25

En su apartamento, su loft de la décima planta con vistas a todo Broadway, Janeal se sentó descalza en el sofá de ante de Ethan Allen, con un vaso de vino tinto entre las manos, que hacía muy buen juego con sus medicinas para la migraña.

SALAZAR SANSO, CÉLEBRE SEÑOR DE LA DROGA, APRESADO EN ARIZONA

La alerta se había estado repitiendo en su cabeza en un bucle mental durante las últimas cuatro horas. La noche anterior no había dormido por culpa de un novio lleno de malas noticias en su vida; aquella noche se quedaría despierta por otro, un fantasma al que temía pero que creyó que nunca le daría caza.

Salazar Sanso.

Y Robert Lukin. Robert estaba vivo y se había juntado con Salazar por caminos que Janeal nunca hubiera podido predecir. Vivo, aunque cada uno de los informes que leyó desde aquella noche insistían en que todos habían perecido. Por tercera vez se terminó de un trago el vaso de vino e intentó bloquear los pensamientos de lo que hubiera sido su vida si ella lo hubiera sabido. O si él hubiera sabido de ella.

No era difícil rememorar su amor por él. Comparado con el resto de hombres que había usado, Robert se mantenía a un lado como único. Él había sido su primer amor, el hombre al que quería pero que no pudo tener. Nunca lo pudo tener.

Al pensar en él de aquella manera le estalló dentro un deseo irracional de traerle de vuelta. No le perdió por su culpa. Katie se lo había quitado.

Pero ahora sólo estaban Janeal y Robert.

Sacudió la cabeza para aclarársela.

La resurrección de Robert y Sanso el mismo día hizo que la mente de Janeal virase hacia su padre, abriendo un dolor en ella tan fresco como el momento en que Sanso lo puso a descansar sobre aquella maldita mesa de billar. Su mente tensó la correa: si su padre hubiera sobrevivido, si hubieran escapado juntos de Sanso, si nunca le hubiera dado la mano al enemigo de su padre…

Si, si, si.

La palabra sonaba como si desgarrara su corazón en dos. Lo mantuvo unido con un fuerte pensamiento: nunca.

Ella nunca volvería a conocer la paz del amor de su padre.

Robert representaba otras posibilidades, ninguna tan optimista como sus fantasías. Calmó su recién despedazado corazón centrándose en lo siguiente que iba a hacer.

Qué hacer si Sanso le contaba a Robert que estaba viva.

Sería una revelación inoportuna desde su lado de las cosas. Él trabajaba ahora para ellos, para la DEA, cuyo dinero ella había usado para comenzar aquella vida refinada que ahora llevaba. ¿Hasta dónde llegarían para recuperarlo si alguien les contaba que no había sido incinerado?

No había llegado hasta donde estaba tomando decisiones por instinto. Aquel momento de descubrimiento, como tantos otros a lo largo de su vida adulta, necesitaba ser calculado con mucho cuidado.

Primera opción: no hacer nada. Confiar en que Sanso mantuviera ahora su palabra de no perseguirla nunca, como había hecho durante quince años. El problema era que a él no le habían detenido hasta entonces, nunca se había tenido que ver las caras con cualquiera que fuese la inquisitiva ley de enjuiciamiento que tenían en mente para él. ¿Le convencerían para que dijese algo sobre la masacre, el dinero, sobre ella, antes de que hubiesen terminado?

Segunda opción: hacerle una visita a Sanso, si podía, con la excusa del periodismo. Renovar su acuerdo. Ofrecerle un pago por su silencio (ella ahora tenía más de un millón para gastarse), o asegurar su representación legal.

Janeal cortó de raíz aquella idea antes de que floreciese. Sería más que estúpido revelarse tan abiertamente. Por lo que sabía, él creía que ella ya no existía. Al final, no tendría idea de quién sería Jane Johnson.

O quizá él la había estado vigilando en cada movimiento, esperando un momento como aquel.

En tal caso ella debería esperar a que él la llamase. A que hiciese cualquier petición que él pensase que podía obtener. Porque si él sabía dónde estaba y quién era, se pondría en contacto.

Tercera opción: contratar a un periodista que cubriera la historia y le informara directamente a ella. Vigilar a Sanso a través de un tercero. Su mala reputación le dejaba fuera de la línea editorial de la revista, pero podría encontrar la presentación adecuada para la persona adecuada. Le vino Wally Coville a la mente. Podría sugerirle una biografía a alguien de su círculo de editores. Amos Sinclair estaría dispuesto a hacerlo. O Bernard Watkins.

Sí, la tercera opción sería por ahora la mejor ruta.

Janeal colocó el vaso de vino sobre la mesa de café y abrió el portátil que había dejado allí, despertándolo.

La perspectiva de lo que podría pasar si se veía expuesta (no, no solamente expuesta, sino expuesta en una afiliación con el monstruo de Sanso) estaba demasiado fuera del alcance de sus planes vitales para contemplarlo aún.

Mientras el portátil avanzaba con sus simulados estiramientos y bostezos, los ojos de Janeal subieron hasta la pared cercana a la puerta principal. Colgando allí, apresados entre dos paneles de cristal y rodeados de un marco de madera encalada, estaba el paquete de guisantes de olor.

El paquete que Katie Morgon le había regalado.

Al principio, Janeal colgó las semillas allí para recordar a Katie mientras iba y venía en el día a día. Desde un punto de vista más dramático, intentaba recordarse a sí misma que la decisión que tomó tantos años atrás en realidad había evitado que una vida floreciera. Era un castigo pequeño pero adecuado.

Aquel recordatorio perdió el sentido con el tiempo, y la culpa perdió intensidad, reemplazada por una idea que podía apreciar más fácilmente: ella había salvado una vida… la suya. En vez de dos, solamente había muerto una persona. Sin saber exactamente cuándo pasó, las semillas se convirtieron en una absolución más que en un recordatorio. Su elección pudo haber sido peor.

Podría haber sido una pérdida completa.

¿Qué sobre tu padre? La duda abofeteaba su autoconfianza cada vez que miraba las semillas. Aquella noche consideraba seriamente deshacerse de ellas. Se quedó en el sofá, sin embargo, y apartó la mirada, repitiendo el mantra que había llegado a creerse.

No pude hacer nada par salvarle. Él mismo se lo buscó.

Le dolía el corazón. Tomó otro sorbo de vino.

Su ordenador lanzó un pitido y Janeal introdujo la dirección web privada donde podría mirar las historias nada más ser archivadas. Se detuvo en las páginas de los cinco canales de noticias principales y después empezó a buscar los blogs de periodistas que se encargaban de los sucesos.

Tendría que hacer su selección con precaución.

***

—Creía que tu compañero dijo que conducías un BMW —dijo Brian cuando llegaron a las afueras de Albuquerque. El amanecer de aquel sábado arrojaba una luz cegadora sobre el reportero. No había dejado de teclear en su minipantalla desde que dejaron Tucson.

Quizá exageraba, pensó Robert. Pero sólo un poco. El chico sabía teclear y hablar al mismo tiempo, y probablemente mascaba chicle también, todo sin saltarse una sílaba o un enlace.

—No tenemos compañeros —dijo Robert—. Tenemos equipos. Colegas. La DEA no es la policía local.

—Lo que tú digas. Deberías conducir un BMW. Con una suave tracción, y toda esa potencia… ¿Has visto el último M3 descapotable? Con una dirección variable de doble motor de válvulas, con una válvula reguladora para cada cilindro, para cada uno de los ocho, con tecnología de corriente de iones… es impresionante.

—Lo que tú digas.

—Entonces, ¿cómo esta chatarra oxidada ha pasado a ser conocida como BMW?

No era una chatarra oxidada. Era un conjunto de tuercas muy decente, una camioneta Ford muy fiable que fue novedad no hace tanto tiempo. Robert hizo el cálculo y llegó a la conclusión de que fue probablemente antes de que Brian decidiera a qué universidad ir.

—Har solía decir que la nueva camioneta era better than my wife [mejor que mi esposa]. Se convirtió en una especie de acróstico.

—Y apostaría algo a que se quedó soltero al año siguiente.

Tap, tap, tap.

Robert le miraba de reojo.

—A los dos años. Pero no por eso.

—Por supuesto que no. Es por el carácter. ¿Tú estás casado?

—No. He sido padrino. Nada más.

—Así que, desde que Harlan no tiene esposa y como tú no estás interesado, podemos llamar a la camioneta Best Man’s Woman [la mujer del padrino] —Brian se rió de su propio chiste.

Robert se sorbió la nariz.

—¿Qué te parece si tú me das las indicaciones para llegar al hospital?

Eran casi las ocho y media cuando los hombres entraron en el aparcamiento del Hospital de la Universidad de Nuevo México, un hospital universitario en un extenso campus médico que también ostentaba el único departamento de urgencias de primer nivel del estado. Robert aparcó y saltó fuera, dando un portazo. Brian se tomó su tiempo, estiró las piernas y recogió su mochila gris.

—¿Así que entras allí y enseñas tu brillante placa amarilla de la DEA de la parte trasera de tu cinturón y ellos te cuentan todo lo que quieras saber? —preguntó Brian cuando Robert rodeó el guardabarros delantero.

—Conseguir el nombre de un paciente no entra dentro precisamente del territorio de la confidencialidad.

—Cierto.

Tal y como lo decía Robert sonaba demasiado sencillo.

—Estoy buscando al testigo de un asesinato múltiple. Sería fácil conseguir una orden judicial si me hiciera falta.

Caminaron desde la estructura del aparcamiento por un puente peatonal hacia el interior del hospital.

—¿Puedes conseguir una? ¿Eso te corresponde? ¿Acaso el cariz de masac… de homicidio de este incidente no queda técnicamente fuera de tu jurisdicción? ¿O es que de noche trabajas para el FBI?

Robert se paró en medio del puente y plantó sus pies delante del periodista.

—No te molestes tanto en convencerme de que eres un cerebrito, Brian. Tenía que haber visto que era una idea estúpida traer a un periodista a este paseo.

Brian ladeó la cabeza por encima de su columna vertebral y abrió la boca de tal manera que parecía que de repente hubiera perdido cincuenta puntos de coeficiente intelectual.

—Sólo era una pregunta, hombre. ¿Por qué es tan importante que tú seas el único que…?

Robert puso los ojos en blanco y dio media vuelta, mordiéndose la lengua e intentando ser un poco más tolerante con el crío. Apenas acababa de dejar los pañales.

En el mostrador de recepción, en el decorado vestíbulo que daba al suroeste, una voluntaria que a Robert le recordó a la señora Golubovich le dirigió a la oficina de registros. La habían tenido que recolocar temporalmente en un contáiner móvil mientras estaba pendiente la remodelación de la oficina permanente. Caminaron hacia el exterior y subieron un puente sin hablar, mientras la atención de Robert regresaba al pasado y Brian estaba o demasiado distraído o demasiado ofendido para discutir sobre el asunto. Había sacado aquel chisme inalámbrico otra vez y no dejó de teclear durante el corto viaje.

La oficina tenía aire acondicionado y estaba llena a reventar de equipamiento informático, en vez de aquellos archivos de color Manila de los días pasados. Una chica morena, que no aparentaba ser mayor que Brian, levantó la vista desde la esquina del fondo de la oficina cuando la pareja entró.

—¿Sí?

—Síííí… —cantó Brian en voz baja, solo para los oídos de Robert. Se adelantó a Robert y se inclinó sobre el mostrador, cruzando un pie sobre el talón del otro. La chica se mantuvo en su asiento. Robert pudo ver el nombre que colgaba en una pinza en el bolsillo de su camisa. Alicia.

Brian desenterró su voz de periodista oficial.

—Estamos investigando un homicidio del que una mujer sin identificar pudo haber sido testigo hace algunos años. Necesitamos saber si alguna vez fue identificada.

Alicia puso cara de preocupación y miró a su alrededor, como si deseara no haber llegado tan pronto aquella mañana para que hubiese alguien allí ahora para ayudarla.

—No estoy segura de poder…

—Todo lo que necesitamos es un nombre. Ni detalles médicos ni información privilegiada. No necesitamos una dirección. De todas maneras, pasó hace tanto tiempo que es posible que esa información ya no sea válida.

—No pueden entrar aquí tan campantes y esperar…

Robert sacó la billetera de su bolsillo trasero.

—Por supuesto que no. Deberíamos haber empezado identificándonos. Soy el agente especial Robert Lukin, de la DEA. —Y sacó la identificación de su funda de plástico.

Alicia se puso en pie y se inclinó hacia él. Y parecía que no terminaría nunca de incorporarse de la silla. Robert lanzó una sonrisita disimulada cuando vio que la expresión de Brian pasaba de la autosuficiencia al asombro. La chica pasaba fácilmente del metro ochenta, y dos tercios de ella eran piernas. Convirtió en un enano al reportero. Brian se apartó del mostrador y se quedó parado con su altura poco impresionante.

Mientras examinaba la identificación de Robert, dijo:

—Una vez que se identifica a una desconocida ya no almacenamos sus informes bajo esa etiqueta.

Brian estaba tecleando otra vez, aparentemente contento de traspasar la conversación a Robert.

—Cualquier cosa que puedas proporcionarnos sería de gran ayuda —dijo Robert. Escribió algunas fechas en un trozo de papel y lo deslizó sobre el mostrador hacia ella.

—Estamos buscando a una mujer que fue admitida aquí entre estas fechas.

Ella lo agarró y cruzó la habitación hacia otro ordenador.

—Hace quince años. No sé si están completos los archivos de hace tanto tiempo.

—Si no te importa, podrías comprobarlo. La desconocida fue herida en el noroeste del estado.

Ella reclinó su largo cuerpo en el asiento y empezó a navegar por el monitor con el ratón.

—No prestamos mucha atención al lugar donde suceden estas cosas —dijo ella—. Eso es competencia de la policía.

Robert escuchaba el repiqueteo de las teclas y el zumbido de la CPU mientras la chica buscaba.

—Ingresaron treinta y dos mujeres en aquellos tres días —dijo finalmente.

—¿Cuántas de ellas aparecen todavía sin identificar en el sistema? —preguntó Robert.

Alicia buscó.

—Sólo una.

—Nuestra desconocida tiene que ser víctima de quemaduras.

Alicia clicó con su ratón y sus ojos cruzaron el monitor. Dos segundos después dijo:

—No es ella.

—¿Cuántas de aquellas treinta y dos víctimas lo era de quemaduras?

Alicia se desplazó, sacudiendo la cabeza.

—Quince —murmuró—. Todas admitidas el día 27. Debió de arder un bloque de apartamentos o algo.

Robert miró a Brian y pensó que aquellas quince personas debieron ser las últimas que sacaron del campamento los del servicio de emergencia.

—¿Sobrevivió alguna de ellas?

—Información privilegiada.

—Bien, vale. Dime cuántas de ellas murieron.

Alicia suspiró y se apagó ligeramente mientras hojeaba los archivos.

—Quince —susurró.

—¿Se admitió a alguien más el 28 o el 29?

—A una tal Belinda Grey. Eso es todo.

Robert no conocía a nadie con aquel nombre.

—¿Ese archivo habla de las causas de sus quemaduras? —preguntó Brian.

Alicia le miró con el ceño fruncido.

—Preguntaban por un nombre.

—¿Y qué hay de la dirección?

—¿Hay algo más en lo que les pueda ayudar?

—¿Tu dirección? —bromeó Brian.

Robert se dirigió a la puerta pensando por un fugaz instante echar a correr hacia la camioneta y dejar a Brian allí tirado.

—Gracias, Alicia. Has sido de gran ayuda.