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En el exterior de un bar, Sanso permanecía de pie bajo un toldo que le protegía de la lluvia monzónica. El aire fresco y la visita a uno de sus clubs favoritos, donde había recibido tratamiento privado de un médico excelente, habían obrado maravillas en su espíritu. Cuando vio el SUV negro de Callista salió de su refugio y ella pisó con fuerza los frenos.
Se metió en el coche con el chirrido de los limpiaparabrisas. El coche se detuvo mientras ella se inclinaba hacia el asiento de al lado y le daba la bienvenida con un largo y lento beso.
—¿Dónde está? —preguntó Sanso cuando se pusieron en marcha.
—En un acogedor rinconcito de Nueva York.
—¿Encontraste su alias?
—Y mucho más. Se ha montado una buena vida.
Callista y otros dos de los secuaces de la nómina de Sanso habían descubierto la identidad de Janeal después de su visita al hospital, siguiéndola cuando volvía al aeropuerto; compraron un billete en el mismo vuelo y piratearon el manifiesto de la compañía aérea con la información de su asignación de asiento. Desde allí fue fácil conectar a la Jane Johnson de la calle 69, en Manhattan, con la revista All Angles.
Cuando las alarmas vinculadas al movimiento de sus tarjetas de crédito señalaron que había comprado un billete a Nuevo México el día después de la huida de Sanso, se le notificó a Callista en el acto.
Ella envió a una mujer con una foto de Jane a la zona de recogida de equipajes donde se esperaba la llegada de Janeal.
Sanso se rió en voz alta.
—Deberíamos ir a buscarla. Hacer un trío.
Callista se aclaró la voz.
—Debemos hacerte cruzar la frontera.
—Eso es exactamente lo que el resto del mundo está pensando. Así que, ¿por qué no hacemos algo distinto? Como seguir a Janeal durante un tiempo. Podría ser entretenido.
—Ya he tenido entretenimiento suficiente por esta semana. Amos no la pierde de vista. Está de camino a Albuquerque.
—Es lógico. Me está guiando hasta Lukin.
—Sabemos dónde está Lukin. No necesitamos que nos guíe a ninguna parte.
Callista podía ser bastante fastidiosa cuando se lo proponía. Hubo un tiempo en que él lo encontraba una cualidad irónicamente atractiva. Sin embargo, últimamente su tendencia era estropear la diversión de las cosas. En aquel momento, como ya había hecho diversas veces en las ultimas cuarenta y ocho horas, se imaginó el rostro de Janeal Mikkado en lugar del suyo.
—No lo has entendido, me temo.
—La mujer Mikkado es un problema.
—¿Por qué otro motivo podría haberme encaprichado de ella?
—Déjala en las cenizas, Sanso.
Miró a Callista y dijo:
—Vayámonos de vacaciones. De vacaciones a Santa Fe.
A Sanso le dio no poca satisfacción que Callista asiera con fuerza el volante y rehusara mirarle durante toda la travesía en dirección al este por la I-10. No había nada que él amara más que una mujer celosa.
Sanso se reclinó en su asiento y cerró los ojos, una araña satisfecha con esperar a que la mosca cayera en su red.