4

El coche olía a piel nueva (como la prístina talabartería de unas cuadras, como un tipo de vida que daba el lujo por garantizado). Janeal recorrió el asiento trasero con las yemas de sus dedos. Se preguntaba de qué color sería, y si su padre se habría sentado allí alguna vez.

—Creo que es una estupidez traerla de vuelta —le había murmurado la rubia a Sanso mientras ataba el trozo de tela en la parte de atrás de la cabeza de Janeal—. No sabes lo que va a hacer.

—Salvará a su padre, Callista.

Callista apretó de tal manera la venda de los ojos que enganchó el cabello de Janeal tan fuerte que la hizo gritar.

—No me castigues a mí por tu discusión con él —soltó Janeal—. No tengo que ir contigo.

Sanso la hizo callar con una mano amable sobre su espalda y la condujo lejos de Callista. Aquel aroma a clavo era mucho más fuerte que su amenaza de no ir con ellos.

Incluso así, Janeal decidió no hablar más hasta que llegaran a su destino.

Sin embargo, su silencio bien pudo haber sido su perdición, porque Sanso y Callista parecían estar bastante contentos así, lo que le proporcionó mucho más tiempo del que necesitaba para darse cuenta del peligro en el que se había metido. Cuando el coche paró y las puertas se abrieron no se sentía segura de nada.

Callista la ayudó a salir del coche. Janeal se dejó guiar arrastrando los pies por una zona pavimentada. Escuchó el sonido de una puerta que se abría y luego la mujer la empujó dentro de un espacio cerrado.

—Para aquí —dijo Callista, y luego le quitó la venda de los ojos sin deshacer el nudo, deleitándose, creyó Janeal, en arrancar el fino mechón de pelo atrapado de su cuero cabelludo.

Permanecieron de pie en el oscuro pasillo. Detrás de Callista, una señal roja de salida brillaba sobre una puerta metálica con una barra de apertura. Delante había unas líneas de linóleo en el suelo que conducían a otra puerta. Sanso la estaba atravesando.

Callista tenía la piel clara y unos cuarenta años, aunque se vestía como si desease ser todavía una quinceañera. A la luz del vestíbulo, ligeramente mejor, Janeal la reconoció como una de las mujeres que había visitado su puesto en la feria y había comprado unas cuantas raciones de sármi a lo largo del fin de semana. Una vez se había detenido a charlar. Janeal lo intentó pero no pudo acordarse de lo que hablaron.

—Te conozco de la feria.

—Voy a muchas ferias.

Callista le dio la espalda a Janeal y se dirigió a la puerta de enfrente. Janeal la siguió. Cuando cruzaron la puerta, se encontró en una sala poco iluminada que olía a pescado y cigarrillos. Podría haber sido una oficina salvo porque no había escritorio. Unas estanterías revestían tres de las cuatro paredes, dejando hueco únicamente para la puerta por la que ella había entrado y una puerta más en el otro extremo de la sala. Por encima de las estanterías, cerca del techo, había tres pequeñas ventanas en dos de las paredes que dejaban entrar la luz de la luna.

En medio de la habitación, un sofá de terciopelo en forma de C rodeaba una mesa de café y ocupaba gran parte del espacio. Una televisión de pantalla plana dominaba la cuarta pared de la habitación. Tres lámparas de pie, colocadas a intervalos detrás del sofá, desprendían una luz amarillenta en forma de conos.

En una de las esquinas, sobre una mesita iluminada por velas, había un plato lleno de comida. Sanso estaba sentado junto a ella.

—¿Tienes hambre? —le preguntó a Janeal.

Ella negó con la cabeza.

—Entonces siéntate y dame un minuto.

Janeal se sentó con cautela en un extremo del sofá. Callista salió de la habitación.

Sanso no dijo nada mientras comía a grandes bocados (por el aroma ella supuso que sería pescado con arroz), acompañando cada mordisco con un sorbo de vino. La cubertería de plata tintineaba al chocar contra su plato, pero ni tan siquiera eso era suficiente para tapar el sonido de la respiración de Janeal, que ella encontraba molesto y, de alguna manera, más enervante que el propio hecho de no saber dónde se encontraba exactamente o por qué estaba allí. El que él aplazara su explicación sólo le causaba irritación, lo que se mezclaba, como en un mal experimento científico, con las demás emociones de su estómago.

Observaba su enorme boca mientras comía y deseaba que su cuerpo estuviese lo suficientemente tranquilo para escucharle masticar.

¿Su padre ya la habría echado en falta? Probablemente no. De vez en cuando salía a caminar un par de horas o más con Robert y Katie cuando anochecía. Teniendo en cuenta que aquel día había perdido los estribos, ninguno de los dos la echaría de menos hasta la mañana siguiente.

El sonido de su silla chirriando contra el suelo trajo de vuelta la mente de Janeal a la habitación.

Sanso se limpió la boca, agarró su vino y rodeó el sofá. La emoción irrumpió de nuevo en la sangre de Janeal. Por un momento se preguntó si el sentimiento haría estallar las paredes y mutaría de miedo controlado a la clase más horripilante de peligro. Sin quererlo, le echó un vistazo a la puerta por la que Callista había salido y deseó que regresara.

Como si lo hubiera provocado, la puerta se abrió y la mujer se acercó sujetando un vaso. Se inclinó sobre el sofá y dejó el vaso, lleno de un líquido del color del ámbar, sobre la mesa de café que estaba frente a Janeal. Luego se dirigió a la esquina y se sentó en el lugar que Sanso había dejado vacío. Janeal tomó el vaso y lo olisqueó. Zumo de manzana. ¡Como si fuera una niña de dos años! Lo volvió a dejar donde estaba.

—Mira —dijo Sanso acercándose a una de las estanterías—, la razón por la que dudaba del cariño de tu padre por ti es porque él también ama el dinero. Quizá más que a ti.

Janeal le miró con odio; todas aquellas palabras eran inadecuadas.

—No hay duda de que él ama el dinero más que a —dijo—. En el pasado hicimos negocios, buenos negocios de los que tú no has tenido noticia. Pero creo que Jason ya no me aprecia. Alguien le ha pagado mejor.

Aquella idea sonaba fuera de tono en el cerebro de Janeal.

—¿Quieres que crea que tú y mi padre eran…?

—¿Qué? ¿Amigos? No es un término muy preciso —Sanso agarró una fotografía de una de las estanterías y la giró hacia Janeal.

—¿Una competición amistosa, entonces? —intentó Janeal.

Sanso soltó una risita.

—No, amistoso no. Nada amigable. Ahora mismo es su vida o la mía, y le tengo en el punto de mira.

Janeal bajó la vista al suelo, sin saber si necesitaba o no una explicación. Había entendido mal a aquel hombre. Había cometido un terrible, terrible error con él.

Se sentó frente a ella en el sofá esquinero. Sus pies casi se tocaban.

Ella temblaba. Agarró el vaso de vino de Sanso, colocado junto a aquel asqueroso zumo, y le estampó el contenido en su impecable camisa blanca. Ella ahogó un grito y se puso en pie, aturdida por la idiotez de sus reflejos. ¿Qué había hecho?

Intentó recobrarse.

—Mi padre no tiene enemigos.

—Oh, sí que los tiene, y yo estoy entre los peores —Sanso, impasible, se puso en pie para agarrar su mano y empujarla de nuevo hacia el sofá.

A Janeal se le encogió el estómago. Sanso ni siquiera parecía estar enfadado con ella, aunque lo habría preferido antes que aquello… aquella espeluznante calma paternal. Agarró el vaso de zumo y le dio un largo trago. Odiaba el zumo de manzana y aquella dulzura empalagosa suya. Ojalá Callista hubiera traído café solo. O, mejor, ojalá se hubiera bebido el vino en vez de arrojárselo encima a él.

—Esto es una broma de mal gusto —dijo ella arrepintiéndose en ese mismo momento de su mala elección de palabras.

—Yo nunca bromeo, Janeal Mikkado. Pero no tengas miedo de mí. No estás en peligro —él echó un vistazo señalando la habitación—. ¿Tú ves armas? ¿Alguna amenaza para tu bienestar? ¿Te ha intimidado alguien?

Janeal negó con la cabeza sin apartar los ojos de él.

—Por eso estás segura aquí —dijo él—. Segura conmigo.

Él sonrió tanto que su bigote se curvó, lo que, más que hacerla sentir a salvo, le hizo tener la sensación de que de un momento a otro él la iba a atravesar con un cuchillo. Él tendió la fotografía enmarcada ante sus narices.

Cuatro hombres rodeaban con sus brazos los hombros de los otros como hermanos. Desde la izquierda, se veía a Sanso, a su padre y a dos de los ancianos de la kumpanía, uno de los cuales había muerto inesperadamente el pasado verano. Por comida en mal estado, pensaron. Jason llevaba un pendiente que Janeal le había regalado por su cumpleaños hacía sólo dos años.

Sanso se inclinó y le alzó la barbilla con los nudillos.

—Mírame para que sepa que me estás entendiendo, chica.

Ella mantuvo su mirada lejos de él. Tú no me controlas, CHICO.

Él extendió los dedos y apretó su mandíbula hasta que ella hizo una mueca de dolor.

—Mírame.

Ella se encontró con sus ojos, temblorosa.

—Tu padre aceptó un millón de dólares de la DEA, la Oficina Antidroga, para tenderme una trampa con una operación falsa que tendrá lugar el martes por la mañana. Ahora la vida de tu padre vale un millón de dólares. Y tú tienes hasta la medianoche del lunes para pagarme por su rescate.

Un día.

—Mi padre no tiene esa cantidad de dinero —susurró ella. Desde luego, no en efectivo. Los gitanos tenían multitud de bienes que invertían en la comunidad y que compartían con sus miembros necesitados. Pero el efectivo no era su divisa preferida. Si tuviera en su poder una cantidad como aquella se lo habría dicho. La habría alertado. Como hizo cuando guardó aquellas piedras en bruto durante dos semanas en nombre del rom baro de…

—Lo tiene, y tú vas a encontrarlo. Y después me vas a decir dónde está y yo iré a recuperarlo. Porque si no lo haces, tu padre morirá, y probablemente tú morirás, y no me importa cuántos más de tu preciosa y pequeña kumpanía mueren contigo —escupió el nombre de su grupo.

Un millón de dólares. Un millón de dólares. Atónita, Janeal se dio cuenta de que su primer pensamiento no fue para la seguridad de su padre, sino para aquello que podría hacer con un millón de dólares si lo encontrara antes que Sanso.

—Me estás mintiendo —le desafió ella—. Mi padre nunca ha hecho negocios con tratantes. No hay dinero.

Liberó su mandíbula. Sanso ya se había sentado.

—Esa es la idea romántica que tendría la única hija superviviente de tu precioso padre. No te va a llevar mucho tiempo conocer la verdad de la naturaleza humana, Janeal.

Si su padre tenía aquella cantidad de dinero habría huido con él y habría recolocado a la familia en un nuevo lugar donde ni la DEA ni aquel Sanso los hubieran encontrado jamás. ¿No lo habría hecho? La kumpanía, en su conjunto, apenas conseguía reunir unos cientos de miles cada verano, y eso trabajando juntos. ¿Cómo iba a tener su padre tanto dinero escondido en algún sitio, guardado bajo llave sin decírselo a nadie, ni siquiera a ella? Él se lo contaba todo.

Bajó la mirada y observó fijamente la fotografía hasta que Sanso se la quitó y la colocó sobre la mesa de café.

—Si hubiera drogas en la kumpanía creo que lo sabría.

—No hay. Tu kumpanía solamente es una estación de paso. Todos ustedes, los gitanos, son un atajo de traficantes. Mientras tú cocinas tus panes de col suceden muchas cosas en las casetas. ¿Por qué crees que los de la DEA le pidieron ayuda a Jason? Es la muerte por mi mano o la cárcel por la de ellos. Ese es el lío en el que se ha metido él sólo.

—Si mi padre tuviera tanto dinero, no se quedaría allí quieto con él.

—Está esperando la otra mitad, que conseguirá cuando me traicione como el Judas que es.

Dos millones de dólares. Lo que podrían hacer ella y su padre con eso…

—¿No sería menos problemático que me secuestraras para pedir el rescate?

Sanso chasqueó la lengua y negó con la cabeza.

—¿Y traer a los Antidroga y a otra docena de cuerpos de seguridad justo delante de mi casa? No, soy un hombre paciente, y creo que a su debido tiempo tú estarás de acuerdo conmigo en que traer el dinero es lo que más te interesa, y lo más fácil para todos.

La luz de la luna prendió los ojos de Sanso, reflejándose en ellos como un estanque a medianoche. La respiración de Janeal se aceleró, tal y como pasaba cuando Robert la miraba durante mucho rato.

Aquella involuntaria comparación entre el hombre que amaba y aquel, aquel… criminal asombrosamente atractivo fascinó un lejano rincón de su cerebro.

—He visto la inquietud que reina entre tu gente —susurró Sanso. La palabra inquietud brotó como la tentación de una serpiente—. Hay cadenas que te unen a ellos que yo puedo romper —se puso en pie y se volvió a sentar junto a ella. Sin tocarla, la habló al oído, con su aliento agitando sus cabellos—. No sería indigno de mí compartir con generosidad algo de todo esto con una preciosa joven. Puedo enseñarte el mundo que tanto deseas ver.

Las manos de Janeal comenzaron a inundarse de un sudor frío. «Eres repugnante». Pero no pudo encontrar la fuerza de voluntad para decirlo. En aquel momento, cuando la vida de otro, que no la suya, estaba en peligro, le encontraba fascinante, y notó por su postura relajada que él lo sabía. Le lanzó una mirada a Callista, que seguía sentada en la esquina. La expresión de la rubia parecía engreída: aparentemente estaba encantada con el curso que estaba tomando la conversación. Janeal se separó de Sanso para darle otro sorbo al zumo, y para pensar. Cuatro segundos era todo lo que necesitaba.

—Un millón de dólares no debe ser más que calderilla para alguien como tú —dijo ella aferrándose a su copa—. No se merece tantos dolores de cabeza.

Había algún detalle en todo aquello a lo que debía prestar atención, si podía averiguar lo que era.

—En simples dólares sí que lo es. Pero yo soy un hombre de principios. Mis razones para exigir ese dinero no tienen tanto que ver con su valor real como con su… valor simbólico.

¿Simbólico?

Sanso sacó un pañuelo de su bolsillo y empezó a secar el vino de su camisa.

—El dinero me pertenece. La DEA me lo robó el año pasado asociándose con un traidor como tu padre —continuó—, y yo estoy decidido a reclamarlo. Es mío por derecho, y no tolero a los ladrones que se entrometen en mi trabajo duro. No se puede poner precio a la reputación de un hombre.

—Pero puedes poner precio a la vida de mi padre.

—Tengo que hacerlo. Es muy simple: tú me das el millón de dólares, yo te doy la vida de tu padre.

Janeal no se creía una sola palabra: ni que el dinero fuera suyo, ni que fuera a perdonar la vida de su padre a cambio, ni siquiera que fuera cierto que había tanto, tanto en juego como Sanso le había hecho creer. Por primera vez aquella tarde, el miedo la golpeó de lleno en el corazón, un miedo punzante de pensar que su padre no confiaba en ella, que no le contaba todo, que no la incluía de lleno en la verdad de su vida.

Janeal se puso en pie, intentando romper algo que sólo podía describir como un tirón gravitacional hacia aquel horrible hombre que comerciaba con vidas y mentiras con tanta facilidad. Caminó sobre la circunferencia del sofá hasta el lado opuesto de la mesa de café.

—Encontraré el dinero, y dejaremos este lugar con tanta rapidez que no podrás localizarnos.

Sanso rodeó con su puño el pañuelo arrugado y examinó sus uñas.

—Tengo pasaportes para todos los países de América del Norte y del Sur, además de muchos otros. No creo que quieras que te persiga alguien como yo.

Janeal se sentía mareada. Dejó que sus hombros se hundieran otra vez en uno de los cojines. Eso estaría bien. Tenía que aparentar estar resignada.

Tenía que haber un modo de desbaratar los planes de aquel hombre, sólo había que pensar un poco. Lo pensaría junto a su padre, que se lo explicaría todo. Con lo que ella sabía ahora encontrarían una manera de conservar el dinero y protegerse el uno al otro.

—No creo que haya ningún dinero —repitió ella, sin estar segura de por qué seguía apretando la misma tuerca.

—También crees que puede que tenga razón, suficiente para obligarte a buscar. Y cuando lo encuentres, lo tomarás, lo esconderás y me llamarás para decirme dónde está. Te daré un número antes de que te marches. Como dije, puedes confiar en mí.

—Será difícil encontrar algo que no existe.

—Te prometo una décima parte de eso que no existe para demostrártelo. Y entonces cambiarás de idea.

Janeal no estaba muy segura de lo que quería decir. ¿Una décima parte del dinero? Tenía la mente confusa. ¿Cambiar de idea?

—¿Sobre qué? —dijo en voz alta. Sentía la pesada mano de Sanso sobre su cabeza, jugando con los mechones de su pelo. ¿Se había movido?

—Sobre mí, chica. Creo que vendrás conmigo antes de que esto termine.

—Quiero ser capaz de… —¿cuál era la palabra?

—¿Qué pasa si necesito…? —se tapó los ojos con la mano—. ¿Quieres que te llame?

—Sí, chica, podrás llamarme.

Y Janeal cayó en un profundo sueño en contra de su voluntad.