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Por el tatuaje de su bíceps derecho (una daga clavada en un fajo de billetes), Sanso sabía que el enfermero que le traía la cena no era un enfermero. Las gotas de sudor sobre el labio superior y el esfuerzo que hizo para no mirar a los ojos de Sanso se lo confirmaron: era un delincuente de bajo rango en el imperio de Sanso, un plebeyo criminal, alguien prescindible, un escurridizo miembro de la familia que podía hacer una entrega arriesgada y ser asesinado si era necesario para cubrir un trabajo chapucero.

Sanso le había estado esperando.

El chico de los recados colocó un plato de melamina tapado sobre la mesa de la cama y puso la comida al alcance de Sanso. Se pasó el dorso de la mano por la frente sudorosa.

—Has tardado mucho —se quejó Sanso. Más tarde se preguntaría por qué la entrega se había demorado dos días si todo había salido conforme al plan previsto.

—Disculpas del chef —farfulló el hombre—. La primera tanda de patatas se estropeó.

Se apartó de la cama y se dio la vuelta para salir deprisa de la habitación, tropezando con la silla en la que Janeal Mikkado se había sentado. Al menos el muy patán no se cayó.

Janeal, Janeal. Ella entendía tan poco, concretamente no entendía que el anhelo que impulsaba a Sanso no era por Robert, que no merecía su tiempo, sino por ella. Sabía que ella vendría en su búsqueda. No le había decepcionado.

Sanso levantó la tapa del plato, satisfecho de saber que la conocía tan bien. Judías verdes de color gris, un correoso bistec Salisbury y una generosa montaña de espeso puré de papas. Gelatina. Había esperado todos aquellos años a que ella descubriera la verdad por sí misma, y aunque nunca hubiera planeado su propio arresto para provocar su regreso, al final había funcionado bastante bien. Cuanto mejor lo hiciese convenciéndola de que Robert era su objetivo, más rápido cedería a la voluntad de Sanso.

Al plan que tenía para la vida de Janeal Mikkado.

Su plan de poseerla totalmente; no por la fuerza, sino porque ella se rindiera por voluntad propia. Ella traicionaría a Robert para salvar su pellejo con tanta facilidad como le había entregado a su padre y a su amiga. Entonces su transformación sería completa.

La espera merecía la pena.

Levantó la fina cuchara de metal y la introdujo en la enorme ración de patatas. La cuchara se deslizó por el lateral de un objeto invisible. Sanso lo rescató del plato. Una jeringuilla envuelta en plástico y una botella de cristal sin etiqueta. Desenvolvió el revoltijo y retiró la jeringa, deslizándola bajo las sábanas a su lado. Entonces levantó la botella, que parecía contener agua, pero que, si Callista había hecho su trabajo, contenía suficiente carfentanilo para derribar a un gorila en cuestión de minutos.

Y a un hombre en cuestión de segundos. Ocho mil veces más fuerte que la heroína, sería como un viaje.

Puso la botella al lado de la jeringuilla y se comió lo que quedaba en el plato.

Un enfermero distinto se llevó la bandeja con las sobras una hora más tarde, y dos horas después de aquello la enfermera de noche comprobó los vendajes de su costado y declaró que su evolución era tan favorable que en uno o días saldría de aquella prisión para entrar en otra. Sanso no les dirigió la palabra a ninguno de los dos.

A medianoche, como todas las noches, escuchó cómo la enfermera le decía a la persona que guardaba la puerta que iba a bajar a tomar un café. ¿Quería que le trajese lo de siempre? Sanso no pudo escuchar la respuesta pero sí oyó la campanilla de las puertas del ascensor que anunciaba que la mujer ya se había ido.

Sacó el vial de cristal y llenó la jeringuilla, y se la colocó en la palma de la mano izquierda, la aguja hacia abajo y el pulgar en el émbolo. Su muñeca izquierda estaba esposada a la barandilla de la cama, que hizo bajar para poder sentarse y columpiar las piernas en el borde. Le quemaba el costado allí donde la bala le había perforado el hígado y lo había atravesado. Un mal menor, pensó.

Sanso voceó. Cuando el guardia no respondió, Sanso agarró la cuña limpia de los pies de la cama y la arrojó hacia la puerta cerrada.

El guardia, un tipo pulcro que parecía un federal, con el pelo negro arreglado y bien afeitado, se asomó a la habitación, con una mano aún asida al pomo exterior de la puerta.

Sanso hizo repiquetear las esposas que mantenían su brazo izquierdo amarrado a la cama.

—¿Llevas al baño a este tipo? —preguntó.

—Llamaré a la enfermera.

La puerta empezó a cerrarse.

—¿Tú las has visto? ¿Crees que se puede hacer algo en el baño con su aliento pegado a la nuca?

—Sobrevivirás.

—Dame un respiro, por favor. De hombre a hombre.

La cabeza del agente del FBI volvió a aparecer.

—Usa la cuña.

—Si hago eso, ¿qué crees que pasará la próxima vez que te llame? —Sanso gesticuló hacia el lugar donde había caído la cuña—. Si tú no quieres, dile a tu compañero que lo haga.

—Si fuera tan afortunado de tener a alguien más aquí para hacer tu trabajo sucio, lo haría.

Entró en la habitación y se inclinó para recoger la cuña, entonces dio tres pasos hacia la cama. La puerta aleteó y se cerró con un chasquido.

—Tira esto de nuevo, vacío o lleno, y la próxima vez te lo harás encima. Seguro que eso te granjearía las simpatías del personal.

Su brazo derecho se balanceó para soltar la cuña, que aterrizó sobre el pecho de Sanso. Sanso se inclinó hacia delante y la dejó rebotar, concentrado en la muñeca extendida del guardia, que había llegado lo suficientemente cerca de Sanso para agarrarla con su mano libre. Con un rápido movimiento, ayudado por el elemento sorpresa, retorció el brazo del agente y le hizo girar, arrastrándole hacia la cama.

El guardia reaccionó igual de rápido, aprovechándose de la inercia de su caída para zafar su muñeca del agarre de Sanso. El hombre dio un cuarto más de vuelta, sin duda intentando evitar aterrizar en la cama con la espalda expuesta, aunque eso fue precisamente lo que consiguió. Sanso, que había girado la jeringuilla en su mano esposada para que apuntara hacia arriba, apretó el émbolo en el mismo momento en que la aguja penetraba en la parte más carnosa de la cadera de su oponente.

Los ojos del agente se abrieron de par en par y dio un grito ahogado, y Sanso lanzó todo el peso de su cuerpo contra el hombre, dándole un codazo debajo de la barbilla para evitar que gritase fuerte, y clavándole una rodilla en la ingle. Unos cuantos golpes similares bastaron para minimizar el impacto de los puños con los que se debatieron durante los treinta segundos que le tomó al agente quedarse sin fuerzas.

El hombre estaba consciente pero paralizado cuando Sanso lo liberó y empezó a rebuscar en sus bolsillos la llave de sus esposas. No había imaginado quedarse sin aliento. La muñeca de Sanso sangraba allí donde el metal le había cortado durante las contorsiones de la escaramuza, y la jeringuilla estaba ensangrentada. La dejó caer al suelo y de una patada la metió debajo de la cama.

Sanso encontró la llave con rapidez, se liberó y empezó a desnudar al hombre inmóvil. Por suerte para él, el agente tenía una complexión similar a la suya. Desgraciadamente para el agente, eso significaba que sin duda alguna no iba a sobrevivir a aquella experiencia. Casi se le habían cerrado los ojos y su respiración se había hecho trabajosa. El botón del puño de la camisa se le enganchó en una alianza cuando Sanso tiró de él. No podía hacer nada al respecto. Aquellos hombres deberían casarse con su trabajo si les importaba alguien en el mundo.

Mentalmente calculó que aún le quedaban unos cuatro minutos antes de que la enfermera del turno de noche regresara. No es que le preocupara mucho lo que tardaría en eliminarla; sólo sería un tanto molesto.

En un minuto se vistió. En menos de dos ya estaba en el ascensor, directo al garaje de la última planta, usando el teléfono del agente para llamar a Callista y deseando que la herida de su costado no se abriera.