32

Robert siguió a Katie a través de los pasillos del viejo rancho de adobe, que originalmente había sido una escuela de arte que se había trasladado a Santa Fe. Su cuerpo grácil se deslizaba como el humo por encima del suelo embaldosado con ladrillos de colores, de forma silenciosa y fantasmal, sin ni siquiera oírse el ruido de las chanclas golpeando el suelo.

Ella explicó la función de cada habitación, principalmente para el interés de Brian, pensó Robert. A Robert le importaba la casa, pero hubiera preferido pasar la tarde a solas con ella, respondiendo preguntas mutuas sobre su calvario, sobre cómo escaparon de él, sobre cómo les había perseguido desde entonces.

En esta biblioteca las residentes recibían consejos y apoyo de otras residentes, dijo Katie; en aquella clase se les enseñaban habilidades básicas para la vida, como aprender a llevar la economía; en este taller les enseñaban a trabajar. El programa estándar duraba nueve meses. Algunas de las mujeres necesitaban más tiempo, algunas menos. La casa, que era sólo para mujeres, tenía veinticinco camas, le dijo a Brian, que hablaba más que ella. En aquel momento había dieciocho de ocupadas. Dos residentes se habían graduado la semana pasada después de tres años de ferviente trabajo, y habían encontrado un hogar y un trabajo en Albuquerque. Ella estaba muy orgullosa por lo que habían conseguido.

Robert escuchaba pero no oía. Aquella mujer era la Katie que él recordaba, y sin embargo, a la vez, era distinta, y la diferencia no tenía que ver con su ceguera, su edad o su voz, que en muchas maneras era la misma y en otras era más profunda y entrecortada, quizá un efecto del fuego. El cambio que él no podía definir le resultaba familiar y desconocido al mismo tiempo, tan evidente como sus abundantes rizos negros y tan oculto como sus pensamientos acerca de la súbita aparición de él en su vida. Él creía que si se concentraba lo suficiente podría identificarlo, del mismo modo que finalmente se recuerda un nombre obvio o un hecho que durante horas se ha mostrado esquivo.

Aquel habría sido el caso si hubiera podido estudiar a Katie en privado, sin la constante distracción de Brian. De algún modo él conseguiría reunir la paciencia para esperar hasta que Brian regresara a Arizona.

—Este fin del mundo es muy buen sitio para que se esconda una persona si quiere —observó Brian.

La mayoría de sus preguntas hasta entonces habían sido observaciones sesgadas como aquella.

—Eso depende de lo que se entienda por esconderse —dijo Katie haciendo una pausa antes de entrar en la cocina y girando sus ojos hacia el sonido que emitía el estilo de Brian—. Si se dice en el sentido de no querer ser descubierto, como un criminal huyendo de la ley, no. No estamos aquí para eso. No es esa la razón por la que estas mujeres vienen aquí. Pero si se dice en el sentido de encontrar un lugar protegido donde una persona pueda sanar sus heridas con tranquilidad, entonces sí acepto esa definición.

Ella les señaló la placa de madera que había sobre el marco de la puerta. Robert y Brian levantaron la barbilla a la vez.

Escóndeme bajo la sombra de tus alas, de la vista de los malos que me oprimen, de mis enemigos que buscan mi vida. Salmo 17.8-9

—Son un grupo religioso —declaró Brian.

Katie frunció los labios (para reprimir una sonrisa, pensó Robert).

—Somos un grupo realista —dijo Katie.

Entró en la cocina, una maravilla esmaltada que parecía antigua y aún capaz de cocinar a escala industrial. De pie ante una tabla de cortar, una mujer con un delantal azul levantó la vista hacia ellos. Por cómo olía estaría aplastando ajos.

—Ofrecen un estudio bíblico —insistió Brian—. Lo vi en el horario semanal.

—La asistencia no es obligatoria.

—¿Qué partes de la Biblia estudian?

—Cualquier cosa que pueda aplicarse a la situación de estas mujeres. Lo que significa casi todo.

—Apostaría algo a que su financiación viene en gran parte de las iglesias.

—¿Qué le hace pensar eso? —Katie indicó que se sentasen en una isla rematada de formica, se acercó a un armario y sacó tres vasos.

—Entonces, ¿de dónde viene?

—De la gente que valora lo que hacemos.

—¿No hay escasez de tales personas en estos días?

—Para nada.

—Pero antes dijo que se estaban enfrentando a la falta de fondos.

—El dinero escasea, los grandes corazones no. La gente nos ayuda de otras formas.

—¿Qué clase de heridas se tratan aquí? —preguntó Robert deseando que el tono de Brian no buscara tanto la confrontación.

—Las he visto de todas clases.

Ella giró su cabeza hacia él.

Brian volvió a intervenir:

—¿Qué la inspiró a venir a trabajar a este lugar tan poco tiempo después de resultar herida? O sea, ¿cuál es la conexión entre su experiencia y el abuso de sustancias?

Katie tardó tanto en contestar que Robert pensó que o bien no había oído a Brian o finalmente su línea de interrogatorio la había ofendido. Llenó los vasos con hielo y tomó una jarra con té del refrigerador antes de contestar:

—La respuesta a eso probablemente está fuera del alcance de su artículo, si es que lo he entendido bien.

—No tiene por qué, si es cierto que usted y Robert, aquí presente, son los únicos supervivientes de la masacre de Mikkado. Eso es lo que me interesa: saber qué hizo que uno escogiera esconderse, si no le importa que use ese término, mientras que el otro buscara justicia de forma relativamente pública.

Katie vertió el té en los vasos sin dejarse ninguno y los llenó por igual. Robert notó que sus mejillas palidecieron.

—Podría decirse que ambos dedicamos nuestra vida a proteger a los demás de una tragedia similar —dijo Robert manteniendo sus ojos en Katie. Al sonido de su voz ella exhaló y pareció relajarse. Se giró hacia el alféizar que había sobre el fregadero y arrancó unas hojas de menta de una planta que crecía en un pequeño tiesto.

—Pero con métodos muy distintos —insistió Brian—. ¿Por qué eligió éste, Katie?

Ella dejó caer unas cuantas hojas en cada vaso antes de depositarlos enfrente de los hombres. Sus cejas se había unido en un ceño pensativo, y por un momento Robert pensó que iba a decirle a Brian que la pregunta era demasiado personal.

Sin embargo, dijo:

—La tragedia nos muestra lo que somos realmente, Brian. Nos da la imagen más real y exhaustiva de lo que hay en nuestro interior. Y si somos sinceros respecto a lo que descubrimos, el camino que debemos tomar después suele ser bastante claro. ¿Estás de acuerdo, Robert?

—Lo estoy.

Él sacó una hoja de menta del vaso y la aplastó entre su pulgar y su dedo índice. La olió. Recordó cómo Janeal a menudo añadía hojas de menta a su té.

Se quedó mirando fijamente la hoja. ¿Hacía cuánto tiempo que no pensaba en aquello?

—Así que eso es distinto para cada persona —le estaba diciendo Katie a Brian—. No es ninguna sorpresa —regresó a su vaso de té y se lo acercó a los labios, pero detuvo el gesto—. La mayoría de las mujeres que vienen aquí entienden la importancia de ser honestas respecto de lo que somos.

—Se refiere a quien somos.

—No. Lo que somos. Frágiles seres humanos propensos al fracaso. Eso es lo que tenemos en común, ya que antes preguntó sobre la conexión.

Robert se preguntaba si Katie había encontrado las respuestas a las preguntas que él se había estado haciendo durante los últimos quince años, si tenía algún derecho a pedirle que las compartiera con él. Se preguntaba si ella había descubierto alguna explicación para la tragedia, algún significado para aquel sinsentido, alguna justicia o esperanza. A pesar de toda la bondad moral de un lugar como la Casa de la Esperanza, no podía ver cómo un pequeño refugio en las montañas podría proveer el tipo de respuestas que importaban.

Puesto que no iba a hacer todas aquellas preguntas en la presencia del chico reportero, mentalmente le instaba a Brian a hacerle aquella atrevida pregunta que él no podía… todavía. ¿Qué significado había ella encontrado en aquel lugar para acallar el dolor de su tragedia?

Evidentemente Brian no podía leer la mente.

—Está diciendo que tuvo problemas de adicción una vez.

La risa de Katie salió disparada junto con su té. Robert vio que la mujer de la tabla de cortar sonreía, nada sorprendida por la exhibición de Katie. Él no pudo evitar sonreír, principalmente porque Brian, que seguía allí sentado y perplejo, se sentía como el extraño en aquella pequeña broma. La idea de la dulce Katie siendo alguna vez adicta a algo que no fuera la bondad era estrafalaria.

—Brian —dijo Katie secándose la boca con el dorso de su mano antes de ir a buscar una servilleta—, estoy segura de que no soy la persona adecuada para su reportaje.

—Claro que sí.

—Nunca me gustó estar en el centro de nada.

—Mucha gente piensa que lo merece.

—No se trata de merecerlo o no, Brian, sino de quererlo. Sé que usted y Robert hicieron un largo viaje para hablar conmigo, y estaré encantada de que se queden todo el tiempo que quieran, pero no tengo nada que contarle al mundo. Mis historias son privadas.

—Conozco al director de una revista nacional y a diversas editoriales que no piensan lo mismo.

—Que piensen lo que quieran. No voy a pasear mi vida personal ante una audiencia nacional. Las historias que tenga que contar sólo son para las personas que necesitan escucharlas.

—¿Cómo decide quién necesita escucharlas?

—No tengo ninguna fórmula, si es eso lo que está preguntando.

—¿Se da cuenta de que cuanto más proteste más querremos escarbar los periodistas?

Katie se cruzó de brazos.

—Pobre chico. Aún no ha superado la etapa de la obstinación desafiante, ¿cierto? —la impaciencia se había manifestado en el tono de su voz, pero aun así mantuvo suficiente amabilidad para silenciar a Brian. Temporalmente, pensó Robert.

—Eres más callado de lo que te recordaba, Robert —añadió ella al incómodo silencio.

—Tú también has cambiado.

—Para mejor, espero.

Robert asintió y vio pasar una sombra por los ojos de Katie. Él mismo se abofeteó mentalmente. Ella no podía ver su lenguaje corporal, claro, y su comentario había sido estúpido.

Buscó un cumplido apropiado.

—Te faltaba muy poco para ser perfecta.

Katie bajó los ojos y apartó su rostro de él. Quiso alcanzar su vaso de té y calculó mal su ubicación, volcando la taza. Se estrelló contra el suelo de baldosas, y todos miraron el líquido marrón escurriéndose sobre el suelo.

—Oh, Robert —suspiró—. No tienes ni idea.