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Para cuando salió el sol, Janeal ya había formulado un plan para escapar a los ojos omnipresentes de Sanso, al menos durante un tiempo.
Bill Dawson le había dejado un mensaje confirmando una cita en la Casa de la Esperanza del Desierto para la «amiga» de Jane Johnson a primera hora de la tarde.
Pidió hora en la peluquería, colgó el teléfono, consultó la guía telefónica y se guardó el número de un servicio de taxis. Se puso unos tejanos y una camiseta negra y entonces revisó lo que había traído de Nueva York. Traspasó de la maleta a la mochila sólo aquello sin lo que no podía vivir: dinero en efectivo, tarjetas de crédito, su identificación falsa, el móvil, el teléfono, las llaves, el kit de las lentes de contacto y el portátil ultraplano. Las pastillas con receta. Cualquier cosa que pudiera identificarla con Jane Johnson. Cuando abandonó el hotel a las diez también dejó la ropa, el maquillaje, los accesorios y los artículos de aseo.
Compraría repuestos cuando regresara a Nueva York.
Condujo el coche de alquiler hasta el almacén de Goodwill que había localizado la noche anterior. Sin perder de vista el espejo retrovisor, limitó a su posible Gran Hermano a un Escalade plateado (refinado, del estilo de Sanso) o a un Camry azul. De hecho no le importaba mucho quién la siguiera.
En la tienda de segunda mano eligió un conjunto de cestos de mimbre y un bolso de mano de tela vaquera y se los llevó al probador, donde se quitó sus sandalias de Jimmy Choo y se puso un par de zapatillas de tenis azules de lona. Cuando salió nadie pareció notar el cambio. De allí fue a los percheros y rápidamente tomó unos pantalones de color verde oliva y una blusa rosa de su talla, ambas prendas limpias y presentables, pero un poco pasadas de moda. Agarró un par de gafas de sol de un expositor giratorio antes de llegar a la caja.
Janeal lo compró todo excepto los zapatos (pensó que la tienda se llevaba la mejor parte de la transacción) y antes de salir del edificio colocó la ropa y el bolso de mano dentro de su holgada mochila. Cargó los cestos en su bolsa de plástico demasiado grande y los sacó de la tienda, arrojándolos a la parte posterior de su vehículo. Su único propósito era aparentar.
En el salón de belleza aparcó el coche en un espacio que daba a la calle, donde cualquiera que pasara conduciendo pudiera verlo perfectamente, y después entró en el local para rendirse a la estilista.
Aquello no era ningún estudio de Nueva York. El suelo de linóleo y las paredes revestidas de madera de los setenta aún hacían su función. La peluquera que le dio la bienvenida a Janeal se presentó como Carol, la hizo sentar en la silla de vinilo y le examinó los mechones de color caoba con uñas postizas innecesariamente largas. Un cigarrillo encendido reposaba en un cenicero en la estantería abarrotada de cosas. Habían cubierto de flores artificiales la base de los tres espejos del lugar.
Era perfecto.
—Quiero el cabello corto —anunció Janeal—. Quiero que tenga un aspecto natural. Y oscuro. No negro, pero tal vez chocolate.
La obesa mujer revisó el cabello de Janeal como un mono, acicalándolo.
—Corto quedará bien. Pero tienes una mechas demasiado bonitas para cubrirlas con un color chocolate.
—Estoy lista para el cambio.
—Cambio es lo que yo hago, querida. ¿Puedo convencerte para que te hagas algunas mechas oscuras?
Janeal negó con la cabeza. Carol fue hacia un armario y sacó una tarjeta de plástico blanco con pelo sintético anudado alrededor de los bordes.
—Aquí hay uno que se llama «burr noyer».
Se lo mostró a Janeal.
Beurre noir, leyó ella.
—No tengo ni idea de lo que quiere decir, pero es oscuro. ¿De dónde crees que vendrá con este nombre?
—Servirá.
Honestamente, a Janeal no le importaba mucho el resultado final. De hecho, si aquella mujer hacía una carnicería con sus mechas, mucho mejor.
Lo dejaría a su suerte porque en un lugar como aquel la estilista sería como un genio.
—Suena como si quisieras enmendar un error —dijo Carol.
Janeal no tuvo que contestar. Carol mantuvo la conversación hasta el final sin necesidad de un interlocutor.
Resultó que la mujer, aunque no fuera como para darle un premio, tampoco lo hacía mal. Trabajaba con rapidez, aplicando el color en primer lugar. Retocó las cejas de Janeal. Los trasfondos amarillos del marrón hicieron que la piel de Janeal pareciera ligeramente pálida, aunque eso no dañaría la impresión final que quería dar.
Carol cortó el pelo ondulado de Janeal, que llevaba a la altura de los hombros, para seguir la línea de las orejas y la nuca; entonces lo cubrió todo con una pesada espuma para darle un look de secado al aire. O de recién levantada, dependiendo del punto de vista.
Giró a Janeal en la silla para mirarla por delante y por detrás y Janeal atisbó el Escalade plateado en el aparcamiento al otro lado de la calle. Estaba tan satisfecha de ver que su plan funcionaba que le dio a Carol diez dólares de propina antes de preguntarle si podía usar el servicio. Carol señaló dónde estaba antes de lanzarse a otro monólogo con otro cliente.
Detrás de las puertas cerradas, Janeal marcó el número del servicio de taxis y les dio su localización. Sacó sus ropas «nuevas» y se cambió, y entonces metió todo lo que había llevado dentro del viejo bolso de mano.
Empujó la mochila vacía de Dolce & Gabbana detrás del inodoro y sintió un pequeño remordimiento de decepción por ello. Alguien se lo llevaría sin importar dónde había estado.
Con las gafas de sol puestas, se deslizó hasta la puerta trasera de la peluquería y deseó que el taxi fuera tan puntual como su anuncio en las páginas amarillas anunciaba.
De hecho, el taxista batió su récord de tiempo estimado de llegada en tres minutos.
Más que mejor.
Ella revolvió su bolso de tela como si buscara algo y entró en el vehículo sin levantar la cabeza.
—A la Casa de la Esperanza del Desierto —le dijo al conductor dándole la dirección.
El conductor asintió comprensivo y salió del lugar, sin la imperiosa necesidad de hablar que tenían todos los taxistas de Nueva York con los que ella se había encontrado. Gracias a Dios por los pequeños regalos.
El vehículo giró a la izquierda, de tal modo que pasó directamente entre el coche de alquiler y el Escalade plateado sospechoso. Janeal se atrevió a mirar por el rabillo del ojo.
El conductor estaba leyendo un periódico.