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Robert no vio mucho a Katie el martes. Ella tenía un día completo moderando sesiones de terapia de grupo y dirigiendo evaluaciones individuales sobre las mujeres a las que supervisaba. Sus propios sentimientos acerca de la huida de Sanso se habían quedado en suspenso, aunque Harlan no tenía noticias optimistas que ofrecer.

Extrañamente, los pensamientos de Robert viraron hacia Los Orígenes del Fuego. Intentó y falló muchas veces en trazar conexiones entre los horrores de aquella noche ardiente en la kumpanía, la belleza del poder del fuego y la paz que Katie consiguió abrazar a pesar de aquellas realidades conflictivas.

El miércoles por la mañana él y Katie regresaron a la Casa de la Esperanza en el coche de Robert después de acompañar a tres de las mujeres a sus respectivos trabajos en Santa Fe.

—¿Cómo lo haces? —preguntó él. Ella se sentó con la cabeza inclinada cómodamente hacia atrás, contra el reposacabezas, y con los ojos cerrados.

—¿Hacer qué?

—Reconciliar lo que ocurrió en el campamento con la vida que llevas ahora.

—¿Ves una desconexión?

No era eso lo que él quería insinuar.

—La mañana siguiente, la mañana en que me di cuenta de lo mucho que había podido llegar a perder, cuando pensé que todo el mundo había muerto (mis padres, mis hermanos, tú, Janeal), lo primero que quise fue justicia. Nunca he parado de desear justicia.

—Eso es lo que la mayoría queremos, Robert. No importa cuál sea nuestra situación.

—¿Quieres justicia contra Salazar Sanso?

—Por supuesto que la quiero.

—¿No te molesta que aún no la hayamos logrado?

Katie se tomó unos segundos para pensar antes de decir:

—No puedo dedicar demasiado tiempo a desear cosas que no tengo. Tengo mi vida, después de todo, algo completamente ilógico después de aquel tormento. Siguieron diciendo que no tenía sentido que siguiese viva: en los cambios de vendaje, los injertos de piel, la terapia física. Oyes eso tan a menudo que empiezas a preguntarle a Dios por qué sigues ahí, qué significa que no fuese el momento de irse.

—¿Y él dijo…?

Ella se rió.

—No fue como un envío de FedEx de tablas de piedra, o la visita de un profeta o algo parecido.

Robert giró a la izquierda en la carretera.

—Pero tras un tiempo quedó claro que la justicia no era… que yo no era quien… —Katie se aclaró la garganta y buscó las palabras correctas—. En cierto momento me sentí más cautivada por el milagro de la gracia que por la incertidumbre de lo que Dios iba a hacer con Salazar Sanso.

—No sé lo que quieres decir.

—Me di cuenta (quizá porque perdí la vista o porque tuve que apoyarme mucho en otras personas aquellos primeros años) de que la gracia es más sorprendente que la justicia. Las veces que no obtenemos las consecuencias que nos merecemos.

—Algunos consiguen más golpes de suerte.

—No estoy hablando de ellos. Hablo de momentos en los que sabes lo que te mereces, y estás de acuerdo en que lo mereces, y algunas personas o algunas circunstancias aparecen y te sacan del apuro.

—Ya veo. Supongo que corremos hacia ello de vez en cuando. Pero tú estás hablando de cosas pequeñas, ¿no es así? No algo de la escala del crimen de Sanso.

—No, solo hablo de mí misma. No voy a decir que soy mejor persona que él.

Aquella declaración le chocó a Robert.

—Nada de lo que hayas hecho se acerca a lo que Sanso hizo aquella noche, Katie. Tengo que ponerme de parte de Lucille en esto. La Katie con la que crecí estaba muy cerca de la perfección.

La boca de ella formó una media sonrisa y miró por la ventana.

—Lo que hacemos… lo que somos… no estoy segura de poder medir nuestra bondad relativa comparándola con la de los demás —dijo ella.

—¿De dónde has sacado esa idea?

—«Toda inclinación del corazón es perversa desde la infancia».

—Suena a jerga de psicólogo.

—Dios. Génesis.

—Sólo digo que algunas personas son peores que otras. Y tú eres un ángel —dijo él. Apartó sus ojos de la carretera por un segundo para mirarla a ella, y luego los giró de nuevo—. Eres un modelo de paz. Desearía poder tener algo de lo que tú tienes.

—Podrías.

Él se encogió de hombros.

—Quizá si me quedo rondando lo suficiente cerca de ti. Pero después de quince años de pensar de una cierta manera, creo que me llevaría algo de tiempo.

—Quizá puedas. Y quizá podrás. Si quieres cambiar de marcha…

Dejó su invitación abierta, y él sintió alivio.

Robert entró en el sendero que se dirigía a la Casa de la Esperanza y encontró un lugar para aparcar en la pequeña plaza para invitados cerca de la puerta principal. Robert saltó fuera y se encontró con Katie en su lado mientras ella cerraba la puerta. Robert la retuvo antes de que ella se dirigiese a la casa colocando la mano en su brazo.

—No bromeaba cuando te llamé guapa —dijo.

Katie bajó la cabeza.

—No soy la que era.

—Eres mucho más de lo que eras, Katie.

—Robert, si supieras…

—Lo sé. —Él hizo un barrido de la casa con su brazo a pesar de que ella no podía ver el gesto—. Vives para esas otras mujeres cuando podrías esconderte en cualquier parte y regodearte en todo lo que has vivido. De algún modo (y esto es lo que lo hace increíble) vives libre de tu dolor, aunque sé que aquello aún debe dolerte. Lo sé porque la gente como nosotros tiene la habilidad de reconocerlo cuando es cierto.

Robert se inclinó sobre el coche.

—No desaparece, ¿verdad? —preguntó—. El dolor no duele menos a medida que pasa el tiempo, aprendes a vivir con él. Pero tú haces mucho más que eso, Katie. Mucho más de lo que yo podría soñar. No puedo imaginar a nadie que no quisiera ser como tú.

Un taxi amarillo apareció por el polvoriento camino y se acercó al porche delantero de la casa.

—Robert, no soy lo que tú piensas…

—Eres eso y más —dijo él.

Se inclinó y la besó suavemente en la boca, y sintió su breve gesto de sorpresa. No le preocupó si alguien estaba mirando (la persona que salía del taxi, quizá era Lucille que venía de la oficina), aunque mientras retrocedía deseó que lo que acababa de hacer no fuese una idea terrible que pudiera ocasionar en ellos otra herida más.

Trató de medir la reacción de Katie.

Ella se sujetaba la sien con los dedos y parecía dolorida, como si tuviera un acceso de dolor de cabeza. Y aún así, algo le dijo que su gesto no tenía nada que ver con él. Ella se giró y se inclinó en dirección al taxi como si pudiera verlo, como si reconociese a la pálida mujer de pelo oscuro que salía por la puerta trasera. Los ojos de él siguieron los de ella.