13
En su habitación, en el extremo opuesto del ala añadida, y sin encender ninguna luz, Janeal lanzó en la maleta el fajo de cinco mil dólares que había tomado antes. Aterrizó junto a una muda de ropa y una fotografía de sus padres y sus hermanos muertos, tres hermanas, que fue tomada antes de que ella naciera. Permaneció de pie en el centro de aquel pequeño espacio sobre una alfombra rosa de trapo, imaginando el cuarto a la luz del día e intentando pensar qué más podría querer llevarse con ella. Tenía segundos para decidirse.
Sus ojos se posaron sobre un paquete de semillas que descansaba bajo un rayo de luz de luna que atravesaba la ventana. Katie se lo había regalado cuando cumplió los quince. Eran guisantes de olor, demasiado frágiles para aquel desértico clima veraniego. Janeal había pretendido plantarlas en la base de California durante el invierno, pero se había desanimado con las prontas heladas de los dos últimos años. Eso y la idea de que algún día tendría un lugar acogedor y más permanente para que florecieran. Aquello, después de todo, fue por lo que Katie se los había dado.
—Para que los plantes en ese lugar con el que sueñas —decía la tarjeta.
Agarró el paquete y lo lanzó a la maleta junto con el fajo de billetes. La cerró de nuevo y la dejó en el vestíbulo. Después volcó la lata de gasolina y vació casi un cuarto de ella sobre su cama, la alfombra y el escritorio junto a la puerta. Echó un poco dentro de su armario, por si acaso.
Fue a la habitación de su padre y comprobó los lugares donde él solía guardar sus objetos de valor. No tenía mucho porque siempre llevaba encima sus mayores tesoros: su anillo de boda, el reloj grabado de su décimo aniversario, un tatuaje en la espalda que llevaba impreso el nombre de «sus chicas». Pero en la tabla suelta debajo de su cama encontró un cuchillo con mango de marfil que le había regalado su hermano, que ahora era rom baro de una kumpanía en Canadá. En la lámpara opaca encontró las llaves del Lexus. En la caja fuerte, detrás del cuadro de un viñedo de California, encontró su diario, el anillo de boda de su madre y una pequeña bolsa de piedras sin tallar que no había visto antes.
Janeal se llevó aquellos objetos, haciendo planes para encontrar una manera de volverlos a poner bajo el recaudo de su padre después de que la casa se quemase y ella estuviera de camino con Sanso.
El escondite construido en la cabecera de la cama con forma de librería estaba vacío.
No había dinero.
Janeal corrió hacia la maleta y lanzó todos aquellos objetos allí dentro, todo excepto la sortija de diamantes de su madre, que deslizó en su propio dedo. Estaba más segura en su mano que en una valija que podría o no sobrevivir a aquella noche.
Repitió a toda prisa el proceso de la gasolina en el cuarto de su padre. No llevaba en la casa más de tres minutos y ya había roto a sudar. Sólo quedaba un lugar donde mirar.
Su confianza se desvanecía mientras corría hacia el baño. Bajo el tenue brillo de la luz nocturna abrió el armario de las medicinas y vació el contenido en el lavabo. Una caja de cerillas sonó al caer sobre el montón. La recuperó y la guardó en el bolsillo de sus pantalones. Sacó a la fuerza las baldas de cristal de la repisa y con los nervios dejó caer una. Estalló al chocar contra el lavabo y sus pedazos se esparcieron por el suelo.
Sacó la última balda y después arrancó el panel trasero, rompiéndose dos uñas en el proceso.
Una cascada de fajos de billetes se derramó sobre el lavabo.
—¡Janeal Mikkado!
La voz que minutos antes la había llamado desde el exterior ahora subía desde el vestíbulo. Aunque podía provenir de cualquier lugar de la casa.
—¡Janeal Mikkado, estoy buscando mi dinero!
Janeal apelotonó los billetes dentro de la maleta, sacando la muda de ropa cuando vio que no iba a caber todo.
Las puertas de la casa comenzaron a abrirse a golpes, rebotando en los topes o en las paredes como si alguien las estuviese golpeando.
Cuando llegó al último fajo estaba hiperventilando y le costaba pensar. No era posible que él hubiese regresado tan pronto. Ella no podía dejarle pasar al baño y hacerle saber que ya tenía el dinero.
Cerró la maleta y agarró la lata de gasolina, arrastrándola tras de sí mientras corría hacia su habitación y después hacia el final del vestíbulo.
… entró corriendo en la habitación, abrió la ventana que había sobre su escritorio, se subió y arrancó la mosquitera de una patada…
… levantó con esfuerzo la maleta hasta el escritorio, lo arrastró por la superficie y lo lanzó al suelo…
… se tiró por la ventana y aterrizó sobre su espalda, junto a la maleta, respirando con dificultad.
Aparte de las llamaradas en la distancia y los lejanos disparos ocasionales, la noche estaba tranquila.
Aún tirada en el suelo, buscó las cerillas de sus pantalones, sacó una y la prendió raspándola contra la zona rugosa que había en un lado de la caja.
El palo de madera se partió por la mitad.
Al quinto intento encendió otra y se aseguró de que estaba ardiendo antes de lanzarla dentro de su habitación.
La tercera no quería encenderse.
Se le empezaron a escapar lágrimas de ira y frustración en contra de su voluntad.
Poniéndose en pie, sacó tres cerillas de la caja y las encendió a la vez; después las apoyó sobre la mosquitera desgarrada y las arrojó a la alfombra empapada en gasolina.
Empezó a arder como el rojo sol de Nuevo México.
—¡Janeal Mikkado! ¡Tienes la vida de tu padre en tus manos!
Janeal miró fijamente aquel sol rojo y dejó de respirar. Él tenía a su padre. Su padre estaba en la casa. Su padre llevaría a Sanso a…
Alguien estaba llorando incontroladamente. No era su padre.
¿Qué había hecho?
Tres llamaradas salieron de su habitación hacia el vestíbulo.
Janeal se alejó corriendo de la ventana, con la maleta balanceándose contra sus talones, hacia la colina a la que había trepado tantas veces con sus amigos. En la base, una pila de rocas que se habían desprendido de la ladera habían formado un pequeño muro. Lanzó la maleta detrás y corrió de vuelta a la casa de reunión. Las llamas ya habían arrasado con el techo de las habitaciones de la vivienda. Corrió hacia el otro lado de la casa y se dirigió a la puerta de la cocina.
La habitación estaba llena de humo. La atravesó, encorvándose por debajo de la mitad de su cuerpo, sujetando el cuello de su camisa sobre la boca. Los ojos le ardían por las lágrimas y el calor. Irrumpió en el comedor. A la izquierda, a través de las puertas acristaladas, pudo ver las llamas y el humo consumiendo la entrada y las habitaciones. Dedos de humo se apelotonaban debajo de la puerta. Las cristaleras empezaban a encorvarse por el calor.
Se movió a la derecha, hacia el vestíbulo que derivaba en la oficina de su padre y que pasaba por la gran sala de reuniones.
No había señales de nadie. También estaban apagadas las luces. Solamente el fuego de afuera arrojaba un poco de iluminación vacilante dentro de la gran sala.
—¡Papá! —gritó ella—. Papá, ¿dónde estás? ¡Papá!
A la izquierda de la puerta principal la trayectoria de las escaleras seguía el curso de la pared y después doblaba la esquina, conduciendo hacia el gran espacio abierto de la sala de juegos. A la derecha estaba la señora Marković sentada en su silla, mirando por la ventana.
—¡Señora Marković! ¡Tiene que irse ahora! —Janeal corrió a su lado—. ¡Tiene que salir!
La vieja señora giró la cabeza para mirar a Janeal y sonrió al mismo tiempo.
—¡Por favor, váyase! —suplicó Janeal.
—Váyanse ustedes —dijo la señora Marković moviendo su muñeca de una forma ambigua hacia la escalera—. Ustedes dos. Ustedes deciden ahora.
—¿A quién le hablas?
Janeal gritó y se giró hacia la nueva voz. Salazar Sanso estaba de pie en las escaleras en la esquina del descansillo, apoyado contra la pared con los brazos cruzados. Tenía la cara escondida en las sombras. Ella se recuperó rápidamente y se volvió para ayudar a la señora Marković a levantarse de su silla. Estaba vacía. ¿Dónde habría…?
—Parece que tienes las manos vacías, Janeal —Sanso miraba hacia abajo como si fuera un halcón a punto de abatirse sobre un ratoncillo. Ella contuvo la respiración e intentó cambiar de marcha mentalmente. ¿Dónde estaba la señora Marković?
—¿Por qué estás haciendo esto? —le reclamó—. ¡He hecho todo lo que me pediste! ¡Dejé el dinero exactamente donde dije…!
—Eres una estúpida al traicionarme.
—Yo no quería… yo no… Quiero ir contigo. Por favor.
Sanso descendió despacio los escalones. Detrás de ella, en el comedor tal vez, Janeal escuchó cómo explotaba un cristal. Se preguntó si el fuego habría golpeado el cuadro de luces al otro lado de la gran mesa de nogal.
—Eras más reacia la última vez que hablamos —dijo él—. Es mejor que seas directa conmigo. Eso evita —señaló las tiendas ardiendo afuera más allá de la ventana delantera— malentendidos.
—Seamos claros, entonces —dijo Janeal preguntándose si sonaría tan aterrorizada como se sentía—. Cuando sepa que no se le hará daño a mi padre, me marcharé contigo.
Ahora Sanso estaba de pie frente a ella y alzó la mano para levantar su barbilla hacia él. Le hablaba como un amante, susurrándole suave y cariñoso, pero las palabras eran del todo equivocadas.
—Sí, seamos claros. Un buen número de esta pequeña tribu tuya está muerta a estas alturas. La culpa es de tus herramientas de comunicación poco rigurosas. Y si no me ofreces el dinero antes de que esta choza arda, el resto de ustedes morirá también.
Él soltó su barbilla y deslizó un dedo por los botones de su blusa, y después dejó caer su mano.
—A excepción de ti, tal vez —susurró—. Aún no me he decidido del todo contigo —él bajó su cara hacia la de ella—. Espero que podamos tener dos o tres minutos para decidirnos.
Todo el cuerpo de Janeal se agitó cuando Sanso la besó, tocándola únicamente con los labios, como si estuviera comprobando su sinceridad. Un simple paso atrás les separaría. Un simple paso atrás quizá terminara con la vida de su padre. Y con la suya. Ella le devolvió el beso no del todo en contra de su voluntad. Después de unos segundos él rompió el contacto.
—Ahora bien, esto es prometedor —susurró él—. Sabes comunicarte cuando quieres, ya veo.
Se dio la vuelta hacia las escaleras y empezó a ascender, parando en el cuarto escalón para mirar sobre su hombro y decir:
—Soy bastante bueno convenciendo a los demás. Ven, veamos quién juega mejor a este juego.
¿Por las escaleras? Estaba loco si pretendía quedarse en el edificio. Sin duda aquello era parte de su plan. Janeal miró hacia atrás, a la parte del edificio que estaba ardiendo. No podía saber si el fuego se había desplazado ya hacia el pasillo de la oficina. Aún así, el hombre no estaba en sus cabales si pretendía subir las escaleras en aquel barril de pólvora en llamas cuando la puerta delantera estaba a sólo dos metros de su mano. Miró la puerta. Qué sencillo sería huir…
—Tu padre está esperando —dijo Sanso mientras doblaba la esquina de las escaleras.
—No sé dónde está el dinero —dijo de repente. Sanso siguió caminando—. Alguien lo encontró y lo cambió de sitio… quizá alguien que estuviera observándome.
—No digas más —dijo él mientras su cabeza desaparecía en la habitación superior—. No eres muy convincente cuando mientes.
Janeal se apremió para subir las escaleras hacia la sala de juegos. Podía oler el humo en el aire. Los juegos de mesa la separaban de una puerta al otro lado de la habitación que daba a un tramo exterior de escaleras. Junto a la puerta, unos taburetes de bar cubiertos de vinilo rodeaban una mesa de póker de fieltro verde.
El destello de una tenue lámpara colgante iluminaba a su padre, encaramado en uno de aquellos taburetes.
—Papá.
Dio unos cuantos pasos hacia él antes de percatarse de que había otra figura sentada sobre otro taburete en la pared de atrás. ¡Katie! Tenía sobre la cabeza, detrás de ella, como en una aureola, la diana de dardos, y las muñecas y los tobillos atados a los barrotes de metal del taburete. Tenía los ojos cerrados y su cara parecía hinchada, acentuada por la pobre luz de la sala. ¿Estaba consciente?
—¿Katie?
Su amiga entreabrió los ojos.
Una mano invisible y helada salió de la oscuridad y tocó a Janeal directamente sobre el corazón, con sus cinco dedos rozándole como plumas a la vez que los sentía con el poder de un campo de fuerza.
—Esto es todo lo lejos que vas a llegar —Sanso entró en los límites de la luz rojiza de la mesa de billar portando una pistola—. Hagámoslo del modo rápido, ¿de acuerdo? Así es cómo funcionan las reglas de este juego: yo hago una pregunta, tú contestas. Si me das la respuesta equivocada, yo gano un punto. Cuando consiga dos puntos, yo gano. Pero tú solamente necesitas una respuesta correcta para ganar. Y con eso quiero decir que dejaré que vengas conmigo y que prometeré cuidar de tus seres queridos aquí.
Janeal se agarró al borde de la mesa de billar para no perder el equilibrio. Asintió para hacer ver que lo entendía.
—Primera pregunta. ¿Dónde está el dinero, Janeal?
Sus rodillas flaquearon.
—Le prendí fuego a esta casa con la esperanza de que el humo hiciera salir al ladrón —dijo ella. Los ojos de su padre se alzaron para encontrarse con los suyos, y se llenaron de un miedo que no había visto nunca antes. Intentó comunicarle con la mirada que no tenía de qué preocuparse, ¿pero cómo se podía hacer y mantener aún una mentira creíble?—. Si ellos lo escondieron aquí, tienen que estar corriendo hacia él, revelando la localización…
Se escuchó un disparo, rompiendo en pedazos el sonido de las palabras de Janeal.
Jason se desplomó sobre la mesa de póker.
—Respuesta incorrecta.
Janeal empezó a gritar.