53

El móvil de Robert sonó cuando dejaba la farmacia con la pequeña botella marrón en una bolsa de plástico balanceándose en su puño cerrado. Reconoció el número de teléfono de Harlan.

—Woodman, ¿hay noticias?

—No sé, no quiero enfrentarme a tu cara de amargado si luego resulta que es viable.

—¿Entonces qué es?

—Hoy ha habido un tiroteo en Santa fe, en Cerrillos Road. Ocurrió sobre las tres en una plaza comercial. La única víctima ha sido un sedan azul de alquiler registrado a nombre de Jane Johnson, cuyo paradero aún no se ha localizado.

—Y la DEA está en ello porque…

—La descripción del pistolero encaja con la de Salazar Sanso.

Robert soltó el aire de sus pulmones y recorrió mentalmente todas las razones que tendría Sanso para querer estar en esa zona.

—Hay una multitud de latinos que encajarían con una descripción similar en esta ciudad.

Robert subió a la cabina de su camioneta y cerró la puerta.

—Conducía un Escalade plateado, que encontraron abandonado fuera de la ciudad, al sur de la ruta 66. Está registrado a nombre de Callista Ramírez.

Robert dejó de intentar arrancar el coche. Ramírez llevaba tiempo asociada a Sanso, aunque tenía un corto historial. La única vez que fue detenida fue puesta en libertad en unas pocas horas por falta de evidencias.

—¿Crees que va tras de mí?

—¿Por qué más iría a Santa Fe?

—Esta vez no tengo ningún valor. Soy un fastidio desde su punto de vista —Robert quería que aquello fuera cierto, aunque aparentemente no era así. Condenada Katie. Si él guiaba a Sanso hasta su puerta…

—Quizá sí. Quizá no. Estamos enviando agentes allí para echar un vistazo. Llegarán a primera hora de la mañana. Si buscas algo que hacer…

—¿Cuál es la dirección del tiroteo?

Sólo eran las siete y media. Por si acaso podía obtener información de primera mano de un testigo que estuvo allí, decidió dar la vuelta y satisfacer su tendencia a enredarse.

A Robert le llevó cerca de veinte minutos cruzar la ciudad y encontrar la plaza comercial descrita por Harlan. El coche en cuestión había sido remolcado, pero un reguero de cristales entre dos líneas naranjas de aparcamiento indicaba dónde había estado aparcado. Robert se quedó en el arcén y comprobó las tiendas situadas directamente detrás. Una tienda de licores. Una librería. Una peluquería. Una tienda de reparación de aspiradoras y máquinas de coser. La tienda de reparaciones estaba cerrada, pero las luces de las otras tres aún brillaban.

La cajera de la tienda de licores no estaba de turno cuando ocurrió el incidente, pero le dio el número de su jefe, quien al parecer lo había visto todo y estaría encantado de contar la historia de nuevo. Ella ya la había escuchado las veces necesarias para ofrecer una versión sumaria a Robert.

Se detuvo en el camino de cemento, con la intención de ir a la librería, cuando vio a una mujer saliendo de la peluquería, con las llaves colgando de una cinta de espiral en su muñeca mientras se disponía a cerrar.

—Disculpe, señora.

Ella le miró, con los ojos analizando en un segundo si era un tipo peligroso o un mero extraño. Él sacó su identificación de la DEA y la cara de cautela se convirtió en fatiga.

—Ustedes ya se han pasado todo el día rondando por aquí. ¿No han preguntado lo suficiente?

—Perdón por molestarle —miró la etiqueta con su nombre—. Carol. Pero soy de una agencia diferente. Me gustaría hacerle un par de preguntas.

Carol apoyó su pesado cuerpo contra la ventana de la tienda y sacó un cigarrillo, y después el mechero.

—¿Qué son otras veinte después de dos mil? —dijo.

—Seré tan breve como pueda. ¿Ha visto el tiroteo?

—Claro como el día. Estaba en la caja registradora cuando ocurrió —lanzó el pulgar sobre su hombro.

—Cuénteme algo del tirador.

—No era feo. Creo que latino, de media edad, alto, pelo ondulado. Un pelo realmente bonito. Bonito y con volumen; no se ve demasiado por ahí. Canas en las sienes. Si pudiera tocar esos mechones… oh. Le apuesto lo que quiera a que perdería diez años. Oh, y también tenía barba.

Robert le hizo preguntas sobre el tiroteo que probablemente ella ya había estado contestando durante todo el día. Sus respuestas eran inmediatas y mecánicas, habiéndolas respondido múltiples veces, y no consiguió nada que Harlan no le hubiera contado ya.

A pesar de todo la sorprendió con una nueva pregunta.

—El sedan estaba alquilado a una mujer llamada Jane Johnson. ¿Conoce a alguien con ese nombre?

—¿Jane Johnson? Debe haber miles de mujeres con ese nombre en este país. Pero no. No conozco a ninguna. Tuve una cliente hoy que se llamaba Jane algo —Carol dio una calada y frunció el ceño—. ¿No era así? O quizá algo similar. Janet. Janice. Todos se parecen.

El nombre avivó la atención de Robert.

—¿Tenía una cita?

—Claro. Corte y color.

—¿A qué hora?

—Sobre mediodía.

—¿Sería posible comprobarlo?

Carol suspiró y agarró las llaves de su cinturón.

—Pase. ¿Casi hemos acabado?

—Sí. ¿Podría describirme a la mujer?

—Era una de esas chicas superdelgadas. Demasiado delgada para disfrutar de la vida, si quiere saber mi opinión. Le dejé un aspecto realmente nuevo y bonito… una monada de pelo muy corto. Era pelirroja y quería oscurecerlo. Cambió totalmente.

Carol encendió la luz y se dirigió tras la mesa de recepción al libro de citas. Recorrió con su dedo una columna y se detuvo.

—Janice. Supongo que mi memoria está cansada.

—¿Tiene el apellido?

—No, sólo Janice. Pagó en metálico.

—¿Vio a qué coche subió cuando se fue?

—¿Coche? Oh, no. Seguro que la trajeron. Tomó un taxi cuando se marchó.

El estómago de Robert cayó en picado. Comprobó su reloj. Casi las ocho y media. Si corría, calculaba otros cuarenta y cinco minutos de regreso a la Casa de la Esperanza.

Donde una mujer llamada Janice había atraído a Salazar Sanso, quien estaba a punto de encontrarse con Katie Morgon, sentada en la oscuridad, sola.

***

De vuelta a su habitación, después que Robert la ignorara en el vestíbulo, Janeal rompió en lágrimas silenciosas. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué, después de Milan y Sanso y un puñado de otros hombres que pudo tener cuando quiso, se sentía así de nostálgica por alguien que la había enterrado junto con el resto de su pasado?

Nunca se había sentido tan muerta como en aquel momento. ¿Cómo podía sentirse de esa manera si su amor por Robert estaba claramente vivo?

Necesitaba permanecer concentrada en la tarea que estaba realizando. La conversación que pudo espiar entre Katie y Robert en el jardín interior no había revelado nada significativo excepto que no conectaban a Janice con Janeal. Al menos Robert no. En cuanto a Katie…

Ladrona, mentirosa, egoísta, pedante Katie. Janeal no podía leer la mente de esa mujer.

Janeal pasó cinco minutos practicando unos ejercicios de respiración profunda que su doctor le había recomendado para las jaquecas. Mientras su mente se calmaba, trajo a la memoria todos aquellos objetos personales que todavía estaban escondidos en el baño. Regresó al estado de alerta, esperando que Lucille no hubiera ido finalmente a pescar sus cosas después de averiguar lo del dinero de Janeal.

Mientras las otras mujeres que vivían en su vestíbulo miraban reposiciones de Survivor en la sala común, Janeal recuperó la colección y regresó a su lugar privado. Por el momento pudo rasgar unos treinta centímetros de un lado de su colchón y guardar todo allí, cubriéndolo con la sábana. No era original, pero menos lo era enterrar a poca profundidad las cosas en el barro seco del exterior.

El teléfono vibró en la mano de Janeal cuando lo deslizaba en el tajo practicado en el poliéster. Lo sacó y miró el número. No era conocido. El código de área era igualmente desconocido. Seguro que no era de Nueva York ni de Washington. Se arriesgó a responder.

—¿Sí?

—Janeal Mikkado —dijo la voz de una mujer.

De todas las personas que tenían aquel número, ninguna sabría su nombre de pila.

—Lo siento. Creo que se equivoca de…

—Callista Ramírez. Ha pasado tiempo.

Janeal rememoró con sorpresa a la mujer rubia que la había visitado en la colina con Sanso tantos años atrás. La única que la había drogado.

Bajó la voz y la dirigió en la dirección opuesta a los muros de sus compañeras de cuarto.

—¿Cómo has conseguido este número?

—¿Realmente importa? Jane, Janice, Janeal… Salazar Sanso consigue lo que quiere. Sabe dónde estás y disfruta con el juego de hacer que pienses de otro modo.

—¿Por qué me llamas?

—Está en camino de hacerte una visita.

—Entonces debe saber también que Robert Lukin está aquí.

—Lo sabe.

—Lo pasó bien en el hospital, ¿verdad?

—Mira, Janeal…

—¿Qué quieres?

—Quiero a Salazar de vuelta a México, y caminar cuesta arriba para golpear la puerta de la DEA no lo va a traer aquí.

—Obviamente. Hablas con la persona equivocada, entonces.

—No, estoy muy segura de esto. No sé por qué tu novio escogió ese lugar en particular para descansar de su pequeña victoria militar, pero supongo que tú no lo habrías seguido hasta allí si no estuvieras esperando alguna clase de dulce reencuentro. ¿Dónde está Robert ahora?

Con Katie, probablemente.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Escúchame. Ésta es la única vez en que tú y yo tendremos una meta común. No queremos a Salazar en esa montaña. Pero está yendo hacia allí y tiene a Robert en su punto de mira.

La amargura se adueñó de la garganta de Janeal.

—Él siempre fue un poco extremista en su visión de venganza —dijo ella—. No hay nada que yo pueda hacer.

—Puedes convencerle de que Robert se ha ido y que preguntó a sus colegas por el paradero de Salazar.

—¿Quieres que le diga a Robert que Sanso viene? Ese no es el modo de lograr que regrese a México, querida.

—No te hagas la lista. Eso no es lo que dije. Todo lo que te pido es que mientas.

Janeal decidió dejar caer el sarcasmo.

—Sanso no me creerá.

—Él no cree a mucha gente, pero tú pareces ser una excepción a la regla.

—¿Qué ocurre si le doy un chivatazo a la DEA antes de que Sanso llegue?

Callista se rió.

—Que te diría que es un farol. No puedes hablar con ellos sin implicarte a ti misma. De hecho… es interesante. Nada como un pequeño asunto de un millón de dólares para interponerse entre Robert y tú. ¿Lo sabe él?

—No sabes de qué hablas.

—Todavía amas a Robert, ¿no es así? —preguntó Callista.

—¿Después de todos estos años? —falseó Janeal.

—Algunos amores nunca mueren. Voy a contar con ello —la vieja mujer suspiró—. Desafortunadamente, tengo que hacerlo.

—¿Todavía no me conoces? —dijo Janeal—. El odio es más poderoso que el amor, Callista.

—Quizá. Me da igual si amas más a Robert de lo que odias a Salazar. Encuentra un modo de que Salazar baje de esa montaña y te garantizaré la seguridad de Robert para el resto de mi vida.

—¿Y qué hay de mi seguridad?

—Él no dañaría un solo pelo de tu preciosa cabecita.

—Estaba realmente preparado para dejarme arder hasta la muerte.

—Eso cambió para siempre cuando diste la vuelta a la tortilla. ¿Cómo estás tan ciega?

Katie es la ciega. Katie, que no es Katie, sino

Janeal dejó suspendido aquel pensamiento recurrente y turbador. Todo este lío era culpa de Katie. Katie era la razón de que estuvieran estancados en aquella casa para perdedores. Katie era la razón de que Robert se hubiera desenamorado de ella. Katie la razón por la que Janeal sentía que estaba perdiendo la cabeza.

Janeal no estaba segura del todo de por qué Callista había hecho esa llamada. No era como si Janeal se hubiera negado a ayudar a Sanso; de hecho, basándose en su último encuentro, ella creía que Sanso había interpretado sus demandas como un tipo de cooperación. Quizá Callista estaba actuando en su propio favor con esa llamada.

Puede que estuviera preocupada por algo más.

¿Estaba perdiendo su codiciado puesto de mano derecha de Sanso?

Sí, decidió Janeal, era un juego de fuerzas.

Ella era una profesional en estos juegos, y estaba feliz de participar.

—Puedes contar conmigo, Callista. ¿Puedo contar yo contigo?

—Llevo haciendo esto más tiempo que tú, Janeal.

Janeal colgó primero para marcarse un punto.

La conversación, aunque sin sentido en la mente de Janeal, se había convertido en una idea interesante. Si era posible que el odio fuese más poderoso que el amor, quizá la respuesta a su crisis pudiera encontrarla no en el amor a Robert, que no había hecho más que frustrar su deseo, sino en odiar a Katie.