38

Katie, Lucille y los otros tres miembros del personal a jornada completa se tomaban una tarde libre a la semana y hacían turnos los fines de semana. El día libre de Katie era el lunes por la tarde, así que le propuso a Robert bajar a Santa Fe para echar un vistazo a una galería de arte que exponía la obra de una escultora a quien ella admiraba.

Robert aceptó, aunque le importaba más bien poco el arte y aún sabía menos de escultura. Aquel lunes, sin embargo, iría a cualquier lugar si eso significaba estar a solas con ella.

Mientras Robert se afeitaba antes del desayuno, escuchó un titular de cinco segundos en las noticias de la red (aquí no había televisión por cable ni por satélite) que decía que Sanso había escapado. Si no hubiera estado usando una afeitadora eléctrica seguramente se habría cortado. Se apresuró para terminar, con un resultado un tanto desaliñado, preguntándose por qué se molestaba en afeitarse en primer lugar cuando Lucille le relegaba a comer en la cocina.

La Casa de la Esperanza del Desierto tenía una estricta política en contra de los teléfonos móviles, incluso para los invitados, lo que significaba que Robert debía guardar su teléfono en el coche y llamar desde fuera de la propiedad o bien desde el teléfono fijo de la oficina de Katie. Robert corrió a la oficina para llamar a Harlan. No era muy optimista con respecto a lo que había escuchado. La responsabilidad inmediata de la huida de Sanso recaería sobre el FBI, y las opciones, hasta que encontraran de nuevo su pista, se limitaban a que Robert mirase fijamente el suelo esperando que el roedor apareciese de nuevo en la superficie.

Harlan le dijo a Robert exactamente lo que esperaba oír: por el momento no había nada que hacer, nada hasta que los federales encontraran el rastro de Sanso, así que no te muevas de donde estás y revisa los mensajes de vez en cuando.

Era mucho pedir ahora que ya había vivido aquella experiencia única en la vida, con garantía de satisfacción, de acabar con la carrera de Sanso de una vez por todas.

Se sintió impaciente y vagamente irritado, enfadado porque el único día brillante de su vida profesional había sido reducido a la insignificancia con una rapidez impresionante.

Con unas cuantas horas por delante por matar antes de que Katie finalizara su jornada, se dedicó a vagar por los pasillos de la casa, como un gato, intentando vislumbrarla fugazmente. Su intensificado anhelo por su compañía le sorprendía a sí mismo. Aquello era una locura. Mitigaba su decepción con el cálido consuelo de una vieja amiga que le conocía mejor que nadie.

En la biblioteca de la casa encontró un libro de Clive Cussler e intentó enfrascarse en él. Robert pasó diez páginas antes de darse cuenta de que no recordaba ni una sola palabra de lo que había leído. Estaba pensando en ella. Quería abrazarla y olvidar los últimos quince años de su penosa vida. Quería recoger los pedazos con alguien que conociera la parte más feliz de su historia y pudiera ayudarle a recrear su vida. Quería que ella le dijese que su vida no era el ejercicio de inutilidad que él creía.

Estúpido, estúpido, estúpido. Obligó a su mente a concentrarse en el libro.

Pensó en marcharse pronto, dejar Nuevo México aquella misma noche para regresar a su división de la DEA en El Paso y empezar a rastrear la pista de Sanso otra vez. Hizo su maleta.

Pero el cansancio lo ancló a la cama. El tipo de cansancio que golpea a los atletas en medio de la prueba si se toman un tiempo de descanso demasiado largo. No podía empezar de nuevo. No tenía fuerzas.

—¿Va todo bien en el trabajo? —preguntó Katie desde la puerta.

—Ha habido mejores momentos.

Sacó las piernas de la cama y lanzó el libro sobre la almohada.

—Suenas enfadado.

—Sólo frustrado.

—Nunca fuiste demasiado bueno escondiendo lo que sentías, Robert.

—Al menos no de ti.

Le contó la fuga de Sanso. Ella le ofreció su compasión, pero no dijo nada más.

Más tarde, con Katie en el asiento de al lado, condujo montaña abajo para llegar a la comunidad de artistas, y su letargo pareció menos siniestro. El sol le calentaba la nuca mientras conducía, volviéndola, estaba seguro, del mismo color que el adobe de arcilla roja de los estudios de arte de la carretera donde Katie le había dado instrucciones de que girase.

—Estás muy silenciosa esta tarde —le dijo cuando ella se frotó la parte de atrás del cuello como si lo tuviera agarrotado.

—No dormí muy bien la pasada noche.

—¿Qué te mantuvo despierta?

—Una pesadilla.

—¿Te sucede a menudo?

—Afortunadamente casi nunca.

—¿Quieres hablar de ello?

Katie lo pensó.

—Sólo si prometes no intentar analizarlo.

—Prometido.

—Estaba en la sala de juegos en la casa de reuniones de la kumpanía.

¿La recuerdas?

—Claro.

—Estaba de pie en la puerta y todo el lugar estaba… en llamas, en un incendio. Pero había un taburete en la pared trasera que no ardía, y había cuerdas amarradas a una de las patas. Y la mano de un esqueleto atada al otro extremo de la cuerda. Huesos con un guante negro.

Robert miró a Katie por el rabillo del ojo, pensando que aquello sonaba como recuerdos distorsionados de lo que en realidad debía haber sucedido.

—He abierto el armario de los malos recuerdos viniendo aquí este fin de semana —dijo él.

—Shhh. Prometiste no analizarlo.

Robert se aclaró la garganta.

—Intentaba salir corriendo, pero las suelas de mis zapatos se habían derretido y estaba enganchada. Pegada al suelo. Y mientras intentaba sacarme los zapatos, aquella mano se acercó y me agarró por los pies. Me arrastraba hacia el fuego.

Ella agitó la mano como si aquello fuera todo lo que tenía que decir.

Robert la miró otra vez, queriendo cumplir la promesa de no analizarlo, pero a la vez con el deseo de consolarla. Estaba seguro de que la intención de la sonrisa de su rostro era minimizar el terror real del sueño. El temblor en la esquina de su boca la delató.

Él alargó el brazo y le apretó la rodilla, y decidió no dejarla continuar.

—Bueno, cuéntame algo sobre esta escultora por la que estás tan emocionada.

La cara de Katie brilló, esta vez sinceramente.

—Se llama Kristen Hoard. Es de Sacramento. Hace cosas alucinantes con metales reciclados. Y tendrás que ver el resto por ti mismo.

—No te lo tomes mal, pero no me hubiera pegado a ti para ver a un amateur.

—No te lo tomes mal, pero aún te quedan muchas cosas por descubrir sobre mí.

—Así que te interesa la escultura.

—Sólo este tipo de escultura.

Katie alzó su mano hacia él mientras se aproximaban al estudio y él se la agarró.

Ella apretó sus dedos, y él decidió desechar su retorno prematuro a El Paso.

Un ingenioso letrero anunciaba la exposición de la obra de Kristen Hoard, que se prorrogaba durante una semana más. En el interior, cajas blancas de distintas medidas que hacían las veces de pedestales sostenían tableros con piezas de arte, principalmente esculturas de metal (caras, corazones y formas abstractas) que habían sido recortadas y fundidas, a las que se les había dado textura y que después habían sido soldadas mediante diminutas costuras. Los materiales variaban: cobre, aluminio, acero y hierro, algunos de los cuales habían sido cubiertos con pátinas de color. Rojos, verdes, azules. En las paredes, espejos de todas las medidas y tamaños, enmarcados en metales parecidos, multiplicaba tanto el tamaño de la habitación como el número de piezas expuestas. Unas pocas mesas de aluminio y acero ofrecían folletos informativos sobre la artista.

—¿Está su arte de fuego aquí? —le preguntó Katie a una mujer que se les acercaba por detrás.

¿Arte de fuego?

—Sí. Pero no están encendidas todo el tiempo.

La mujer llevaba un porte y un vestido extravagante que sugería que tal vez fuera la propietaria del estudio; les indicó la dirección y atrajo la atención de Robert. Él le dio las gracias cuando vio la señal y la habitación donde las piezas tenían que estar.

—¿Están encendidas ahora? —preguntó Katie.

—No, pero si puede regresar, este fin de semana vamos a sacar las piezas al exterior para una exposición nocturna.

—Oh, por favor… No puedo venir el fin de semana. ¿Hay algún modo de que usted pudiera encender las esculturas para nosotros? Él nunca las ha visto, y creo que son algo realmente hermoso…

Parecía que le faltaran las palabras para expresarse, y la mirada sorprendida de la comisaria de la exposición se posó sobre Katie unos segundos, claramente asombrada por su comentario y su ceguera. Un incómodo silencio llenó el espacio antes de que la mujer tomara un mechero de seguridad del mostrador de recepción y le sonriera a Robert.

—Denme un par de minutos.

—¿Qué es el arte de fuego? —le preguntó Robert a Katie cuando la mujer entró en la otra sala.

—Vayamos a verlo.

Su voz jugaba con la curiosidad de él.

Katie se balanceó sobre la punta de sus pies hasta que la propietaria del estudio les llamó para que entraran.

Robert entró en la habitación por delante de Katie sin intención de ser descortés, sino porque lo que vio le impulsó a entrar.

Grandes bolsas de fuego (llamas de verdad, no trucos baratos con papel y luces) salpicaban la sala desde el interior de los marcos de metal, los recipientes, las jaulas y las formas. Las llamas fluían desde dentro de una flor de loto de proporciones épicas. Dedos de fuego ondeaban desde los arcos superiores de círculos anidados y titilaban dentro de una esfera perforada y desgarrada. Robert no podía imaginar lo que habría costado conseguir un permiso para exponer aquella obra, cinco piezas con medidas comprendidas entre los treinta centímetros y el metro ochenta, en llamas, contenidas e impresionantes.

—¿No es asombroso? —susurró Katie, como si hablar demasiado alto desbaratara el impacto.

Él la miró. Su rostro estaba en sintonía con las cinco piezas en el centro de la habitación. Las llamas encendían sus ojos de tal modo que parecían brillar desde el interior.

—¿Cómo puedes verlo?

—Lo percibo.

Se aproximó a la pieza más alta, que se sostenía sobre su cabeza en el mismo centro de la sala, y elevó sus manos hacia el fuego, con las palmas hacia fuera. Robert no entendía su fascinación por el calor.

—Ésta se llama Orígenes del fuego —dijo ella.

Un orbe fisurado, como un globo terráqueo agrietado por el efecto de un volcán, descansaba en lo alto de un pedestal con forma de puñal y parecía rezumar roca fundida.

—¿Cómo supiste de esto?

—Es la más alta. Ya la he visto antes. Su obra estuvo aquí hace dos años. Ella también estuvo aquí, y me dejó tocar muchas de las piezas. Cuando no les molesta que las toque, puedo ver mucho.

—Me imagino que el metal debe calentarse mucho.

Katie se rió.

—Lo hice antes de que las encendieran. De vez en cuando le pido a Lucille que me lea el blog de la artista. Una vez escribió que le gusta trabajar con metales reciclados porque le encanta la idea de poder transformar algo inservible en una preciosa obra de arte.

—Supongo que hay una línea muy fina entre el arte y la basura.

Robert se puso a su lado, más motivado por su aprecio de la peligrosa belleza que por la pieza en sí.

—¿Por qué te gusta?

—Porque ella tomó algo que no servía para nada y lo convirtió en algo que vale cientos de dólares.

—Así que es tu alma gemela en lo que se refiere a causas perdidas.

—Algo parecido.

—¿Alguna vez deseas poder verlas de verdad?

—No. Pienso que su visión no podría compararse a la que yo tengo en mi mente.

—No lo sé. Son bastante impresionantes. ¿No te asusta el fuego?

Katie negó con la cabeza.

—Es increíble, después de lo que has pasado.

Katie dio otro paso hacia delante para acercarse a la obra de arte.

—Sinceramente, nunca me he planteado tener miedo de él. No cuando es tan bello.

Robert miró por encima de su hombro. La propietaria estaba de pie en la puerta, mirando, pero parecía mostrarse indiferente ante el comportamiento de Katie.

Robert se sintió obligado por la fascinación de Katie. Cerró los ojos, levantó las palmas de las manos e inclinó la cabeza hacia el calor naranja y azul.

Intentó hacerse una imagen de la escultura en su cabeza pero no pudo. Estaba abrumado por otra idea: estaba de pie en la oscuridad, hombro con hombro con una mujer cuyo espíritu ardía con más intensidad y más misterio que cualquier otro objeto en aquella sala.