24

Molesto por el primer encuentro con el hombre que, de hecho, había dirigido el curso de casi la mitad de su vida, Robert daba grandes zancadas por el pasillo del hospital al otro lado de la puerta de la habitación vigilada de Sanso.

Era casi medianoche. Harlan le esperaba al final del vestíbulo. Estaba hablando con un hombre bajito y de aspecto juvenil, un niño en realidad, que sujetaba un aparato electrónico del tamaño de un libro de bolsillo.

Harlan se giró hacia Robert cuando escuchó sus zapatos golpeando el linóleo. El hombre bajo se giró también y extendió su mano libre. Un distintivo, colgado de un cordón de rayas alrededor de su cuello, se balanceó.

Robert le ignoró y habló directamente con Harlan.

—Ciento treinta y cuatro personas —dijo.

Harlan parpadeó.

—Confirmamos el número, ¿cierto? ¿Sin supervivientes? ¿Nadie que se presente en tu oficina diez años después reclamando que es la mismísima Gran Duquesa Anastasia?

En el silencio que siguió, Robert escuchó al hombre del distintivo colgante.

—¿Es posible que se nos haya pasado algo? —Robert había alzado tanto su voz que él mismo se dio cuenta. Bajó una muesca su tono—. ¿Es posible que haya algún… detalle que hayamos pasado por alto?

—¿Qué te ha dicho exactamente? —preguntó Harlan alejando a Robert del otro hombre. El chico se dio la vuelta por cortesía y sacó su teléfono móvil de uno de los bolsillos de su pantalón. Lo abrió y empezó a marcar teclas. A pocos pasos los agentes de la DEA estaban de pie junto a una máquina de comida. Robert miraba fijamente una bolsa amarilla de Funyuns mientras transmitía las líneas generales.

—Dijo que había sobrevivido alguien más.

Harlan apoyó un hombro contra la máquina.

—¿Quién?

—No lo quiere decir. O no lo sabe. O se lo está inventando todo.

—Tiene un montón de razones para intentar fastidiarte.

—No es posible que malgaste su tiempo conmigo.

—Lo humillaste en aquel túnel.

—Él está más allá de la humillación.

Harlan señaló la cara de Robert.

—Tú… eh… Tienes algo en la mejilla.

Robert se frotó el lugar donde Sanso lo había tocado y sintió la seca mancha de sangre. Frunció el ceño, luego escupió en el puño de su manga y se lo limpió.

Harlan no tenía que preguntar a Robert por qué aquella afirmación, fuese verdadera o falsa, era tan importante para él.

—Si hubiera quedado un superviviente, me pregunto por qué el hombre no querría salir a la luz. O la mujer —dijo Harlan.

—¿Qué sentido tendría eso? ¿Después de una pérdida así? Mantuvimos mi nombre lejos de la prensa. De hecho, se divulgó que todos habían muerto.

—Me apuesto lo que quieras a que te está poniendo una trampa.

—¿Por qué?

—Poder. Básicamente, el poder de los cavernícolas.

Robert se mofó.

—Un megalómano neandertal.

—Creo que mi diagnóstico se acerca más a la verdad. —Harlan torció ligeramente la boca.

—Pero el mío es más visual.

Durante un momento se entretuvo en admirar la imagen mental de Sanso como un tonto patizambo de cara plana acarreando un garrote. Pero entonces, en su mente, el homínido lanzó el garrote a las tiendas en llamas y esparció las brasas por el aire como fuegos artificiales. Robert se frotó los ojos, todo el humor se había evaporado.

—Solamente dijo eso porque sabía que yo trataría de verificarlo —admitió Robert.

—Bueno, puedes hacerlo ahora que ese neandertal está bajo custodia.

—No era precisamente lo que tenía en mente.

—¿Y qué tenías en mente?

—Cambiar mi jornada laboral de ochenta horas a cincuenta.

Harlan le dio una palmada en el hombro.

—Te enviaría a Filadelfia a entrenar reclutas antes de dejar que eso pasase.

—Voy a mirarlo de todas maneras.

—Me apuesto tu BMW a que lo harás.

—Necesitaré que me ayudes a conseguir la autorización para reabrir el caso.

—Es más fácil decirlo que hacerlo.

—Así que tendré que rebuscar fuera de los archivos. Ya se ha hecho.

Los hombres se dieron la vuelta.

El chico del distintivo estaba parado justo detrás de ellos. Los ojos de Robert bajaron hasta su identificación. Arizona Daily Star.

—Venga…

Le dirigió una mirada de acusación a Harlan.

—Vuelve a subirte los pantalones —dijo Harlan—. Solamente le he contado un par de mentiras sobre ti.

El reportero extendió de nuevo la mano hacia Robert.

—Brian Hoffer —anunció—. Daily Star.

Robert estrechó la mano del hombre a regañadientes.

—No pude evitar escuchar que tal vez necesites un asistente de investigación para comprobar la afirmación de Sanso.

Brian levantó su teléfono para que ellos lo vieran, como si fuera necesario para el trabajo.

—¿Tú has oído hablar de lo que es una conversación privada?

—Ninguna conversación que yo escuche es privada.

—Este chico es divertidísimo —dijo Robert a Harlan.

—Puedo ayudarte —dijo Brian.

—No quiero ayuda.

—Entonces quizá pueda conseguirte alguna información.

El reportero bajó la mirada hacia el aparato que tenía en la mano y escribió encima con un pequeño estilo. Era una especie de bloc de notas inalámbrico. Tal vez tuviera acceso a Internet.

Harlan soltó una risita.

—¿Tú no tienes que entregar algo en tu periódico en una fecha límite? —preguntó Robert.

—Tres cosas. Dos de ellas las presenté hace horas. La tercera es antes de las tres de la mañana. —Comprobó su reloj—. Hay mucho tiempo por delante. ¿Cuánto vale para ti?

—¿Qué es lo que vale para mí?

—La información.

—Tú eres el reportero. ¿Cuánto vale para ti?

Una inexplicable sonrisa de felicidad se abrió en la cara de Brian, empujando a ambos lados las marcas de acné. Apuntó con el estilo a Robert y lo agitó.

—Sé que podemos llegar a un acuerdo.

Robert alzó las manos y comenzó a alejarse.

—Hace quince años —dijo Brian mirando su pantalla y siguiendo a Robert a pocos pasos—. El 26 de agosto.

Esa fue la fecha en la que su familia y sus amigos fueron masacrados. Robert se giró.

—Y tú… ¿estabas en la guardería?

—En tercero. Había seis hospitales en un radio de ochenta kilómetros de la masacre. Solamente había un servicio de urgencias totalmente equipado para tratar víctimas de quemaduras.

—Y fue invadido por gente de mi campamento que sólo sobrevivió unos pocos días. O unas pocas horas.

Brian levantó la vista y Robert pensó que aquella cara de sorpresa, aquellos ojos abiertos en forma de eureka, era como el chico procesaba sus epifanías.

—¿Mi campamento? —preguntó Brian.

Robert lo consideró y respondió:

—He trabajado durante tanto tiempo en este caso que he llegado a pensar que me pertenecía.

Brian parecía dudoso.

—Eh… de todos ellos once, sólo hubo once… personas que sobrevivieron lo sufi… que todavía estaban… —Brian se rascó la cara—. Lo siento, tío. Se trasladaron once personas al centro médico, al Hospital de la Universidad de Nuevo México, a primera hora de la mañana del día 27, todos en situación crítica. El último falleció…

—Cuatro días más tarde —dijo Robert. Pero mantuvo la voz suave, sintiendo por alguna razón la necesidad de ser amable con aquel inmaduro y molesto periodista que sin duda era un hábil buscador pero que no sabía diferenciar un nido de avispas de un bote de miel—. Esa información ya la tenía, Brian.

Brian dio un paso adelante, como para evitar que Robert se marchara de nuevo.

—Lo que intentaba decir es que hubo tres mujeres sin identificar que fueron admitidas en los hospitales a los dos días de la masa… de la tragedia. —Tenía ojos de disculpa—. Dos de ellas a las instalaciones donde fue tu familia; una a un hospital más pequeño en Santa Fe. Quizá una de esas fue el superviviente.

Robert se inclinó para mirar la pequeña pantalla electrónica de Brian.

—¿Eso es información pública?

Brian se aclaró la garganta pero le entregó el artefacto a Robert.

—No exactamente. —Se encogió de hombros—. Es de un contacto.

—¿Todos fueron víctimas de quemaduras?

—No podría decirlo.

—¿Dice algo de hombres sin identificar?

—Sólo mujeres.

—¿Sobrevivieron?

—Eso tampoco lo sé, pero…

—O siguen estando sin identificar, lo que quiere decir que están muertas, o de alguna manera no pudieron ser identificadas durante su tratamiento. ¿Qué será?

—Mira, es una pista. Si Sanso está lo suficientemente loco para decirte la verdad, el superviviente puede ser un amnésico. O está en coma. O se le fue la cabeza.

—O todo eso junto. ¿De qué otra manera podría él saber que alguien salió vivo de aquel infierno?

—Tendré que visitar los centros médicos en persona para contestar a preguntas como esa.

—Vamos —dijo Robert, y caminó hacia la salida con el artefacto de Brian aún en la mano.

Brian salió corriendo como un perro sobre un suelo de baldosas.

—¿Ahora?

Robert miró por encima de su hombro.

—¿No te gustan los viajes por carretera?

—Si tú pagas la gasolina…

Robert sujetó la puerta para que Brian pasara y se giró para despedirse de su amigo agitando la mano.

—Fantástico trabajo el de hoy, agente.

—No te pases la noche celebrándolo.

—No pensaba hacerlo.