—¿Por qué?

—Tiene algo que ver con la adquisición pendiente del Sr. Finch…

—¿Angelo no encontró un sustituto?

—Está trabajando en ello.

—Llama a Templeton & Wallace. Ellos se harán cargo.

—No quieren estar en la misma página que Lynch.

—A nosotros no nos importa que ellos estén cara a cara con el senador, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

All Angles se trata de representar todos los ángulos, ¿verdad?

—Así es.

—Y yo tengo en mi agenda asistir a su recogida de fondos el mes que viene, ¿verdad?

—Sí.

—Así que Angelo puede volver a llamarles.

—Se lo haré saber.

Janeal extendió la botella a Alan.

—Llévate esto a casa para tu novia.

Él abrió la boca.

—Esto es una botella de cuatrocientos dó…

—Confía en mí, las cosas caras normalmente no se merecen tanta fanfarria. ¿Qué más?

Alan no parecía tener muy claro lo que hacer con aquel champán tan caro; se conformó con inclinarse hacia delante y colocarlo en la gran mesa de cerezo.

—El señor Finch me pidió que le pasara un mensaje.

—Como un niño sin agallas para llamarme él mismo —murmuró ella. La sonrisa de Alan ni afirmaba ni desmentía que la hubiera escuchado. En realidad, Milan le había dejado tres mensajes en el móvil desde que se marchó del loft la pasada noche, y ella los había ignorado todos—. ¿Y?

—La reunión de junta se ha aplazado a las ocho mañana por la mañana.

Una reunión de junta en sábado. Como si ese movimiento fuera a perjudicarla. No lo haría, aunque el cambio hiciera un poco más complicado su curso de acción.

—Los packs de presentación tendrán que estar listos antes de que te vayas, entonces.

—Ya están preparados.

Alan era un buen chico, de verdad que lo era. Con veintidós años recién cumplidos e infatigable.

—Bien. Convoca por teléfono a Thomas Sanders por mí. Necesito reunirme con él en privado. Ahora.

Milan nunca pasaba las tardes de los viernes en la oficina. Aquella noche, sin embargo, quizá se sintiera motivado a presentarse allí.

—Si no puede, tal vez podríamos…

—No necesito conocer todas las posibles contingencias, Alan. Sólo haz que ocurra.

Alan agarró su teléfono de nuevo y marcó el número. Fuera del despacho dos personas permanecían en pie tras la puerta de cristal esperando permiso para entrar.

—Ya sabe, Sra. Johnson —dijo Alan sujetando el teléfono entre la oreja y el hombro—, nuestras vidas aquí serían considerablemente más sencillas si ellos la nombraran presidenta de la junta.

Janeal se inclinó sobre el bolso para buscar su móvil, evitando que Alan le viera la sonrisa. Era la única persona de la oficina a la que le permitía hablarle así, en gran parte porque era el único que tenía redaños para hacerlo.

—Presidenta no —dijo manteniendo su tono de voz—. Editora. —Se enderezó y giró el torso para mirar al otro lado de su escritorio—. Pero entonces no te librarías de mí, ¿verdad?