26
Belinda Gray resultó ser el callejón sin salida que Robert esperaba. Los recursos de Brian alcanzaron a situarla en Los Álamos, donde resultó que había vivido sola durante los últimos cuarenta y dos años. No es que fuera ermitaña, más bien era independiente, y estuvo contenta de servirles a Robert y a Brian limonada ají mientras les contaba su historia, en la que estaban involucrados un antílope en medio de la autopista, un accidente con vueltas de campana y un depósito de gasolina perforado. Hasta aquel día ella seguía jurando que había sido un coyote quien la había sacado de los restos, aunque nadie le había creído nunca. A ella no le preocupaba quién creyera qué. Sabía lo que sabía y eso era todo lo que le importaba.
Eran casi las cuatro en punto cuando Robert y Brian llegaron al Centro Médico Regional St. Vincent en Santa Fe. Brian apretó el paso al dirigirse a la oficina de archivos, esperando terminar aquella pequeña investigación a tiempo de regresar a Arizona antes de la medianoche. Robert pensó que sería demasiado esperar repetir los resultados de su más bien breve experiencia en el Hospital de la Universidad de Nuevo México.
Y lo fue.
Los dos hombres estaban de pie ante una ventana corredera con marco de aluminio que les separaba de la oficina de archivos. Al otro lado del cristal una mujer mayor muy ofendida se negaba a razonar con ellos.
—Ustedes dos váyanse de aquí y no regresen hasta que puedan mostrarme una orden judicial para una información de ese tipo.
La mujer debía tener unos setenta años, y Robert podía apostarse lo que fuera a que había trabajado en aquella oficina durante los últimos cincuenta. Se necesitaba todo ese tiempo para que la gravedad y una habitación sin sol marcasen un ceño fruncido tan pronunciado como el suyo; además, lo que la mujer conservaba en su escritorio era más bien una máquina de escribir, no un ordenador. Una máquina de escribir manual.
—Después de que me entreguen esa orden, deberán rellenar estos formularios —les entregó cinco o seis hojas de papel a través del mostrador— y nosotros presentaremos la petición. Tendrán su información de cinco a seis semanas más tarde.
Aquella mujer rolliza se despidió de ellos agitando el dorso de la mano, cerró la ventana y les dio la espalda.
—Me alegro de que no sea mi abuela —refunfuño Brian.
—Tal vez yo pueda serles de ayuda.
La voz le llegó a Robert desde atrás, tan repentina como una araña inesperada. Él se estremeció.
—Siento haberle asustado.
La mujer puso una mano negra y rechoncha sobre el hombro de Robert a modo de disculpa y le sonrió. Todo lo que tenía que ver con su apariencia (y sus joyas) era de bronce y redondeado, excepto el pelo color gris pimienta, corto por debajo de las orejas. La cabeza casi no le llegaba a la altura del hombro de Robert. Sus profundas patas de gallo ponían el marco de buen humor a unos ojos color marrón oscuro.
—Ella se ciñe a las reglas. Ha estado aquí muchos años y se ha ganado el puesto.
La mujer tomó a Robert por el codo como si él se lo hubiera ofrecido y tiró para que entrara con ella de nuevo al vestíbulo. Brian les siguió.
—Estoy pensando que tal vez podamos solucionar el problema —le dijo a Robert dándole palmaditas en el brazo.
—¿Respecto a los archivos? —preguntó Robert.
Ella asintió con la cabeza.
—Oí que dijiste que eres de la DEA, ¿es eso cierto?
—Lo es.
—Tengo una nieta que se ha juntado con malas compañías. Ni sus padres, ni siquiera yo, podemos… Ya sabes, esa dulce niña hace oídos sordos a todo lo que le decimos.
—Siento escuchar eso.
Él pronunció las palabras sin comprometerse, dentro de lo posible, sin estar seguro de lo que la mujer estaba a punto de pedirle.
—Pero ahora, un refinado joven como usted —Robert escuchó la risita sofocada de Brian— quizá podría hacer entrar en razón a esa niña.
—Señora, me temo que…
—Estaba pensando que tal vez mi niña aún tuviera otra oportunidad para cambiar su rumbo. —Se daba golpecitos en el labio inferior con el índice de su mano libre—. Quizá podría dejar esas compañías callejeras que tiene y cambiarlas por algo más constructivo. —Se detuvo y plantó su cuerpo ancho y rechoncho ante Robert—. Algo más profesional. Quizá pudiera conseguir un buen empleo en el gobierno si tuviera quien le animase.
Una sonrisa apareció en su cara tan amplia como los hombros de Robert.
—No me dedico al reclutamiento.
Su risa salió de un espíritu profundo y rico.
—¡Oh, vamos! No me refiero a que la recluten ahora. Sólo una charla motivante. Un toque de atención. Quince minutos delante de una Coca-Cola. Y tal vez dejarle su tarjeta de visita.
—No estoy seguro de ver qué bien podría…
—Y si ella no escucha nada que la inspire, vaya un paso más allá y asústela. No pasa nada. Un poco de verdad y sus consecuencias nunca dañan a nadie.
Brian le dio una palmada a Robert en la espalda.
—Un joven refinado como éste puede tratar un buen montón de asuntos en poco tiempo, aunque no es tan severo cuando llega a los mejores puntos de la negociación.
—Ah… —Ella se inclinó y le tendió la mano con la palma abierta hacia arriba—. Vamos a echarle una ojeada a esa desconocida que están intentando encontrar. Creo que podría localizarla en unos quince minutos, si es que existe.
Robert se rindió y se dejó caer en una silla de la sala de espera mientras la astuta abuela desaparecía para hacer su búsqueda. Brian se apoyó en la pared, tecleando en su dispositivo sin cables.
Al cabo de unos minutos, Robert dijo:
—No voy a pasarme toda la tarde aquí hablando con una yonqui si llegamos a otro punto muerto.
—No es toda la tarde. Ella sólo pidió quince minutos.
Brian no alzó los ojos.
—¿Es que nunca acabas con eso?
—Tengo que entregar otra noticia.
—No hay nada nuevo sobre lo que informar.
Esta vez Brian sí levantó los ojos de su dispositivo.
—Siempre hay algo nuevo sobre lo que informar si sabes cómo enfocarlo.
—Ése es el problema con las noticias de hoy en día, ¿verdad?
—Ya sabes, hasta que no superes tu actitud negativa, no veo que tengamos mucho de lo que hablar.
Y así era precisamente cómo Robert veía las cosas.
La espera y la falta de sueño le hacían estar más malhumorado que de costumbre. Hizo un esfuerzo por dejar aquella sensación de lado.
—¿Sobre qué estás escribiendo?
—Sobre ti.
—No, no lo creo.
—De acuerdo. Estoy tomando apuntes sobre ti. Así que sé amable.
—Dijiste que tenías que entregar una noticia.
—Los fans de mi blog esperan.
Robert suspiró.
—¿Por qué estás aquí, Brian?
—Porque soy el único reportero en todo el mundo que tiene ahora mismo acceso directo a Salazar Sanso a través del único superviviente de la masacre de Mikkado. ¡Oh, espera! Podría haber otros supervivientes, en cuyo caso habría más testigos contra el traficante de droga más conocido del hemisferio oeste. Al editor le gustan las posibilidades. Ustedes los veteranos llamarían a eso una primicia.
Robert hubiera apostado cualquier cosa con gusto a que el chico alardeaba de su «primicia» en sus entradas en el blog. Nosotros los veteranos llamaríamos a eso arrogancia, pensó.
Al cabo de unos minutos reapareció la mujer, todavía con una sonrisa radiante en los labios.
—Muy bien —dijo—. Ha sido muy sencillo. No ha hecho falta ninguna orden judicial y se ha realizado una buena obra.
Robert se puso en pie, pensando en el optimismo de la mujer, que daba por hecho las buenas obras con antelación a que sucediesen. O quizá se estaba refiriendo a ella misma.
—28 de agosto. Mujer blanca ingresa a las 6:14 de la mañana, traída por los conductores de un todoterreno que la habían encontrado a trescientos kilómetros de aquí.
El pulso de Robert se aceleró.
—Air Life la habría llevado al hospital universitario, pero estaban al límite de su capacidad. Quemaduras en el cuarenta por ciento del cuerpo, de segundo y tercer grado. Coma médico inducido durante tres semanas, estuvo hospitalizada durante cuatro meses.
—¿Cuál fue la causa de las quemaduras?
Ella movió la cabeza.
—Desconocida. Se especuló que podía ser una víctima de la masacre de Mikkado, por la cercanía de fechas y de lugar, pero ella negó cualquier afiliación con ese grupo. No habló de cómo había resultado herida.
Robert podía entender por qué una persona elegiría el silencio ante la cara del miedo y la creencia de que todos a los que había amado estaban muertos. Alargó la mano para agarrar el trozo de papel que había impreso la mujer.
—El nombre me es familiar —dijo ella— pero no puedo recordar por qué. Ésta es la dirección que tenemos. No podemos asegurar que sea la actual, pero estuvo viniendo periódicamente hasta hace tres años. He escrito la de mi nieta justo debajo para que pueda visitarla. Soy la señora Whitecloud. Díganle que yo les envío.
Él le preguntó con la mirada si ella comprendía cuántas leyes sobre la protección de datos estaba violando dándoles aquella información.
—A veces el bien que se realiza es superior a cualquier mal relacionado. Ahora van a llegar hasta el final de este asunto, ¿verdad?
Robert sintió que su cabeza asentía pero no oyó el resto de lo que la mujer dijo. Sus ojos se habían clavado en el nombre escrito en la parte superior de la hoja. Katy Morgan. Estaba mal escrito, y aún así era el mismo nombre de su amiga de la infancia.