7
Janeal no tenía teléfono móvil, aunque a menudo deseaba uno. Aún no había convencido a su padre de que necesitaba aquella conexión con el mundo. A veces pensaba que él veía el teléfono como una amenaza para ella, un artefacto que podía cortar los últimos hilos que la mantenían conectada a la kumpanía. A él. Y quizá fuera así.
El teléfono de Robert le había costado ciento cincuenta dólares. Bien, ahora ella podía comprarse uno sin que su padre lo supiera.
En vez de cambiarse de zapatos, como le habían ordenado, se dirigió a la casa de reunión por la puerta delantera con la intención de usar el teléfono del vestíbulo trasero. La silla de la señora Marković en la ventana del frente estaba vacía.
Todos los de la kumpanía tenían permiso para usar el teléfono, aunque casi ninguno lo hacía. Había pocas razones para llamar a nadie de fuera del campamento.
Janeal marcó los números escritos en su mano.
Una mujer contestó con voz baja.
—¿Sí?
Janeal perdió el hilo de lo que quería decir. ¿Había esperado que Sanso contestase? Miró el vestíbulo y susurró:
—Yo… ¿Soy Janeal Mikkado? —estaba molesta consigo misma por haberlo dicho como una pregunta.
—Espera un minuto.
Le dio la sensación de que esperó muchos minutos, a medias preocupada porque Sanso no fuera más que una broma después de todo, y a medias por ser interrumpida por alguien que quisiese utilizar el teléfono.
—Janeal, sí. —Sanso sonaba más a serpiente de lo que su nombre sugería—. ¿Tienes algo para mí?
—Está en mi coche. Debajo de la alfombrilla del maletero.
—Bien. Bien. ¿Y tu padre no sabe que lo encontraste?
Aún no, idiota.
—No.
—Porque tú entiendes que si ha preparado tu coche como trampa yo no estaré allí para caer en ella. De hecho, yo no estaré allí en absoluto. Enviaré lacayos que puedo negar que conozco. Lacayos que se ponen muy felices cuando les doy libertad para hacer daño cuando las cosas no salen como yo quiero.
En ese instante Janeal se cuestionó el plan que había puesto en marcha. Si la DEA no podía apresar a Sanso esa noche, ¿qué le podría imponer aquel hombre como consecuencia de su traición? Tal vez debiera dejar que se llevara el dinero e intentar defenderse de las autoridades al día siguiente. Pero su padre… ¿Qué pasaría con él si el dinero se desvanecía?
—Y si desaparece algo de dinero, incluso un solo billete, lo sabré.
—Mira, no me paré a contarlo, ¿sabes?
Sanso chasqueó la lengua.
—Si lo hubieras hecho entenderías mejor cuánto estaría dispuesto a ofrecerte. Y hay más, Janeal Mikkado. Mucho más a lo que tendrás derecho si eliges la vida que te ofrezco.
Janeal apretó el auricular y lo reconsideró. Quizá marcharse con Sanso sería la solución que necesitaba. Se marcharía con él y con el dinero, dejaría una nota a su padre explicándole todo lo que había pasado, prometiéndole mantener el contacto y de dirigir a la DEA hacia Sanso a la primera oportunidad. Ellos trabajarían con su padre bajo esas circunstancias, ¿no era cierto?
—El coche no está cerrado —dijo ella.
—¿Has pensando en mi oferta?
En su completo dominio, más bien. Le daría el dinero y huiría con él a cambio de la vida de su padre. Su padre viviría, pero si algo iba mal nunca más podría volver a ser bienvenida en la familia.
—No… no puedo marcharme. No es como si nuestra gente pudiera ir y venir a su antojo, ¿lo entiendes?
—No estaba pensando en que regresases, Janeal, no una vez que hayas probado lo que yo tengo para ofrecerte. Algo me dice que no querrías hacerlo.
—Mi padre… si yo hiciera eso…
—Piensa en su supervivencia como tu recompensa.
El estómago de Janeal dio un vuelvo. Ella quería aquella recompensa. También quería aquel dinero.
Colgó antes de darle una respuesta de la que se arrepentiría.
Al darse la vuelta se chocó con la señora Marković. Janeal ahogó un grito. Las piernas de la vieja mujer eran más estables que las ramas de un roble e igual de enraizadas. ¿Cuánto tiempo había estado allí? Janeal debía disculparse, pero la mujer habría estado escuchando a escondidas, y aquella era la peor ofensa.
Janeal hizo el gesto de marcharse para rodear el gran cuerpo de la mujer. La ágil señora Marković le cerró el paso.
—Perdón —dijo Janeal.
La señora Marković se inclinó hacia delante, estirando el cuello un poco para colocar su diminuta y redonda nariz justo bajo la de Janeal.
—Las estoy viendo, niñas. —El aliento de la mujer olía a menta fresca.
Janeal abrió la boca. ¿Niñas? Ella no era una niña. Miró por encima de la señora Marković hacia el vestíbulo. Estaba vacío.
—Por favor, déjeme pasar —dijo Janeal.
La señora Marković negó con la cabeza.
—A ninguna de ustedes, no. Ustedes dos no deberían tener libertad para rondar este lugar. Las veo.
Janeal dio otro paso y la señora Marković continuó bloqueándole el camino.
—Aquí estoy yo sola, señora Marković. Le prometo que seré la única que se marche. ¿De acuerdo?
—Nadie puede hacer una promesa semejante. Desde luego no ustedes, niñas.
Janeal se enojó. Forcejeó para abrirse paso entre la mujer y la pared y el brazo de la señora Marković se movió para agarrar su muñeca.
La electricidad golpeó el brazo de Janeal como lo había hecho en la sala de juegos, sólo que esta vez corrió, zumbando por sus nervios y a través de los músculos de su cuello, directamente hacia su cabeza con un estruendoso ¡crac! de huesos rotos. La cabeza de Janeal se encendió con el dolor más poderoso que jamás hubiera experimentado. Irradiaba del centro de su cerebro como una explosión estelar, aporreando el interior del cráneo como millones de mineros con picos.
Sólo la fuerte sujeción de la señora Marković evitó que se derrumbase sobre el suelo.
—Hijas, están llenas de mentiras —dijo la señora Marković sin ánimo de censura. Levantó su mano hacía la cabeza chirriante de Janeal, después colocó la otra mano sobre su pelo y lo acarició maternalmente—. No se mientan a ustedes mismas. Hay dos cámaras en cada corazón, una para Judas y otra para Juan.
Janeal tiritó, aunque no tenía frío. Quería escapar de aquella conversación descabellada. Deslizándose sobre la suave melena de Janeal, los tiernos dedos de la señora Marković hicieron desaparecer el dolor.
—Uno debe ser despedido, o ambos morirán.
A Janeal le dolía demasiado la cabeza para adivinar el significado de aquel balbuceo. Se apoyó contra la pared hasta que el dolor se desvaneció por completo, y cuando al final abrió los ojos, la señora Marković se había ido.