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Otro día, otro vuelo, otra noche de sueño interrumpido, roto. Janeal llegó a Albuquerque el martes por la mañana, medicada y libre del dolor de cabeza.

No había sido difícil interpretar una recuperación milagrosa en urgencias después de que Alan la dejara en manos de los médicos. Se «despertó» sintiéndose cien por ciento mejor, afirmación respaldada por los resultados de las pruebas, que fueron tan normales que los médicos no podían explicarse por qué se había desmayado. Ella sugirió estrés y una bajada de azúcar. Con todos los acontecimientos de su transición laboral, aquel día se había olvidado de comer.

Cuando la presionaron para que contestara a la teoría de Alan de que había tomado una dosis demasiado alta de Fioricet, ella les mostró todas las pastillas excepto una, alegando que siempre las separaba por si se daba el caso de que accidentalmente se dejara olvidado el frasco en la oficina o en casa. Alan tuvo que haber visto el frasco medio vacío y se preocupó. Era una persona muy atenta y considerada.

Después de un par de horas de aquel tira y afloje, les pidió educadamente que la dejaran irse a casa.

Desde Albuquerque alquiló un coche, condujo hasta Santa Fe, se registró en un hotel y llamó a Alan.

—Me han enviado a Bethesda. Quieren que me evalúe un tribunal médico dirigido por… ¿cómo demonios lo llaman? El Instituto Nacional de Neuro-alguna-cosa.

—Instituto Nacional de Desórdenes Neurológicos y Accidentes Cerebrovasculares…

—Como tú digas —suspiró pesadamente—. Veremos si apruebo. Puede que dure toda una semana. Sólo puedo imaginar qué clase de cámara de tortura tienen para que sea necesario tanto tiempo.

—No se preocupe por nosotros. Tómese el tiempo que necesite.

—¿Se lo harás saber a Thomas? No creo que vaya a sobrevivir a otra llamada de teléfono.

—Se lo diré. Suena un poco ronca.

—He dormido poco.

—Intente recuperarse o tendrá laringitis cuando regrese para dar la conferencia en el seminario de la Universidad de Nueva York. Max y yo protegeremos el fuerte.

—Estoy segura de ello.

—Muy bien, adiós.

Colgó antes de que Alan pensara en preguntarle a qué hospital iría y cuándo, arrojó su teléfono móvil a la mochila y se dirigió a la puerta. Alan no llamaría para comprobar cómo estaba mientras ella mantuviera un contacto regular con él.

Las primeras pocas cosas que debía hacer eran fáciles.

Rastreó la base de datos de Associated Press, así como cada cadena, cable y boletín de la red para buscar información sobre Salazar Sanso. Nada. El hombre se había desvanecido. Janeal deseó que hubiera regresado a México o a Canadá o a otra docena de sitios. Aunque si tuviera que apostar, diría que aún no habría salido del país. Al menos no ahora que cada agente de la patrulla fronteriza de Estados Unidos tenía los ojos puestos en él.

Lo que no sabía era si él sería lo suficientemente descarado como para ir detrás de Robert.

O si primero iría por ella.

No. Él aún no podía saber quién era o dónde se encontraba.

Encuentra a Robert Lukin antes de que él te encuentre a ti. Era tanto una amenaza como una invitación a unirse a Sanso en una nueva fase del juego. Tal vez era ambas cosas.

¿Estaba tan enfadada con Robert por amenazar la seguridad de su mundo que deseaba llevar a Sanso ante su puerta? ¿Acaso su amor romántico por aquel amigo de la infancia aún latía después de todos aquellos años?

No sabía la respuesta a ninguna de las preguntas.

Por dos razones, pues, debía tomar precauciones extra: tenía que ser vigilante y actuar como si Sanso ya supiera quién fingía ser ella, como si pudiera reconocerla en cualquier identidad que asumiera, fuera Janeal, o Jane, o Lisa, o cualquier otra. Y dependiendo de cómo se desarrollaran las cosas tal vez necesitaría impedir que Robert descubriera su identidad ficticia.

Su plan para comprar el silencio de Katie, no obstante, requería quedar al descubierto.

¿Cuánto tiempo iba Robert a quedarse en el pequeño centro de rehabilitación de Katie? Si tenía tiempo, esperaría a que él se marchase.

Pero no había tiempo. Janeal tenía que llegar a Katie antes de que ésta se lo contase todo a Robert. Antes de que Sanso encontrase a Robert. Antes de que Sanso la encontrase a ella.

Janeal caminaba de un lado a otro del baño, sus pies suaves por la pedicura besando el frío suelo. ¿Cómo hacer tantas cosas en tan poco tiempo? Quizá había ido demasiado rápido en descartar a Brian. Él podía haber servido de excusa.

Abrió el grifo de la ducha y entró. El agua caliente hacía vibrar las células de su cerebro hacia una cierta claridad, aplazando el dolor de cabeza por el momento. Para cuando se hubo enjabonado la cabeza tres veces y dejado correr el agua fría, ya había formulado algunas opciones.

Opción: presentarse ante Katie siendo ella misma, sin fingimiento, sin disfraz, sin engaño. Suplicar su perdón. Ofrecerse a sacar la Casa de la Esperanza del Desierto de la difícil situación económica en la que Brian le había dicho que estaba a cambio de no hablarle nunca a Robert de ella. Desvanecerse. Desaparecer en el abismo que era la ciudad de Nueva York y dejar a Janeal Mikkado atrás para siempre.

Problema: Katie podía rehusar la oferta. Aunque ella aún no hubiera abandonado los días moralmente cuestionables en que leía la buenaventura, cosa de la que Janeal dudaba (estaba dirigiendo un centro de rehabilitación, ¡por favor!), el soborno quizá quedaba por debajo de la santurronería. Muy arriesgado. Por no mencionar la humillación. En fin…

Opción: usar la apariencia de Lisa Rasmussen para ganar el acceso a Robert.

Problema: Robert estaba bastante familiarizado con el proceso para rehusar hablar con el abogado de Sanso sin el suyo propio presente. ¿Y qué había de Katie? Quizá Janeal podría empezar por Katie, como testigo potencial, si era capaz de mantener a Robert fuera del camino. Dependiendo de lo que revelase Katie durante el encuentro, Janeal decidiría entonces si descubrirse o no.

Mejor olvidarlo. Ellos la reconocerían. La conocían demasiado bien.

Opción: Janeal hacía volver a Brian al ruedo. Retractarse de haber rechazado su trabajo. Convertirse en su editora, completamente disfrazada, basándose en que ella podría ayudar a convencer a Katie de ser más comunicativa y…

Problema: Era mucho más que un problema. Era insostenible. Demasiado complicado. Ridículo. Dejaría al descubierto a Jane Johnson, e incluso su verdadera identidad. Y si las cosas se torcían…

Janeal se secó el cabello con una toalla y para cuando se hubo vestido ya había formulado la opción número cuatro. En su bolso encontró la tarjeta de visita que Bill Dawson le había entregado el sábado por la noche.

Contestó al quinto timbrazo.

—¡Bill! Soy Jane Johnson.

—Jane… All Angles, sí. ¿Cómo estás? ¿En qué puedo ayudarte?

Era demasiado entusiasta.

—Bill, querido, siento mucho interrumpir tu ocupado día. No lo haría si no estuviera absolutamente desesperada por una amiga mía. Tiene graves problemas; no te aburriré con su historia, pero cuando oí a lo que se enfrenta fuiste la primera persona en la que pensé. Tú eres capaz de obrar milagros.

—Eso es… muy amable de tu parte.

—Odio abusar, y espero que me lo digas si crees que me paso de la raya. Te compensaré por las molestias, claro.

—¿Qué puedo hacer por ti, Jane?

—Me preguntaba si podrías hacer una llamada…

***

En las páginas amarillas, por internet, Janeal buscó una peluquería y encontró una a una manzana de allí que aceptaba clientes sin cita. De todos los rasgos que necesitaba disfrazar, el cabello de Janeal sería el primero. Su estilista habitual podría ayudarla a recobrarlo cuando todo aquel martirio hubiera terminado. Había traído consigo aquellas espantosas lentes de contacto azules para esconder sus ojos marrones. Al menos servirían para algo.

Después buscó algún almacén de beneficencia de Goodwill o ARC. También sus ropas necesitarían un toque más desaliñado.

Armada con las direcciones que necesitaba introducir en el GPS del coche de alquiler, Janeal se colgó la mochila en el hombro, agarró la llave electrónica del tocador y abrió el cerrojo de la puerta.

En aquel momento una ola de náuseas acompañada de un dolor perforador detrás de los ojos, como una pulsación, la derribó sobre sus rodillas.

Janeal maldijo aquellos dolores de cabeza y a tientas se dirigió al baño, con los ojos cerrados, quejándose durante todo el camino. Si no fuera porque el dolor la abrumaba se hubiera indignado por el número de gérmenes que arrastraba.

Vomitó, lo que sólo ayudó un poco a sentirse mejor. Aún no podía ponerse en pie y no se atrevía a abrir los ojos.

Andar, y ya no digamos conducir, era impensable.

Con torpes movimientos se las arregló para localizar su medicación y un vaso de plástico con agua. Derramó el frasco de pastillas sobre la encimera y tomó la primera píldora que tocó, dejando todas las demás desparramadas. Se la tragó con avidez, considerando la idea de tomarse dos, y encontró que la pregunta era demasiado grande para tener respuesta, así que en vez de eso mojó una toalla con agua fría.

Deseó haber traído hielo.

De algún modo Janeal consiguió correr las cortinas opacas y cayó a los pies de la cama mientras se aferraba a la tibia toalla. La presionó sobre sus ojos cerrados con los talones de ambas manos y suplicó que cesara el dolor.

El martilleo de su cabeza sonaba como si llamaran a la puerta.