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Debido a que Sanso comprendió el papel que había jugado en aquel duelo de ingenios con Janeal, no podía sentirse más feliz al descubrir su «desaparición». Jugaría a su favor el que ella pensase que se había escapado de su trampa, aunque la trampa, en realidad, era mucho más grande de lo que ella sabía. Pero porque él era el único que estaba al tanto de su verdadero propósito, montó todo un espectáculo de furia controlada en honor de sus subordinados.

Sólo por diversión desnudó y les quitó el dinero y el vehículo a los hombres que tenían que haber estado siguiéndole el rastro y les abandonó para que encontrasen ellos solos el camino de regreso a donde fuera que viviesen en calzones y calcetines. Encantador.

Los asistentes que le habían acompañado ahora les escoltaban por la I-25. Sanso se quedó atrás para hacer una llamada.

—Ha cambiado de aspecto —le dijo a Callista.

—¿Lo suficiente como para dejar de rondarla como un perro faldero?

Sanso se apoyó contra el capó del coche de alquiler de Janeal en la entrada del aparcamiento y colocó su teléfono entre la oreja y el hombro.

—La envidia te corroe, cariño. Su coche sigue aquí, y está buscando sola a Robert.

—Entonces tuvo que haber llamado a un taxi.

—Obviamente. —Sacó una pistola de su cinturón y comprobó la munición. Llena.

—Y están en la Casa de la Esperanza.

—Es más que probable.

—Entonces supongo que allí es donde quedamos emplazados.

—Dejemos primero solos a la pareja un rato para una reunión feliz.

Callista exhaló:

—Sí, señor.

Sanso se rió socarrón. Apagó el teléfono y lo metió en el bolsillo de su pecho, y apuntó el arma hacia las llantas del coche de alquiler. Se tomó su tiempo, paseando alrededor del coche a plena luz del día y disparando a cada neumático. Y al parabrisas trasero, porque podía, y porque Janeal podía hacer frente a los daños y porque las almas asustadizas que salían despavoridas por los escaparates de la plaza comercial no osarían tratar de detenerle.

La vida podía volverse muy aburrida si uno no tomaba ventaja de cada oportunidad para dejar una impresión.

Subió al Escalade plateado que le había confiscado a sus hombres y lo condujo para reunirse con sus socios y deshacerse del coche. Quizá podrían complacerle con un pequeño tequila mientras esperaban.

***

Katie guió a Janeal a su habitación, una caja de zapatos al final de un largo pasillo, flanqueado a cada lado por dos habitaciones mayores.

—Hay otras seis mujeres en esta sección de la casa, contándome a mí —explicó Katie—. Mi habitación está al final del vestíbulo, donde se cruza con el otro pasillo. —Katie señaló en aquella dirección—. Las habitaciones más pequeñas son para las recién llegadas, después podrás trasladarte, según cumplas con el programa y otras se gradúen. Cuando te autoricen a trabajar fuera de la casa se esperará de ti que pagues un alquiler en proporción al tiempo que lleves aquí y a cuánto estés ganando.

La habitación contenía un catre con un colchón, un tocador con cuatro cajones y un espejo, una mesa y una silla, y una mecedora que quedaba bajo la ventana. Una vieja alfombra de retales cubría el centro del suelo de madera.

—Espartano —dijo Janeal.

—La tarea de tu primera semana es el servicio de cocina —dijo Katie mientras Janeal lanzaba su bolso a la cama—. Puedes elegir entre cocinar o lavar platos.

—Cocinar. —Janeal corrió la polvorienta cortina y descubrió la vista de una colina de barro moteada de cactus.

—Típica elección —Katie hizo una pausa—. ¿Te gusta cocinar?

Janeal dejó caer la cortina.

—No me gusta fregar.

Katie permaneció de pie en la entrada mientras Janeal examinaba el sencillo armario y abría los cajones del tocador. Cuando finalmente se sentó para probar la mecedora, Katie entró en la habitación y se apoyó contra la pared con las manos en sus bolsillos traseros.

—¿Tengo derecho a usar el coche? —preguntó Janeal.

—No hasta que lleves tres meses, o rellenando una petición especial.

Tenemos dos coches disponibles para cosas como citas médicas.

—Así que estoy encallada aquí.

—Suena como si estuvieras resfriada. ¿Puedo traerte algo?

—No creo que tengas equinacea a mano.

—Se me acabó, pero le pediré a Frankie algo para ti. Es nuestra proveedora y siente un amor especial por todo lo homeopático.

—¿También lo usas?

—Desde que era niña.

El refuerzo con hierbas había sido algo cotidiano en la kumpanía durante décadas.

—La medicación te matará, siempre lo digo —dijo Janeal.

—Todo el que entra por esta puerta sabe cómo medicarse de un modo u otro.

Janeal se reprochó mentalmente no haber sido más cuidadosa.

—¿Siempre haces sentir a tus residentes tan bienvenidos?

—No podemos ayudarte si no eres honesta acerca de lo que estás pasando.

Janeal tosió. La honestidad no era un activo muy valioso en el mundo en el que se movía, al menos no desde que huyó con el dinero de Sanso. De hecho, la supervivencia parecía depender de tomar parte en un juego estratégico de engaños.

—Esto va así —dijo Katie—. Respeta a las otras mujeres y ellas te respetarán a ti. Cuidamos las unas de las otras. Las que han estado aquí más tiempo saben lo que hay en juego. Así que no te ofendas si alguna se enfrenta a ti.

—Vale. —La aproximación más fácil, por supuesto, sería tan simple como mantenerse a distancia de todo el mundo. Nada de causar problemas. Encontrar la información que necesitaba. Tener un plan, hacer un trato. Bajarse del tren. Desaparecer.

Si quería salir de ahí rápidamente, tenía que empezar rápidamente.

—No puedo evitar admirar el anillo que llevas —dijo Janeal. Katie sacó sus manos de donde estaban, inmovilizadas entre ella y la pared. Sus dedos fueron al aro tachonado de diamantes.

—Gracias.

Hubo una torpe pausa.

—Pensé que había alguna política aquí acerca de alardear de las posesiones.

—Era de mi madre.

Un destello de calor hostigó a Janeal. ¿Cómo se atrevía a hacer una declaración así?

—¿Un regalo?

—Una reliquia. Murió hace mucho.

—Igual que la mía. Un extraño accidente. La historia de mi vida.

Katie inclinó su cabeza a un lado.

—Quizá tengamos más en común de lo que piensas, Janice.

Por supuesto que lo tenían.

—¿Qué le sucedió a tu madre? —preguntó Janeal.

—Un tornado —dijo Katie hablando hacia el suelo—. La empaló en un roble. Mató a mis tres hermanas también.

Janeal detuvo la mecedora tan bruscamente que su impulso hizo que el mueble golpeara la pared y después rebotara en la parte trasera de sus rodillas. La madre de Katie Morgon había estado sana y salva hasta la noche de la masacre. ¿Qué estaba haciendo Katie robando la historia de Janeal como si fuera la suya propia?

Aquel era un retorcido mecanismo de copia para la víctima de un incendio, o para cualquier tipo de víctima. A Janeal le parecía que habría tenido más sentido si Katie hubiera desembuchado aquellas mentiras a un periódico en un esfuerzo consciente de propinarle unos golpes bajos a la mujer que la había traicionado.

Katie debió notar la reacción de Janeal. Se separó del muro, permaneciendo erguida.

—Es más de lo que necesitaba decir. Lo siento.

Janeal se apartó de la luz del atardecer que entraba por la ventana, contenta de que Katie no pudiera ver la contradicción entre sus palabras y su rostro furioso. Le costó trabajo controlar su tono.

—No te disculpes. ¿Qué clase de mundo es éste donde dos personas pueden encontrarse por casualidad y tener historias tan similares?

—El sufrimiento es el sufrimiento, aunque toma muchas formas diferentes. No estoy tan segura de que la profundidad del dolor que alguien siente se corresponda únicamente con una experiencia en concreto. Parecemos entenderlo universalmente.

A pesar de las débiles justificaciones, Janeal trató de no ser maliciosa.

—Puedo imaginar que esas cicatrices que tienes dolieron más que nada.

Katie se tocó un lado de la cara.

—No me refería a las físicas. ¿Qué tipo de cicatrices tienes tú, Janice?

—Lo mío tiene que ver con los límites. Por ahora.

—Está bien. —Katie retrocedió hacia la puerta—. Puedes asearte. La mesa para la cena se prepara en treinta minutos.

Janeal se inquietó, aborreciendo dejar marchar a Katie tan pronto.

—¿Cuál es tu historia?

—¿Qué parte?

—La de las llamas.

Katie puso su mano en el pomo de la puerta.

—No es algo de lo que suela hablar.

—¿Por qué no?

—Trato de concentrarme en las historias de los demás. Suele ser más útil para ellos.

—¿Cuánto tiempo llevas aquí, Katie?

—Trece años.

—¿Y en todo ese tiempo nunca has contado tu historia?

—Versiones abreviadas.

—¿Honestas?

La pausa de Katie fue la única señal de que el desafío de Janeal había tenido su efecto. Tras un momento dijo:

—Claro, honestas.

—¿Puedes concederme una versión condensada?

Si Janeal podía conseguir eso de Katie, quizá tendría una idea de cuánto había llegado a saber Robert. O de lo que había descubierto. También podría obtener (sin garantías, pero existía la posibilidad) una imagen más clara de cómo la versión sesgada de la historia en boca de Katie se había transformado después de década y media. Hasta dónde se había convertido en incriminatoria hacia Janeal Mikkado.

—Condensada.

—Tan larga como honesta. De eso se trata este lugar, ¿cierto?

Katie dio un paso atrás desde la puerta, paró, dio dos más hasta los pies de la cama, donde se quedó con un brazo cruzado sobre sus costillas y la otra mano alzada para agarrar un lado de su cuello como si lo tuviera dolorido. El anillo brillaba en su dedo, destellando sus secretos hacia Janeal.

—Hace quince años conocí a un hombre que pidió mi ayuda para recuperar algo que otra persona le había robado. Yo tenía acceso a algo que nadie más en mi… familia tenía —sacudió la cabeza como si hubiera comenzado con una información intrascendente. Janeal cruzó los brazos y se apoyó contra la ventana. Trató de recordar si Katie había contado alguna vez una historia como aquella, o si sus hermanos mayores habían estado antes en un problema criminal.

—¿Qué se supone que debías recuperar?

Katie se encogió de hombros.

—Eso no tiene importancia para la historia, excepto que fui capaz de encontrar lo que aquel hombre necesitaba. Hice averiguaciones para conseguírselo, pero… bueno, mis planes no tenían lógica. Era demasiado joven entonces, supongo, muy pueril para entender lo que él me había pedido hacer. No quería hacer nada excepto salvar… —respiró hondo—. Quiero decir que intenté hacer exactamente lo que él me había pedido, pero había otras personas involucradas.

Los nervios en el abdomen de Janeal se empezaron a contraer según se iba dando cuenta de la historia que Katie estaba contando. ¡Katie estaba interpretando su papel! ¡Había descubierto la verdad sobre Janeal a pesar de su ceguera y estaba vengándose!

—Pensó que lo había traicionado —prosiguió Katie—. En realidad fue un horrible malentendido, pero se puso furioso. Tomó a mi padre y a una de mis mejores amigas como rehenes. Los encerró en mi casa y le prendió fuego.

Janeal empezó a caminar. El sudor se escapaba por la base del nacimiento de su pelo mientras trataba de reconstruir cuánto había contado a Katie sobre lo que Sanso había echo en las veinticuatro horas de su primer encuentro con él. No creía haber ofrecido a Katie la información suficiente como para construir una historia tan detallada.

Katie no sabría de su plan para devolverle el dinero a Sanso. Y ella nunca habría descrito los acontecimientos de aquella noche como un «horrible malentendido». Janeal dudaba incluso de que Katie supiera el nombre de Sanso. La confusión se asentó en su mente.

Katie humedeció sus labios y Janeal pensó que quizá planeaba acabar su historia aquí. Janeal apretó los pulgares en la base de su cráneo y juntó los dedos detrás de su cabeza mientras paseaba. Aquel método a veces funcionaba para prevenir el comienzo de un dolor de cabeza.

Janeal insistió.

—Te quedaste atrapada en el fuego.

—No exactamente.

La respiración de Janeal se hizo más corta y veloz. Se anticipó a la incriminación de Katie. ¿Qué debía hacer cuando Katie la señalara con el dedo? No podía reaccionar. Quieta ahora.

—Tuve la oportunidad de salir. Mi padre estaba ya muerto.

Janeal se dejó caer con fuerza en la cama. Mi padre

—Pero mi amiga…

Katie no habló en un minuto entero. Janeal cerró los ojos para tratar de controlar su respiración, y cuando los abrió las mejillas de Katie estaban mojadas. ¿Qué intentaba hacer Katie? Janeal se preguntó si debía exigir una explicación o esperar a que ésta se revelara por sí sola.

—Él habría dejado que se quemase viva —dijo Katie—. Quería que muriese en el fuego. —Katie alzó su rostro—. ¿Sabes lo que ocurre cuando mueres quemado, Janice?

Janeal se puso en pie y volvió a pasearse.

—No quiero saberlo.

—Si no eres lo suficientemente afortunado como para morir por asfixia…

—¿Cómo se llamaba tu amiga?

Los labios de Katie se separaron y pareció regresar de golpe al presente.

—Traté de sacarla.

¿Qué ocurrió entonces? ¿Por qué Katie estaba contando la historia de Janeal, y por qué la cambiaría para proteger a Janeal de la verdad de lo que había sucedido realmente? ¿O acaso Katie había tramado y confeccionado una versión que la ayudaba a sobrellevarlo, una versión que ella quería creer, incapaz de aceptar la traición de Janeal?

¿Y qué había querido decir con que el dinero de Sanso no contaba en su historia de un modo significativo?

Janeal dejó caer sus pulgares de lo alto de su columna vertebral y flexionó los dedos, tratando de encontrar respuestas mentalmente. Katie se movió de los pies de la cama a la cercana silla del escritorio. Se subió las perneras del pantalón hasta las rodillas para sentarse y extendió sus pies con sandalia de cuero por el centro de la pequeña habitación. Colocando sus manos sobre los muslos e inmovilizando los codos, se echó atrás en la silla de modo que sus hombros casi tocaban sus orejas.

—Traté de sacarla pero no pude. La arrastré hasta la puerta. Caí… caímos, y después…

Janeal no dijo nada.

—Es una historia terrible. La gente no quiere oírla, por eso es por lo que soy reacia a contarla.

Los ojos de Janeal se posaron en los pies de Katie. La huella de las llamas en el cuerpo de Katie, que eran visibles de todas maneras, no tenían sentido. Para haber estado en aquella casa de reunión, haber caído en el fuego, escapado de una explosión de aquella magnitud… ¿Cómo algunas partes de su cuerpo salieron sin ser tocadas? ¿La mitad derecha de su cara, las puntas de sus pies? Parecía más bien que la elección del vestuario de Katie cubría la parte mutilada de su carne, pero que nada en ella era tan impecable como aquellos pies…

Su mirada ascendió hasta los tobillos de Katie, expuestos cuando se sentó en la silla.

Ahí, bajo los hilos y costuras de tejido cicatrizado, había tinta verde de tatuaje. Una llama, fundida en un desorden asimétrico.

—Tienes un tatuaje —susurró Janeal.

El humor de Katie cambió y llevó rápidamente sus dedos sobre él. Hizo caso omiso del tejido de sus pantalones.

—Sí.

Un sol derretido con una llama flameante que coincidiría con el que Janeal llevaba en el tobillo izquierdo, donde el de Katie pero en condiciones óptimas.

Una copia. Tenía que ser una copia. ¿Hasta dónde había llegado Katie con aquella farsa? ¿Y por qué?

No podía ser una copia. Katie no había visto antes el tatuaje de Janeal tan nítidamente perfilado.

No podía ser.

—Es un sol —dijo Janeal. Sintió la sangre corriendo por su cabeza como si la gravedad de aquella misma bola de fuego lo ordenara.

—¿Puedes adivinar lo que es? —Katie pareció sorprendida—. Eres la primera persona que no me lo ha preguntado. Un sol ardiente. Irónico, ¿verdad? Mi último acceso de juventud antes de… —Su expresión se volvió grave otra vez—. No he tenido tiempo de enseñarlo por ahí.

Se lo enseñaste a Robert, pensó Janeal mirando fijamente la piel deformada. No tú, yo. Yo se lo enseñé a Robert.

Se levantó su pantalón para ver el tatuaje gemelo, que normalmente llevaba recubierto con un potente maquillaje.

—¿Qué has dicho? —la pregunta de Katie apenas se oyó. La cabeza de Janeal se activó. Su compañera había palidecido.

—¿Qué?

—Has dicho algo.

—No lo he hecho.

¿Había hablado en voz alta?

—Algo sobre un tal Robert.

—No, no dije nada.

Katie abrió la boca, pero sus palabras no salieron inmediatamente.

—¿Cómo murió tu madre?

El punto de partida de la discusión se había alejado de la mente de Janeal ante la presencia de aquel nuevo misterio. Rebuscó en su cerebro buscando algún titular creíble. Se hizo más largo de lo que pretendía.

—A ella… le dispararon. Un disparo alocado durante un ajuste de cuentas por drogas en el vecindario.

—¿Esa es la historia honesta? —Katie frunció el ceño con acusación. La serenidad de Janeal flaqueó.

—No soy un fraude, si eso es lo que sugieres.

Ojalá Janeal no hubiera dicho aquello con tanta dureza, y deseó haber escogido otra palabra que no hubiera sido fraude.