34

A pesar de las objeciones de Lucille, Katie lo arregló todo para que Robert se alojara en un ala donde había tres habitaciones vacías. Robert le prometió a Lucille que no sería una distracción para ninguna de las residentes y que no se cruzaría en el camino de nadie.

De todos modos, de su parte, Katie iba a ser la única persona de aquella casa a la que él vería durante toda la semana. Brian iba a dormir con él aquella noche y por la mañana se largaría de vuelta a Arizona. Había dicho algo sobre querer respetar el deseo de privacidad de Katie. Robert no le creía, aunque tampoco le importaba por qué se iba Brian, sólo que se iba. Necesitaba pasar un tiempo con Katie. A solas.

El domingo por la mañana Brian usó su cacharro inalámbrico para reservar un vuelo con salida desde el aeropuerto municipal de Santa Fe, y después despertó a Robert a empujones a las siete y media para que le llevara. Katie aún no había salido de su habitación, por lo que sabía Robert, y condujo montaña abajo a regañadientes sin tener tiempo de decirle a ella dónde iba. Aunque Brian ya no consideraba a Katie como una historia en potencia, insistía en molestar a Robert para que le facilitara el acceso a Sanso, una promesa que Robert rechazó hacer. Dejó a Brian en el aparcamiento, seguro de que pronto volvería a tener noticias del chaval.

En el camino de vuelta consiguió artículos de aseo y otros artículos que necesitaba y después llamó a Harlan para solicitar un permiso de una semana.

Harlan le dijo que mejor se tomara dos.

—No has tenido vacaciones en tres años —dijo el hombre—. Ni se te ocurra volver un día antes.

Robert aparcó su camioneta en la Casa de la Esperanza poco después de las diez y media.

El silencio del domingo por la mañana parecía anormal comparado con la cháchara de las mujeres y las pisadas que habían llenado los pasillos la noche anterior. El sonido de una cacerola chapoteando contra un fregadero de metal llevó a Robert a la vieja cocina, donde sólo estaba Katie. Llevaba el cabello recogido y estaba sacando una vaporera de una cazuela en el fuego. Sobre la isla donde Brian y él habían tomado té helado cuando llegaron había un revoltijo de hojas de col, especias, cebollas, arroz cocido y un bol con lo que parecía ser carne picada.

Sármi —dijo Robert—. No lo he comido desde que…

No lo había comido desde que Janeal lo preparó por última vez, la semana antes de su muerte.

—No puedo prometerte que salga bien —dijo Katie mientras ponía la vaporera en el fregadero—. Ha pasado mucho tiempo. Por aquí no hay mucha demanda de hojas de col rellenas.

Se inclinó sobre la parrilla que había en el fuego y olfateó. Las tres brochetas rellenas de ternera finamente cortada y pimientos parecían estar casi a punto. Con tanta facilidad como si pudiera ver lo que estaba haciendo, clavó un tenedor en un trozo de carne para comprobar si ya estaba listo y se desmenuzó sin problemas. Katie puso las brochetas en platos, dos para él y una para ella, al lado de una ración de arroz integral sazonado con hierbas. Entonces usó un par de pinzas de madera para sacar el contenido de la vaporera.

—¿Te importa almorzar temprano? —preguntó ella.

—Me muero de hambre. ¿Cuándo volviste a cocinar? —preguntó Robert. Se sentó y pensó que aquella comida era el manjar más apetitoso que había visto en mucho tiempo.

—Resulta que cocinar es terapéutico.

Él esperó a que ella se explicara, pero no lo hizo. Tal vez le estaba invitando a unirse a ella.

—¿Dónde guardan la vajilla? —preguntó Robert.

Katie señaló un armario.

Robert sacó lo que pensó que necesitarían, sin querer nada más en aquel momento que hablarle a Katie de todo lo que había pasado durante aquellos años buscando a Sanso, de su único objetivo, de la semana que les llevó al día en que finalmente todo aquello sucedió. Ella entendería las emociones que sentía pero que no podía expresar. ¿Pero por dónde empezar? ¿Y querría ella hablar del pasado, de Sanso y de lo que había pasado la noche en que sus vidas habían ardido hasta los cimientos?

Se movían por la cocina en silencio mientras Katie llenaba los platos y Robert buscaba los cubiertos y ayudaba a despejar dos huecos lo suficientemente grandes para que ambos pudieran comer.

Roberto tomó un bocado de la brocheta de ternera. El adobo era picante y dulce, y tenía una pizca de curry.

—Esto está increíble.

Katie sonrió.

Comieron sin hablar durante largos minutos, y la torpeza se apoderó de la mente de Robert como algo nuevo e inesperado. Se puso un rollito de col en la boca y lo masticó con lentitud.

Estudiaba a Katie, que daba pequeños bocados. Se había quitado la cinta del pelo, permitiendo que le cayera como una cascada sobre un lado de la cara.

—Saben como los que hacía Janeal —se atrevió a decir.

Los ojos de Katie se empañaron.

—Lo siento. Quiero decir… Quería que fuese un cumplido.

Y una invitación a una conversación de verdad.

—Lo ha sido. Es por eso que los hice, ya sabes.

—¿Porque querías un cumplido?

—No, Robert. Hay que agarrar al toro por los cuernos…

—Cierto.

—Está bien hablar de ello.

—Es difícil saber por dónde empezar.

—¿Quieres hablar?

Él quería. Y no quería. Masticó lentamente antes de decir:

—Claro.

Entonces Katie se rió y él se sintió estúpido.

—Ya veo que tendré que hacer de anfitriona de esta pequeña reunión nuestra.

—Has sido tú la que se ha mantenido en silencio todos estos años.

—Me parece justo.

—Nunca supe que habías sobrevivido. ¿Por qué le dijiste a la gente que no tenías nada que ver con la kumpanía?

—¿Cómo sabes eso?

—Me lo dijeron en el hospital.

Ella dejó su tenedor en la mesa.

—Al principio lo negué porque estaba asustada. El hombre que mató a nuestras familias estaba tan empeñado en matar que creí que vendría por mí. Hubiera sido imposible evitar las preguntas de los investigadores, de los medios de comunicación. Él lo hubiese averiguado.

—Sí, no se le habría pasado.

—Brian dijo que tú fuiste uno de los agentes que le detuvieron.

—Algún día te lo contaré. Sigue contando.

Katie apoyó sus codos en la mesa.

—Al cabo de un tiempo se volvió más fácil dejar el pasado atrás. Y llegó el día en que tomé la decisión de separarme conscientemente de aquel período de mi vida.

—Era demasiado doloroso pensar en ello.

Katie se mordió el labio y lo soltó.

—Esa sería la manera más sencilla de decirlo.

—Si hubiera sabido que estabas viva…

—Creo que fue mejor así. He necesitado todo este tiempo para recuperarme. ¿Cómo me has encontrado? No… primero lo primero. ¿Cómo… conseguiste que no te mataran aquella noche? ¿Qué pasó cuando fuiste a buscar a tu familia?

Robert empujó su plato a un lado y tomó ambas manos de Katie entre las suyas. Harlan era la única persona a la que se lo había contado, y de eso hacía diez años. Pero el relato de aquel horror se le repetía a menudo en la mente, incluyendo el momento en que había visto morir al padre de Katie y a Sanso arrastrándola a ella hacia la casa de reunión. Lenta y abiertamente se lo contó todo.

Cuando terminó de hablar sus caras estaban bañadas en lágrimas.

—¿Tú resultaste…?

Katie alzó el brazo para tocar su mejilla y él le agarró la mano, apretándola contra su piel y cerrando los ojos para concentrase en su calidez. Él negó con la cabeza.

—¿Y tú? —preguntó Robert devolviéndole la caricia sin importarle la cicatriz que le bajaba por un lado del rostro y desaparecía debajo del jersey de cuello alto—. ¿Cómo sucedió?

—Es una suerte que no recuerde gran parte de lo que ocurrió —dijo ella. Se soltó de Robert, deslizando sus dedos por el pelo. Un mechón de cabello se enganchó en el anillo que llevaba en el dedo anular de su mano derecha, seis pequeños diamantes engarzados en la anchura de una fina banda de oro. Por primera vez Robert se dio cuenta de que la preciosa melena de Katie era una peluca—. Es una suerte que no pueda verlo.

—¿Por qué dices eso?

—Mi cuerpo. Soy espantosa, Robert.

—Eres la mujer más hermosa que jamás haya visto.

Era la opinión más firme que había sostenido sobre una mujer durante mucho tiempo, y brotó de él sin ni siquiera pensarlo.

—No lo soy.

La idea de que Katie pensara que él no estaba siendo sincero le dolió. Robert deseaba tocarla de nuevo, pero no quería ofenderla, no quería que dejara de hablar.

—¿Qué partes recuerdas?

Ella negó con la cabeza y se tapó los ojos con las manos llenas de cicatrices.

—No me gusta hablar de eso.

—Puedes hablar conmigo.

—Yo nunca… Voy a necesitar algún tiempo para ponerlo todo en orden en mi mente.

Robert esperó.

—Janeal —dijo Katie. Y no dijo nada más durante un minuto entero.

Robert insistió con dulzura.

—¿Janeal qué?

Treinta segundos más tarde Katie negó de nuevo con la cabeza y se enjugó los ojos. Se puso en pie y recogió los platos a medio comer.

—Janeal lo intentó —dijo.

Entonces Katie llevó los platos al fregadero y fue rescatada de decir nada más por Lucille, que irrumpió en la cocina echando humo por las orejas. Exigió la presencia de Katie para una reunión de emergencia respecto a una de las residentes.

—Ahora iré —dijo Katie, pero no se apresuró en colocar los rollitos de col que no se habían comido en pequeñas bolsas de plástico. Lucille cerró con un portazo y Robert miró a Katie limpiar los restos de su proyecto culinario de forma rítmica, calmada y pensativa, moviéndose como si sus pasos estuvieran medidos y coreografiados. Robert estiró el brazo y rozó la mano de Katie cuando ella pasó por su lado, y le sugirió que tal vez podían salir a pasear juntos cuando la reunión hubiese finalizado.

Katie le apretó los dedos sin decir sí o no.

—Tómate todo el tiempo que necesites —dijo Robert.

***

La voz de Lucille le llegó a Katie diez pasos antes de llegar en la oficina. Parecía que Lucille había empezado sin ella en esta ocasión, y Katie se alegraba. La conversación con Robert la había descentrado.

—¡Seiscientos dólares! —estaba diciendo Lucille—. ¿Y crees que mereces quedarte aquí? Tienes suerte de que aún no haya llamado a la policía.

Katie entró en la habitación.

—Dime por qué no debería entregarte a las autoridades —preguntaba Lucille.

—Lucille.

Katie le rogó que se calmara.

—No es una pregunta difícil. Dime por qué, Rita.

—Lo siento mucho.

—¡Lo que sientes es que te hayan pillado!

—No… se suponía que sólo sería un poquito, una sola vez. Mi hermano necesitaba ayuda. Nunca quise tomar tanto…

—Le has robado a todas las mujeres de esta casa, Rita. ¡Como si nos sobrase el dinero, en primer lugar! Como si no pagásemos tu manutención, tu alojamiento y tu rehabilitación. ¿Acaso piensas que es gratis? ¿Crees que el gobierno lo subvenciona todo? Déjame decirte lo que vale…

—Lucille, es suficiente.

Las palabras de Katie, aun pronunciadas varios decibelios por debajo de las de las otras dos mujeres, fueron lo suficientemente convincentes para hacer que Lucille diera marcha atrás. Oyó que Lucille se acercaba a su escritorio y levantaba el teléfono de la horquilla.

—Gracias a ella ya llevamos dos semanas de retraso en el pago de la hipoteca —farfulló.

—Limítate a llamar a la policía —dijo Katie. Entonces se giró hacia Rita—. Cuéntame qué pasa con tu hermano.

Al sonido de un pañuelo de papel saliendo de una caja le siguió un ligero lloriqueo.

—¿Con qué necesita ayuda?

—Él… eh… perdió su trabajo. Tiene tres hijos. Su esposa tiene cáncer. Necesitaba algo para ir tirando.

Katie acercó una silla delante de Rita, que sollozaba en el sofá. El cálido sol de la tarde se derramaba en la espalda de Katie.

—El dinero puede ser un autentico talón de Aquiles para algunos de nosotros, ¿no es cierto? —dijo Katie—. Está justo ahí, a nuestro alcance, y pensamos que lo necesitamos por una buena causa. Y antes de darnos cuenta ya lo tenemos en la mano.

Rita se sonó la nariz.

—Comprendo esa clase de tentación. Créeme, la comprendo.

Rita no contestó.

—Ahora mismo esta casa está funcionando con lo justo para «ir tirando», como tú has dicho. Confiamos lo suficiente en ti para que nos ayudases con los libros y lo vieras por ti misma. ¿Estoy en lo cierto? Sí. Así que creo que entiendes qué significa haber perdido seiscientos dólares —hizo una pausa—. También entiendes por qué debemos dar parte de esto.

—No volverá a suceder.

—Es una buena promesa, y creo que ahora mismo estás siendo genuina, pero no puedo llevar una promesa al banco.

Más lloriqueo.

—Lo devolveré.

—Tal vez. Creo que podrías hacerlo. Mientras tanto, no puedo salvarte de las consecuencias de lo que has hecho, Rita. Dejar que te quedes aquí es poner en riesgo a todas las demás mujeres del programa. Ellas deben creer que nos tomamos las normas de la casa en serio. Y tú has cometido un delito.

Los llantos de la chica aumentaron otra vez de volumen.

—Por favor, no me hagan ir a la cárcel.

Katie posó su mano sobre la rodilla de Rita, donde la tela de sus tejanos estaba raída. Lucille tenía a un oficial de policía al teléfono y le estaba explicando lo que había sucedido. Katie suspiró. Deseaba poder darle a todo el mundo un millón de segundas oportunidades, tantas segundas oportunidades como necesitaran para recuperarse después de un terrible error.

Ella, de entre toda la gente, comprendía el poder de aquella clase de misericordia, nada más y nada menos que un milagro. Un milagro que una vez se le había concedido a ella; un milagro que creía no merecer.

—Será un juez quien decida lo que va a pasarte.

El teléfono de Lucille se sacudió en la horquilla cuando la llamada terminó.

—Están de camino.

—Pero te diré lo que puedo hacer yo —le dijo Katie a Rita—. Si es que dices en serio que quieres arreglar esto.

—Haré lo que quieran. Lo siento mucho.

—Voy a estar a tu lado en todo esto. Iré contigo a las vistas; te visitaré si te encarcelan. Si necesitas a alguien con quien hablar, puedes llamarme.

Cuando Lucille se sentó el aire salió despedido de la silla de vinilo, que crujió sonoramente.

—Te lo juro, Katie, eres la santa patrona de las causas perdidas.

Katie mantuvo su atención sobre Rita.

—Le dices al juez la verdad de lo que ha sucedido. Me esfumaré si descubro que sólo has contado mentiras piadosas. Aceptas las consecuencias con dignidad. Cumples tu condena. Organizas un plan para devolver este dinero a las demás residentes, aunque te lleve veinte años hacerlo. Yo puedo ayudarte con eso.

—Lo haré. Lo haré.

—Asistirás a todos los programas de rehabilitación que te asigne el juez. No te perderás ni una sola reunión, aunque estés muriéndote de alguna enfermedad incurable.

—Lo haré.

—Y vendrás conmigo a la iglesia una vez al mes. Sin quejas. Sin excusas.

Rita no respondió a esto último.

—Si haces todo esto, Rita, si pruebas que tus disculpas son sinceras y puedes ganarte de nuevo mi confianza, te dejaré volver a esta casa cuando todo termine.

—Tenía que haberlo visto venir —dijo Lucille.

—Habla demasiado —dijo Katie sin apartar su cara de Rita—, pero será la primera en darte un abrazo si regresas aquí.

—Eso es lo que crees.

Rita no dejó de darles las gracias a ambas mujeres.

—Empaqueta tus cosas y tráemelas —le dijo Katie—. Me ocuparé de ellas por ti.

—Saldrá huyendo —dijo Lucille cuando Rita se marchó.

—Entonces anda a vigilarla —dijo Katie.

Lucille no se fue.

—No sé por qué haces eso.

—La gente visita esta casa esperando descubrir lo que nos diferencia del resto. Y tú sabes que es porque vemos a todas las personas como iguales. Tú, yo y el resto de nuestro personal, todos somos capaces de lo peor. Algunos de nosotros aceptamos la gracia y la misericordia cuando nos es dada, y otros no. Eso no significa que yo tenga que dejar de repartir perdón.

—No necesitas ponerte religiosa conmigo de nuevo, Katie.

Katie se rió. Amaba a su insensible compañera como si fuera una hermana.

—No se trata de religión, sino de redención.

—Rita no reconocería la redención ni aunque Jesús mismo se la pusiera delante.

—Algunos de nosotros requerimos más tiempo que otros para reconocerla. O medidas más drásticas.

—Bueno, si estoy en lo cierto, esa chica tendrá que ir y volver andando sobre carbones ardientes en llamas antes de ser capaz de reconocer una segunda oportunidad.

Lucille no podía imaginar el impacto de su elección de palabras.

—Algunos de nosotros lo hacemos —dijo Katie.

—Dudo mucho que tú necesitases alguna vez una segunda oportunidad para algo, Katie.

Escuchó cómo Lucille salía al pasillo para seguir a Rita.

Si ella supiera…