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Después de que toda la troupe de la feria regresara, y tras haber servido la cena, Janeal besó a su padre en la mesa del comedor y salió, dejando a Jason con los consejeros y compañeros que solían comer con el líder. El día había sido provechoso y había multitud de asuntos felices que discutir para disimular su rápida salida.

Cada tarde caminaba hasta lo alto de la colina más baja, lo que sólo le llevaba unos quince minutos de subida. A menudo Robert o Katie, o ambos, iban con ella. Aunque no aquella noche. Aquella noche ella se había escapado antes de que ninguno de ellos pudiera preguntar adónde iba. Aquella noche necesitaba lograr desentrañar algunas preguntas de su mente sobre Robert y Katie y su propio futuro dentro de aquella pequeña familia de viajantes.

A pocos pasos de la puerta trasera de la cocina, Janeal tomó su camino favorito a través del riachuelo. Había atravesado la extensa serie de quince piedras del tamaño de un paraguas tantas veces a lo largo de los años que podía saltar sobre ellas en la oscuridad sin mojarse siquiera. Cuando llegó al otro lado inclinó su cuerpo en el ángulo de la pendiente y empezó a escalar. El aire y la tierra compartían el aroma de la lluvia fresca, que había pasado por allí antes del atardecer como un político, rápidamente y con la justa presencia para ser convincente.

No quería quedarse estancada en aquel ciclo vital de los gitanos, pasando los veranos en Nuevo México y los inviernos en California. Despreciaba aquel modo de ganarse la vida, sacándole a los gajé el dinero que quisieran darles o buscando trabajo como mano de obra barata. Aquella actitud la había convertido en una extraterrestre dentro su propia comunidad, pero no era suficiente para ganar el favor de los de fuera, que la despreciaban por ser romaní.

Romaní en parte. Tenía el pelo tan claro que una persona normal no podía adivinarlo a simple vista; sin embargo, cuando iba a la feria, formar parte de aquellas compañías era todo lo que necesitaba cualquiera para condenarla. Y le molestaba que los demás murmuraran de su madre, una mujer no gitana que Jason tomó como esposa. Aunque su cuerpo no lo fuera, la mente de Rosa Mikkado era romaní hasta la médula. Había muerto quince años atrás junto con los otros hermanos de Janeal, cuando un tornado desgarró su comunidad en Kansas.

Los pies de Janeal resbalaron por una capa superficial de rocas sueltas, cayendo de frente y frenándose con las manos hasta que la tierra dejó de deslizarse; entonces continuó la subida.

¿Acaso encajaba en algún sitio?

En lo alto de la colina se dejó caer y se sentó sobre el borde, balanceando las piernas, observando su hogar veraniego allí abajo. Las lámparas de interior habían convertido algunas de las tiendas en luciérnagas vespertinas. Unas pocas familias habían encendido fogatas en el exterior. Alguien estaba haciendo sonar una radio. Como la feria de fin de semana estaba llegando a su fin, mañana el campamento podría descansar y jugar.

Podría salir a hurtadillas. Conduciría hasta Santa Fe. Si su pequeña cafetera conseguía llevarla hasta allí y su padre no se enteraba.

Escuchó un ruido detrás. Pasos sobre la grava. ¿Había subido Robert por otro camino, buscándola? Sabía muy bien que no debía seguirla si se encontraba en uno de esos «estados de ánimo» suyos, como él llamaba a esos momentos. También le molestaba eso: que incluso su naturaleza contemplativa pudiera ser utilizada en su contra en aquel lugar. Giró la cabeza para ver.

—¿Robert?

Dos personas que no reconoció se acercaban. Una mujer, creyó, y un hombre. El sol ya se había escondido y uno de ellos sostenía un haz de luz directamente contra su rostro. Ella alzó el brazo para protegerse los ojos.

—¿Janeal Mikkado?

—¿Quién pregunta?

—Un amigo de tu padre.

Un amigo de su padre habría ido al campamento para preguntar por ella. Cualquier otro acercamiento hubiera sido inapropiado. Incluso los gajé sabían eso.

—No lo creo —dijo ella. Se incorporó sobre sus rodillas preguntándose si debía echar a correr. La curiosidad y algo más que no sabía cómo llamar la mantuvieron parada en el sitio. Le empezó a hormiguear la palma de la mano, allí donde la barandilla de hierro de la escalera le había sacudido.

El rayo de luz bajó y el hombre se rió.

—Tenías razón sobre ella —dijo a la mujer, aunque mirando a Janeal. Le entregó la linterna a su compañera y metió las manos en los bolsillos de sus pantalones oscuros. Con cuatro grandes zancadas se colocó en el mismo borde de la oscura colina, pero cuidando de mantener la suficiente distancia de Janeal para que ella no pensara que quería lastimarla.

Era la primera vez que se encontraba a un extraño allí arriba, y más uno que supiera su nombre.

Por lo que podía ver con aquella pobre luz, el hombre era más joven que su padre y bastante más mayor que ella. Iba bien vestido, con unos pantalones, cinturón y una camisa abotonada. De manga larga a pesar de que era verano. La luz de la luna se reflejaba en sus zapatos. Su barba y su cabello oscuro (que le llegaba a los hombros, peinado hacia atrás) estaban perfectamente recortados, haciendo juego. Le llegó un fuerte olor especiado y se preguntó si él se peinaba con esencia de clavo. Quería tocar su pelo.

Ese deseo la sobresaltó.

Era esbelto, atractivo. Guapo. De hecho, más deslumbrante que Robert: más delicado que rudo, más intelectual, supuso ella. Más poderoso, o más capacitado para estar al mando, al menos. Se dio cuenta de que le estaba mirando fijamente.

Algo centelleó en el lóbulo de su oreja. Diamantes. Había visto muchos. Los hombres de su kumpanía llevaban joyas como aquellas a las ferias; bromeaban diciendo que era de lo más seguro usarlas allí, entre los gajé, que suponían que los gitanos eran pobres y que sus joyas eran falsas.

—¿Amas a tu padre?

La voz del hombre sacó de golpe a Janeal de sus pensamientos.

—¿Qué?

—¿Amas a tu padre?

La pregunta era tan inesperada que se le escapó la respuesta fácil.

—¿Eso qué…?

—Tal vez nada. Tal vez todo.

La respiración de Janeal sonaba como el viento atravesando un túnel.

—Por supuesto que le amo.

—¿Te ama tu padre a ti?

Janeal frunció el ceño desconcertada.

—Creo que deberías preguntarle a él.

—No, no hace falta. Los hijos saben cuando son los destinatarios del amor de sus padres. ¿Lo eres tú?

—Yo… sí. ¿Qué es esto?

—Una comprobación…

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó ella—. ¿Y por qué están aquí?

Él le miró a los ojos por primera vez, y ella no pudo sostener su mirada. No creía que estuviera enfadado, pero sus ojos eran como faros que la dejaban al descubierto.

¿Al descubierto de qué? No tenía nada que esconder.

—Me llamo Salazar Sanso. Y estoy aquí porque quiero que salves la vida de tu padre.

El sobresalto hizo que a Janeal se le acelerara la respiración.

—Su vida no está en peligro —dijo ella fingiendo seguridad.

Él sacó sus manos de los bolsillos y entrelazó los dedos.

—No estaba seguro de que estuvieras dispuesta a hacer esto si no sentías que tu padre te quiere.

—¿Hacer qué?

Sanso señaló y los ojos de Janeal siguieron la línea de su brazo, que apuntaba la mole oscura de un automóvil.

—¿Permitirías que te enseñara algo?

Ella dio un paso atrás. Tendría que haber estado aterrada. Eso era lo que pensaba cuando se dio cuenta de que solamente estaba ansiosa, quizás curiosa, lo que lanzaba un pequeño pálpito de emoción a través de su pecho.

Pero aquello no eclipsaba su cautela. No era una tonta; era una chica joven en un oscuro desierto con un hombre de oscuras intenciones.

—¿Qué necesitas enseñarme allí que no podamos discutir aquí?

—Que soy digno de confianza.

No se esperaba aquello. Una respuesta la disuadió.

—Si vienes conmigo y yo te traigo de vuelta intacta dentro de dos horas, dudarás menos de mí que si te doy un sermón aquí y ahora y después me marcho dejando que cuestiones mi visita espontánea.

La fuerza de su deseo de ir con él la sorprendió, pero dijo:

—O puedo irme contigo y no volver a ser vista nunca más.

—Estás a salvo y te estoy diciendo la verdad: la vida de tu padre está en peligro; a menos que tú le salves de sus enemigos, estará muerto para el miércoles por la mañana. Ven. Deja te que lo enseñe. No voy a hacer daño a la única persona en el mundo que puede ayudarle.

Quizá, después de todo, fuera una estúpida. Más que eso, sin embargo, era una hija que se interpondría entre su padre y la muerte sin dudarlo ni un instante.

Y quizá, si la obligaran a contar la verdad, reconocería que había sido una hija que había estado dispuesta a abandonar a su padre, después de todo.

Él extendió su mano hacia ella, haciéndole señas con la palma hacia arriba para que se acercase: era la suave mano de un hombre que nunca ha conocido el trabajo manual.

Janeal deslizó sus dedos en ella.