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Janeal necesitaba tiempo para pensar.
En un lugar destacado en su mente estaba decidir qué era lo que necesitaba defender de forma más inmediata: el mundo que tan cuidadosa y tan exitosamente había construido a su alrededor en los últimos quince años, o el sujeto a quien aquel mundo protegía. La junta de All Angles frunciría el ceño ante una escapada a Nuevo México por un período indefinido durante aquella crítica transición, y quién sabe lo que Milan podría tramar en su ausencia, tanto para ser restituido como por venganza.
También estaba Katie, la mujer que se había mantenido callada durante una década y media. Si rompía su silencio cuando viera a Robert, de todos modos, aquellos dos no tendrían ni idea de dónde buscar a Janeal, si es que querían hacerlo. Tal vez no quisieran. Tal vez Janeal era un personaje mucho menos importante en sus vidas de lo que ella suponía.
No estaba segura de si sentirse aliviada o molesta por aquella posibilidad.
Janeal regresó a Nueva York bastante trastornada. Aunque el plan de Sanso de poner a Robert detrás de su pista se había visto frustrado por la sorprendente supervivencia de Katie, Janeal no podía quitarse de la mente que era posible que Katie y Robert hablaran sobre ella. Finalmente. Y cuando lo hiciesen, ¿qué diría Katie?
Janeal tenía que saberlo. Cada minuto que pasaba su necesidad de saber crecía. Katie tenía el poder de arruinar los recuerdos que conservaba Robert de ella, de convertir a viejos amigos en enemigos, de poner fin a la vida de ensueño que Janeal había creado para sí misma.
El lunes por la mañana su cabeza empezó a martillearle más pronto de lo habitual. Entró tambaleándose en su nueva oficina (que aquel día parecía innecesariamente grande y asombrosamente brillante) a las nueve en punto. Alan Greenbrook la recibió en la puerta, y ella ignoró su apremiante sugerencia de que le informara de las nuevas rutinas que había que implementar. En vez de eso se acercó a la hilera de los interruptores que había detrás de la puerta y apagó dos de las tres luces que estaban encendidas.
—Ahora mismo los petardos que me estallan dentro de la cabeza tienen prioridad sobre cualquier otra cosa —dijo Janeal, avanzando para llegar a la estabilidad y equilibrio del escritorio—. Por ahora tu rutina se limita a poner un arma semiautomática apuntando a mi farmacéutico hasta que me rellene el frasco de Fioricet.
Rodeó el mobiliario y se dejó caer en la silla de terciopelo marrón con los ojos cerrados.
Alan permaneció de pie en la entrada, con los brazos cruzados y los pies separados y firmes. Habían tenido conversaciones como aquella otras veces. Era uno de los pocos temas que le borraban la sonrisa de la cara.
—No puede darle las medicinas hasta que…
—Una pistola, Alan. Usa una pistola si es necesario. Hoy no voy a salir de la oficina. —Se inclinó de nuevo sobre el reposacabezas con los ojos cerrados—. ¿Por qué percibo que aún estás en la puerta?
—Señora Johnson, sus episodios son cada vez más frecuentes. Y si también ganan en intensidad, tal vez debería considerar que el Fioricet la pone en peligro de…
—¿Eres médico, Alan? —Janeal se las arregló para abrir los ojos y encontrar la silueta que delataba su localización. La luz que le llegaba al cerebro palpitaba. Porque la última vez que lo comprobé eras un ayudante inútil. Haz lo que te he pedido para dejar de ser un inútil, o preséntame tu renuncia y yo misma te mandaré a la facultad de medicina de un puntapié.
Tuvo que cerrar de nuevo los ojos y deseó que los medicamentos que se había tomado en el ascensor empezaran a hacer efecto pronto. A la vez deseó que él entendiera su sarcasmo como lo que era, sarcasmo. No era un empleado al que quisiera perder.
Alan suspiró como si fuera el hijo sufriente de una vieja arpía poco razonable (en realidad ella podría tener una cita con él si quisiera), pero se fue sin decir nada más.
—¿Señora Johnson?
Una voz femenina la importunó.
—Ahora no.
—Me envían a preguntarle…
—He dicho que ahora no.
La mano de Janeal asió el objeto más cercano que había en su escritorio, su café matutino, y, con los ojos aún cerrados, lo lanzó hacia la voz.
El ruido del café al salpicar el suelo fue correspondido por un grito ahogado, seguido por las mesuradas palabras de Alan. Janeal le imaginó tomando a aquella ignorante del codo y llevándosela mientras le explicaba las reglas de la comunicación en la oficina.
Janeal permanecía sentada, deseando que el aura de su dolor de cabeza desapareciese, deseando recobrar las fuerzas de nuevo para planear lo que tenía que hacer para proteger su fututo, deseando que Katie olvidara que Janeal había existido jamás.
Se quedó dormida.
Puso su mano sobre una puerta de madera y la presionó hacia dentro. Una habitación de hospital, sin luz y apestando a carne carbonizada. Entró en la negrura.
Un fuerte viento succionó la puerta y la cerró detrás de ella. Su cuerpo entero se estremeció ante el estrépito, que actuó como una especie de detonante. La luz inundó la habitación: llamas que lamían el dobladillo de las cortinas corridas. En pocos segundos los cuatro paneles estaban ardiendo.
Se giró hacia la puerta para salir de la habitación y agarró el pomo. El metal quemaba y la palma de su mano crepitó como carne en una parrilla. Gritó y se soltó. Trozos de su carne se quedaron pegados al herraje que ardía lentamente. Se sujetó la herida y miró cómo se fundía el pomo.
Alguien la llamaba. Katie. Katie la estaba llamando, y Sanso. Se giró y se dio cuenta por primera vez que había alguien en la cama del hospital. Sanso yacía allí, haciéndole señas para que se acercara con sus dedos seductores. Una llama de las cortinas saltó a una esquina de la sábana y empezó a extenderse, una incontenible llamarada sobre un campo de fibras de algodón.
No tenías que haberme dejado, Janeal, decía Sanso. Lo decía él, pero la voz era de Katie.
Janeal cerró los ojos, respirando con dificultad, apoyándose en la puerta cerrada por la que no podía salir.
Chocó contra algo (alguien) que le sujetaba los hombros. Robert. Le reconoció sin necesidad de mirar, y empezó a encorvarse con alivio. Le dolía la cabeza; la mano le ardía ferozmente. Él la rescataría. Él la amaría.
Robert la apartó de un empujón.
Directamente hacia la cama en llamas.
Janeal extendió las manos, aunque no había nada en su camino que detuviera su trayectoria. Se golpeó con los codos rígidos.
Y se despertó a cuatro patas sobre el suelo de su oficina, con las palmas de las manos irritadas por la fricción de la alfombra.
Sin aliento, abrió los ojos. Nada en su nueva oficina estaba en llamas. No había nadie más en su gran despacho. Tenía la cabeza clara y liviana.
Se desentumeció y bajó la frente hacia la alfombra, como si fuera la pista de aterrizaje de una patria que pensaba que ya no volvería a ver jamás. Si alguien entraba diría que se le había perdido un pendiente.
Janeal respiró profundamente durante algunos segundos. Quizá fueron minutos. Aquella era una pesadilla que ya había tenido, pero que no se había repetido en los últimos años. Aunque la habitación de hospital era una nueva localización, y los papeles estaban mezclados. Anteriormente era Katie la que estaba en la cama y Sanso el que la apartaba a empujones.
Y Robert el que la asía antes de ser engullida por el fuego.
El teléfono de Janeal estaba sonando.
Lo dejó sonar mientras se recostaba sobre sus talones y se agarraba a su escritorio para tomar impulso y volver a sentarse en la silla, que había rodado hacia atrás unos metros. La súbita ruptura en la corriente habitual de interrupciones humanas la llenó de agradecimiento. Podía haber sido una intervención divina.
O el lanzamiento de una taza de café. El líquido marrón aún goteaba en su puerta.
Se acordó de las manos de Robert en sus omóplatos, empujándola, e involuntariamente se estremeció.
Janeal se levantó y se dirigió al baño independiente adyacente al cuarto de baño privado de la oficina, pensando que tal vez Alan podría haber colgado una chaqueta o un jersey antes de su llegada. Abrió las puertas con espejos del armario.
Lo que había dentro no era, en absoluto, lo que ella esperaba encontrar. Pegado en el panel trasero había una grotesca imagen de sí misma (no era ella en realidad, sino su cabeza, manipulada electrónicamente para hacerla encajar en el cuerpo desnudo de una mujer en extraña postura). Obra de Milan. La foto estaba entre las imágenes más viles y violentas que Janeal hubiera visto, haciéndole cerrar inmediatamente las puertas del armario.
Las abrió de nuevo sólo para arrancar la foto de la superficie de nogal y leer rápidamente el mensaje garabateado con un rotulador encima de la imagen.
Sin perdón.
Janeal dobló el papel en dos y cruzó la habitación para alimentar con él la trituradora de papel. Cuando terminó de devorarlo se dio cuenta de que tenía que haberlo guardado como posible prueba incriminatoria.
Por otro lado, si Milan iba en serio la proveería de otras muchas pruebas. De pasada se preguntó hasta dónde podía llegar la animosidad de Milan.
Sin perdón.
¿Y qué? Janeal no necesitaba el perdón de Mil…
Y en ese momento, Janeal descubrió lo que necesitaba hacer para asegurarse el silencio de Katie y tal vez también el de Robert. Si tenía éxito, podría proteger aquella pequeña vida feliz que había creado para sí misma.