65
Sanso encendió la radio de su coche y golpeó el volante con su pulgar, sintiéndose más enérgico de como se había sentido en años. El acalorado espíritu de Janeal sería bueno para él y él no lo extinguiría. La llamó.
—¿Qué?
Su tono de voz era distraído, más que su acostumbrada brusquedad.
—Debo verte, querida. No creo que pueda esperar hasta mañana.
—Tendrás que esperar. Esta noche no me viene bien.
—Lo que lo hace una noche perfecta para mí. Quiero decir, si no me están distrayendo porque te estás entreteniendo con nuestro amigo Robert.
—Nuestro amigo Robert está enamorado de ti, Sanso. Ha salido a buscarte otra vez, hasta donde sé. Dudo de que siga en la ciudad.
—Perfecto, perfecto. Escucha, tenemos que hablar, pero me niego a hacerlo por teléfono. Muchas cosas han… cambiado en los últimos días. Muchas nuevas oportunidades nos esperan. Me reuniré contigo.
—Esta noche no.
—Iré cuando me apetezca.
—¡Vendrás cuanto yo te diga!
Sanso lanzó un aullido de gusto. Ahí estaba la Janeal que necesitaba.
—Esa es mi chica. Esa es con la que yo quiero hablar. Te esperaré.
Llama cuando estés lista.
Janeal le colgó.
Mientras él esperaba su llamada, le haría una visita a Katie Morgon.
***
Janeal volvió a entrar en la cabaña y escuchó la casa en calma, preguntándose dónde se habría ido Katie. Era muy difícil, demasiado doloroso, pensar en aquella mujer como en sí misma, la versión de su yo que hubiera existido si hubiera tomado otras decisiones diferentes.
Anduvo de puntillas hacia la cocina y se sirvió un vaso de agua, entonces deambuló por el comedor antes de darse cuenta de que Katie estaba dormida en el sofá de la salita.
Su peluca estaba junto a ella, en un cojín, un montón impecable de rizos negros. Observándola sin su pelo por primera vez, Janeal vio una cara en forma de corazón que se parecía muchísimo a la suya (que era, de hecho, la suya), pero que había sido cubierta por el peinado.
Janeal dejó el agua encima de la mesa de café.
El cuerpo de Katie aún estaba sentado pero se inclinaba hacia un lado sobre el brazo del sofá. Los ojos de Janeal se llenaron de lágrimas al ver el escarpado amasijo de cicatrices que entrecruzaban el lado izquierdo del cuero cabelludo de Katie y deformaban su oreja. Se puso de pie tras ella y alargó la mano para tocar su piel grumosa. Su mano se detuvo apenas a un centímetro de la cabeza de Katie. No podía hacerlo. Tenía muchísimas ganas de saber lo que significaba tocar a su alter ego, verificar que vivía y respiraba y que estaba hecha de suave y cálida carne. ¿Acaso lo dudaba? Aunque lo hiciera, no tenía derecho. Janeal se había divorciado del bien hacía años.
Se sentó en la silla y observó a Katie dormir, sintiendo curiosidad por la sensación ajena a su cuerpo que subía desde lo más profundo de sus costillas hasta sus pulmones.
Envidia.
Era tan fea como las cicatrices, tan repulsiva como debía resultar a los demás la cabeza sin pelo; Katie tenía muchas cosas que Janeal nunca fue capaz de poseer. El amor incondicional de un hombre. La admiración audaz de la gente. La seguridad para actuar por una causa superior.
Katie no envidiaba ni un solo minuto de la vida de Janeal, había dicho hacía muy poco. ¿Sería posible que Janeal estuviera celosa de aquella mujer ciega, calva y con el cuerpo lleno de cicatrices que dormía con estelas de sal bajando por sus mejillas? Janeal nunca había envidiado a nadie, y mucho menos a aquella figura lamentable.
Janeal bajó de la silla y se puso de rodillas a pocos centímetros de Katie, sintiendo pena por primera vez en años. Pena por cada decisión que había tomado desde que decidió negociar un acuerdo con Sanso por su dinero. Y por las decisiones que habían llevado a aquella. Alzó la mano y tocó los zapatos de Katie, que habían caminado por un sendero diferente. Un sendero que Janeal pudo haber tomado.
¿Valía algo la pena en un día como hoy, después de tanto tiempo?
El sol se puso y la habitación se atenuó. Se levantó y encendió una lámpara en una esquina. Katie se movió y Janeal pensó que se había despertado, aunque tenía los ojos aún cerrados. Quizá estuviera escuchando. Janeal regresó a su silla y se sentó.
—Pensé que te habías ido —dijo Katie.
—No tengo coche.
Katie suspiró y se enderezó. Buscó a tiendas la peluca con su mano. La agarró, se la ofreció a Janeal y se encogió de hombros.
—Debe ser incómoda en verano —dijo Janeal, esperando que Katie no reconociese la suavidad de su voz.
—Es mi única vanidad —Katie la volvió a dejar sobre el cojín.
—Estás preciosa con ella.
—Eso es algo muy presumido.
Esta vez fue Katie quien sonrió.
Se sumieron en un silencio que fue, milagrosamente, confortable. Un reloj hacía tictac en la otra habitación.
—Lo siento —dijo Janeal al final.
Katie inclinó la cabeza a un lado: un gesto que una vez perteneció a la Katie que había muerto y Janeal lo reconoció.
—Por abandonarte… por abandonar a Katie en aquella pesadilla.
—Yo siento no haberla podido salvar —dijo Katie.
—No debes pedir perdón por eso. Quiero decir, no es una verdadera ofensa de tu parte. Lo que yo hice fue imperdonable.
—Nada es imperdonable, Janeal.
—Yo estoy más allá del perdón.
—La gracia de Dios nunca está fuera del alcance de nadie.
—Ya no queda ni una sola célula de bondad dentro de mí.
—Eso no importa. Dios es más grande que tú, que la suma de todas tus decisiones. Él puede vencer cualquier cosa.
—He pasado quince años viviendo como si nunca pudiera ser perdonada.
—¿Qué vas a hacer los próximos quince?
La pregunta llegó como un desafío más que como una curiosidad. Janeal no tenía una respuesta apropiada. La siguiente década y media de su vida parecía tan desconectada de aquel lugar como de su despacho de Nueva York. Era difícil pensar en ninguna de las dos cosas como algo real en ese momento.
—Dime qué paso la noche que Katie murió —dijo Janeal—. Cuéntame acerca de la decisión que tú tomaste.
—Si no hubiera tardado tanto en decidirme quizá ella hubiera vivido.
—No me interesa lo que podría haber pasado. Me interesa lo que pasó.
Katie se tocó las cicatrices de su oreja izquierda y le contó la historia, entremezclando la narración con sus disculpas por la neblina de su memoria. Y aunque solamente le llevó unos minutos hacerlo, Janeal estaba llorando tanto cuando Katie terminó que no podía hablar.
Katie se incorporó del sofá y caminó hacia la silla de Janeal. Tiró del anillo de su dedo, el anillo de su madre, hasta que se deslizó en su palma.
—Puedes quedarte con esto un tiempo. Lo compartiremos.
Janeal dejó escapar un sollozo y agarró la mano de Katie (su propia mano sin cicatrices) apretándolo entre sus palmas. Lo presionó contra su mejilla, justo donde sus lágrimas mojaban los dedos de Katie. Katie no se apartó. En vez de eso, posó su otra mano en lo alto de la cabeza despeinada de Janeal.
Janeal se sentía como una niña y no se resistió a la sensación. Se sumergió en la seguridad de ser muy pequeña en la presencia de alguien mucho más fuerte que ella. Janeal cerró los ojos.
—¿Cómo arreglamos esto, Katie?
—¿Qué hay que arreglar?
—No sé qué hacer ahora. No sé adónde ir.
—Puedes ir a cualquier lugar, excepto regresar al lugar en el que has estado.
—¿Qué quiere decir eso?
—Tienes que escoger un nuevo camino. Estás muriendo, Janeal. Por dentro, me refiero. Tu corazón está muriendo. ¿Elegirás seguir con vida?
Janeal sacudió la cabeza. No sabía donde empezar a buscar una respuesta para esa pregunta. Pero su mente estaba lista para el cambio, y ya no tenía dolor de cabeza, y eso le dio algo por donde empezar. Dejó que su mente empezara a divagar y palpó el círculo perfecto del anillo de su madre, permitiendo que le devolviese a la memoria el lugar donde todo aquello había empezado, un lugar al que, de alguna manera, sería capaz de regresar. Un lugar de inocencia, y pureza, y franqueza con la idea de que todo era posible.